Anna Gavalda - El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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»Me doy perfecta cuenta de que no he sido una buena madre pero era difícil, ¿sabes? Tenía apenas veinte años cuando Alexis nació y… él desapareció… Fue la comadrona quien se fue a inscribirlo en el registro en su hora de descanso para comer, y volvió muy contenta tendiéndome ese cachivache llamado libro de familia. Yo lloraba y lloraba. ¿Qué querías que hiciera con un libro de familia cuando ni siquiera sabía dónde iba a vivir la semana siguiente? La de la cama de al lado no paraba de repetirme: "Vamos, vamos, no llore de esa manera, que se le va a agriar la leche…" ¡Pero yo no tenía leche! ¡No tenía, joder! Miraba a ese bebé que lloraba y se desgañitaba…

Yo apretaba los dientes. Que se callara, por Dios, que se callara. ¿Por qué me contaba todo eso? ¿Todas esas cosas de tía que yo no podía entender? ¿Por qué me imponía eso a mí, a mí que siempre había sido leal con ella? Que siempre la había defendido… Y entonces, en ese momento, hubiera dado cualquier cosa por estar con los míos. Esas personas normales, equilibradas, dignas de estima, que no chillaban, no acumulaban botellas vacías debajo del fregadero y tenían la elegancia de mandarnos sin miramientos a nuestro cuarto cuando necesitaban desahogarse.

Se le había caído la ceniza del cigarro sobre la manga de la bata.

– Nunca una sola señal de vida, ni una carta, ninguna ayuda, ninguna explicación, nada… Ni siquiera la curiosidad de saber cómo se llamaba su hijo… Estaba en Argentina, según parece… Eso le dijo a Alexis, pero yo no me lo creo. En Argentina, ya, y una mierda. ¿Y por qué no en Las Vegas, ya que estamos?

Anouk lloraba.

– Ha dejado que me tragara lo más difícil, y ahora que el niño ya está criado, se planta aquí con un chirriar de frenos, dos promesas, tres regalos y… adiós, vieja. ¿Quieres saber mi opinión? Es una putada…

– Tengo que irme ya, si no voy a perder el tren…

– Eso es, vete, haz como ellos. Abandóname tú también…

Al pasar por su lado me di cuenta de que ya era más alto que ella.

– Por favor… Quédate…

Cogió mi mano y la apretó contra su vientre. Me zafé horrorizado, estaba borracha.

– Perdón -murmuró, cerrándose la bata-, perdón…

Ya estaba en el rellano cuando me llamó:

– ¡Charles!

– Sí.

– Perdón.

– …

– Dime algo…

Me di la vuelta.

– Volverá.

– ¿Tú crees?

Atascado en la plaza de Clichy, detrás del 81 y en otro siglo, Charles recordaba perfectamente esa sonrisita incrédula cuando por fin Anouk se decidió a levantar la barbilla. Ese rostro tan perturbador, tan… desnudo, el ruido de la puerta al cerrarse tras él y el número de escalones que lo separaban entonces del mundo de los vivos: veintisiete.

Veintisiete escalones durante los cuales sintió que se volvía más espeso, más pesado. Veintisiete veces su pie en el aire y sus puños cada vez más duros en el fondo de sus bolsillos. Veintisiete escalones para comprender que ya estaba, había cruzado al otro lado. Porque en lugar de compadecerse de su pena y de condenar la actitud de Alexis, no podía evitar alegrarse: el sitio estaba libre para él.

Y cuando su madre se puso a darle la vara porque se le había olvidado traerle el plato de la tarta, la mandó a paseo por primera vez en su vida.

Su piel de niño se había quedado en esos veintisiete escalones.

No revisó sus apuntes en el tren y aquella noche se durmió reconciliado con su mano derecha. Después de todo, se la había cogido ella… No es que le diera menos vergüenza, sencillamente era… más viejo.

Por lo demás, tenía yo razón una vez más. Alexis volvió.

– ¿Cuándo volverá a recogerte tu padre? -le preguntó Anouk al final de las vacaciones de Semana Santa.

– Nunca.

