– Dime una cosa, mi vida…
– ¿Qué?
– ¿Por qué siempre cambias de tema cuando hablamos de Nounou? ¿Por qué tú nunca has llorado? Y eso que era alguien importante en tu vida, ¿verdad?
Alexis se concentró en su plato de macarrones, no tuvo más remedio que levantar la cabeza y cruzarse con su mirada, por culpa de las hebras del queso gruyere, y respondió sin más:
– Cada vez que abro la funda de mi trompeta, siento su olor. Ya sabes, ese olor como a viejo y…
– ¿Y?
– Cuando toco, toco para él y…
– ¿Y?
– Cuando me dicen que lo hago bien, es porque creo que lloro, ¿sabes…?
Si hubiera podido, Anouk lo habría abrazado en ese momento preciso de sus vidas. Pero no podía. Él ya no quería.
– Pero… esto… entonces ¿estás triste?
– ¡Qué va! ¡Al contrario! ¡Estoy bien!
En lugar de abrazarlo, le sonrió. Una sonrisita con brazos, manos, un cuello y dos nucas en un extremo.
Charles consultó su reloj, se dio la vuelta, echó una ojeada a una minúscula cueva que imitaba a la de Lourdes (Recorrido de San Luis, precisaba la flecha del panel. Vaya tontería…) y esperó a estar de nuevo en el aparcamiento para terminar con aquello y vomitar su Dies Irae.
«Sí. Y ya ves… Al final consiguió ganarse también su cariño…», resonaba la voz de Anouk.
No, no había querido llevarle la contraria sobre ese tema. Su madre… Su madre enseguida encontró otros problemas de los que preocuparse… Se imponía con mano de hierro en su casa, en mi padre, en sus parterres de flores y en todo lo demás. Y además había vuelto De Gaulle. Así que terminó por relajarse un poco.
De modo que Charles no le iba a llevar la contraria sobre ese tema, pero:
– Anouk…
– Charles…
– Hoy me lo puedes decir…
– Decirte ¿qué?
– Cómo murió…
Silencio.
– De viejo, nos dijiste, pero era mentira. ¿Verdad que era mentira?
– Sí…
– ¿Se suicidó?
– No.
Silencio.
– ¿No quieres decírmelo?
– A veces está bien mentir, ¿sabes…? Sobre todo tratándose de él… él, que tanto os hizo soñar… Y todos esos trucos de magia que os…
– ¿Murió atropellado?
– Degollado.
– Lo sabía -se maldijo Anouk-, pero ¿por qué te haré yo caso a ti?
Se dio la vuelta para pedir la cuenta.
– ¿Sabes, Charles?, tú sólo tienes un defecto, pero joder… qué defecto más triste… Eres demasiado inteligente… Sin embargo, créeme, en la vida hay cosas que no vienen en los manuales de instrucciones… Antes, cuando he llegado y he visto todos esos cálculos que te tienes que tragar, a la vez que te daba un beso te compadecía. Me he dicho que, a tu edad, te pasas demasiado tiempo tratando de calcular el mundo. ¡Ya lo sé, ya lo sé! Me vas a decir que son tus estudios y todo eso, pero… pero, ea, a partir de hoy, cuando pienses en las últimas horas de la mejor niñera del mundo, ya no te imaginarás a un señor mayor dormido entre chales en medio de sus recuerdos, no; y, querido mío, la culpa es sólo tuya, volverás a encerrarte en tu cuarto con tu calculadora y ya no podrás concentrarte, porque todo lo que verás en tus dichosos paréntesis llenos de x y de y hasta la saciedad será a un viejo al que la policía encontró desnudo en un retrete de mala muerte…
– Sin dentadura postiza, sin anillos, sin documentación y sin… Un viejo que esperó casi tres semanas en la morgue a que una mujer avergonzada se dignara a hacer un esfuerzo por sacarlo de ahí, pero por última vez en su vida, gracias a Dios, se dignara a reconocer que sí, que los unía un lazo de sangre puesto que ese desecho humano abierto en canal era… su hermano pequeño…
Después me acompañó hasta la facultad, se dio la vuelta y se abandonó en mis brazos.