Gracias a mi madre y a sus obras de caridad, le encontraron plaza en el colegio Saint-Joseph, y yo recuperé mi lugar… en su estela…

Aquello me alivió. Anouk, que debía de haber hecho un trato con el destino, o con el diablo, es más probable, cambió de vida. Dejó de beber, se cortó el pelo muy cortito, pidió trabajo en el hospital y ya no dejó que hicieran mella en ella los enfermos. Se contentaba con dormirlos.

Decidió también volver a pintar su casa, así de repente, un buen día, después del café.

– ¡Ve a buscar a Charles! ¡Este fin de semana atacamos la cocina!

Y fue entonces, mientras limpiábamos las paredes, cuando supimos el final de la historia… No sé cómo la conversación se centró en su padre, y Anouk y yo dejamos de restregar como locos.

– El caso es que necesitaba un compañero para tocar, pero cuando se dio cuenta de que yo no tenía edad para poder hacer bolos con él, se acabó, ya no le interesaba…

– Calla… -suspiró Anouk.

– ¡Te lo juro! ¡El muy gilipollas había calculado mal! «¿Sólo tienes quince años? ¿Sólo tienes quince años?», no paraba de repetirme, cada vez más furioso: «¿Estás seguro? ¿Sólo tienes quince años?»

Como él se reía, nosotros nos reímos también, pero… ¿cómo decir? Hay que ver la lejía Saint-Marc cómo decapa… No, lo digo porque tardamos un buen rato en volver a hablar, ocupados como estábamos en escupir cristalitos de sodio…

– Vaya, parece que os he cortado un poco el rollo -bromeó Alexis-, eh, pero ¡no pasa nada! No me he muerto…

Ella, en cambio, y aquí resultó que todos mis cálculos eran un desastre, no había sobrevivido durante su ausencia. Nunca me dejó volver a verla. Llamaba a su puerta en vano y me alejaba preocupado bajando de cuatro en cuatro sus escalones podridos.

Me había equivocado por completo. El sitio nunca estaría libre para mí.

Pero había recibido una carta… La única, de hecho, que recibí en cuatro años de internado…

Perdona si no te abrí la puerta ayer. Pienso en ti a menudo. Os echo de menos. Os quiero.

Al principio me irritó un poco, pero luego olvidé el plural y quemé la carta después de leerla. Me echaba de menos, era todo lo que quería saber.

Por cierto, ¿por qué remuevo ahora todos estos recuerdos? Ah, sí… el cementerio…

Es verdad que ya eres mayor de edad… Ahora tus traiciones son legales…

Anouk nunca volvió a ser la misma después de tu viajecito en descapotable italiano. ¿Acaso era su abstinencia lo que la volvió más… comedida? ¿Lo que le impedía abrazarnos, apretarnos bien fuerte, comernos a bocados y dárnoslo todo? No lo creo.

Era la desconfianza. La certeza de la soledad. Y esa prudencia, de repente, esa extraña dulzura, ese cambio de voltaje, era un torniquete, un clamp en la vena cava. Ya no nos tomaba el pelo, ya no decía, aguantándose la risa, «Esto… una tal Julie al teléfono» cuando no era más que el idiota de Pierre que otra vez se había dejado el libro de geografía, y se encerraba en su cuarto cuando tocabas particularmente bien.

Tenía miedo.

* * *

Una vez pasada la estación de Saint-Lazare, el tráfico se volvió un poco menos denso. Charles se escabulló, abandonó el rebaño siguiendo itinerarios de chavalín astuto y volvió a fijarse en las fachadas mientras estaba parado en los semáforos. Ésa, sobre todo, la que estaba en la plaza Louis XVI, con esos animales art déco que tanto le gustaban.

Así había seducido a Laurence.

Él estaba sin blanca, ella era sublime, ¿qué podía regalarle? París.

Le enseñó lo que el resto de la gente no ve jamás. Empujó puertas cocheras, saltó vallas, la llevó de la mano y arrancó la viña virgen que le arañaba la frente. Le explicó los mascarones, los atlantes y los frontones esculpidos. Se citó con ella en el pasaje del Désir y se le declaró en la calle Git-le-Cceur. Debía de creerse muy listo, pero en realidad era muy tonto.

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