No era a mí a quien ahogaba, era el recuerdo de Nounou, y si la clase siguiente me pareció más confusa todavía que lo que me había anunciado ella entre dientes, no era por culpa de ese viejo bribón -que había muerto en el escenario, después de todo…-, no, la culpa era mía, ya que pese a mis esfuerzos desesperados por imaginarme una etiqueta enganchada al dedo gordo de un pie frío, no había podido evitar que Anouk notara mi turbación a través de la tela de mi pantalón y… oh, ¿por qué una frase tan enrevesada? Anouk había conseguido que me empalmara y punto, y me avergonzaba de ello.
Llevábamos más de dos horas tragándonos unas clases de geometría infinitesimal, y que no viniera diciéndome que era inteligente sólo porque entendía más o menos adonde quería llegar la profesora… ¡Joder, no, Anouk sabía de sobra que, al contrario, estaba totalmente perdido! De hecho, se había apartado de mí diciendo que no con la cabeza.
Como siempre, esperé a que me volviera a llamar para quedar a comer y recuerdo que tuve que esperar mucho…
Esa confesión sórdida, e inútil, que yo había ido a suplicarle como un estúpido que era, no quería decir nada para mí: mi infancia había muerto el mismo día que Nounou.
* * *
Era demasiado temprano para volver a París, donde nadie lo esperaba, de modo que sacó su agenda y marcó un número que llevaba meses aplazando para el día siguiente.
– ¿Balanda? ¡Anda, pero si ya no creía que me fueras a llamar! ¡Pues claro que te espero!
Philippe Voernoodt era un amigo de Laurence. Un tipo que había hecho fortuna en el sector inmobiliario… O en el de internet… ¿O en el sector inmobiliario por internet, tal vez? Bueno, en fin, un tío que conducía un coche grotesco y probablemente ya no tenía tiempo de ir al dentista porque se pasaba el rato toqueteando su agenda electrónica con un mondadientes húmedo.
Cuando le daba palmaditas amistosas en la espalda, Charles siempre encogía varios centímetros y no podía evitar preguntarse si esa mano, desde luego fuerte pero un poco corta, se había posado alguna vez más alto que en el antebrazo de su amada…
Algunas miradas lo habrían convencido casi, pero cuando lo vio salir esa tarde de su bunker metalizado con el auricular del móvil colgado de la oreja, le dedicó una sonrisita tierna.
No, se tranquilizó a sí mismo, no, Laurence tenía demasiado buen gusto.
Se habían citado en la zona norte de París en una antigua imprenta que http.Voernoodt.idiota.com había comprado por cuatro perras (por supuesto…) y quería transformar en un loft sublime (bis). Unos años antes, Charles ni siquiera se habría desplazado. Ya no le gustaba trabajar para particulares. O elegía sólo a aquellos que lo inspiraban. Pero ahora, en fin… los bancos… Desde entonces los bancos lo habían obligado a dejarse de caprichos y le traían por la calle de la amargura. Y cuando encontraba un particular lo bastante rico y megalómano para ayudarlo a pagar sus gastos, se metía la coquetería en el bolsillo y sabía seguirle el rollo hasta la hora de presentarle el presupuesto.
– ¿Y bien? ¿Qué te parece?
Era un lugar maravilloso. Los volúmenes, la luz, la densidad, el eco del silencio incluso, todo era… recto.
– Y lleva abandonado así desde hace diez años -precisó el otro, aplastando la colilla contra el suelo de mosaico.
Charles no lo oyó. Le parecía más bien que era la hora de la comida y que de un momento a otro volverían todos, encenderían otra vez las máquinas, acercarían los taburetes, abrirían centenares de cajetines extraordinarios, levantarían ese bidón de tinta del rincón, echarían una ojeada al enorme reloj de pared con su cerco de plomo que los dominaba, y el trabajo reemprendería con un estruendo infernal.
Se alejó un poco más y fue a echar un vistazo por la ventana del despacho.
Los tiradores de los cajones, los respaldos de las sillas, la madera de los tampones, las tapas de los albaranes, todo allí tenía ese hermoso aspecto pulido que dan el paso de los años y el roce de las manos.
Читать дальше