Hacía tiempo que no os veía y me desabroché los botones de arriba de la camisa antes de llamar a vuestra puerta.
Estaba tan contento de escapar unas horas de mi santa familia para ir a respirar unas bocanadas de vosotros. Sentarme en vuestra cocina patas arriba, calibrar el humor de Anouk según el número de pulseras que llevara ese día, oírla suplicarte que nos tocaras algo, saber de antemano que le dirías que no, hablar con ella, doblarme bajo el peso de sus preguntas, dejar que me tocara el brazo, los hombros, el pelo y bajar la cabeza cuando añadiera pero cuánto has crecido, qué guapo estás, cómo pasa el tiempo, pero… ¿por qué?, y acechar el instante en que mencionaría a Nounou llevándose la mano a la muñeca con un gesto mecánico para apaciguarla, antes de tocarse la frente y volver a reírse. Tener la certeza de que pronto cederías y te desplomarías de cualquier manera sobre el primer sillón que pillaras para secundar nuestros cotilleos y dar más consistencia a nuestros silencios…
No podíais saberlo, no lo supisteis nunca, pero ¿qué me quedaba allí en ese colegio donde las tardes eran tan largas, la promiscuidad, tan molesta y los vigilantes, tan estúpidos? Vosotros.
Mi vida erais vosotros.
No. No habríais podido comprenderlo. Vosotros que nunca habíais obedecido a nadie e ignorabais el sentido mismo de la palabra disciplina.
¿Quizá os haya idealizado? En todo caso es lo que me decía, y reconoced que era tentador… Trataba de persuadirme de ello, os contaba tonterías, experimentaba con vosotros el sfumato del gran Leonardo, que era entonces mi ídolo absoluto, y frotaba sobre mis recuerdos para difuminaros hasta el momento en que, habiendo recuperado el lugar reservado para mí en vuestra mesa, y arañando con los dedos minuciosamente vuestro hule hecho polvo mientras os escuchaba pelearos, sentía que mi corazón volvía a latir.
La sangre.
Volvía a circular la sangre por mi cuerpo.
– ¿Por qué sonríes con esa cara de tonto? -me preguntaba Alexis.
¿Por qué?
Porque volvía a sentir tierra firme.
Hacía quince años que me explicaban, dos jardines más adelante en esa misma calle, que la vida no era sino una sucesión de deberes y flagelaciones de todo tipo. Que no había nada adquirido de antemano, que todo había que merecérselo, y que el mérito, ¡hablemos del mérito!, se había convertido en una noción muy azarosa en una sociedad que ya no respetaba nada, ¡ni siquiera la pena de muerte! Mientras que vosotros, vosotros… Sonreía porque vuestra nevera siempre vacía, vuestra puerta siempre abierta, vuestros psicodramas, vuestras estrategias que no valían para nada, vuestra filosofía de bárbaros, esa certeza de que aquí abajo no había nada que atesorar y que la felicidad era el instante presente, el aquí y ahora, delante de un plato de lo que fuera mientras uno se lo comiera con ganas, me demostraban exactamente lo contrario.
Para Anouk, nuestro único mérito era no estar ni muertos ni enfermos, y el resto no tenía ninguna importancia. El resto ya vendría por sí solo. Comed, niños, comed, y tú, Alexis, para un minuto de atronarnos con los cubiertos, tienes toda la vida para hacer ruido.
Pero aquel día, después de llamar varias veces y justo cuando ya iba a dar media vuelta, oí una voz que no reconocí:
– ¿Quién es?
– Caperucita Roja.
– …
– ¡Eh! ¡Eh! ¿Hay alguien en casa?
– …
– ¡Os traigo una jarrita de miel y un buen trozo de pastel!
Se abrió la puerta.
Anouk me daba la espalda. Una silueta en bata, encorvada, con el pelo sucio y una cajetilla de tabaco en la mano.
– ¿Anouk?
– …
– ¿No te encuentras bien?
– Me da miedo darme la vuelta, Charles. No… no quiero que me veas así, no…
Silencio.
– Bueno… -articulé yo por fin-, pues dejo el plato en la mesa y…
Anouk se dio la vuelta.
Sus ojos sobre todo. Sus ojos me horrorizaron.
– ¿Estás enferma?
– Se ha ido.
– ¿Cómo?
– Alexis.
Y mientras me dirigía a la cocina para zafarme de esa tarta de fresa que me daba arcadas, me arrepentía ya de haber venido, pues sentía de manera confusa que no pintaba nada ahí y que muy pronto la situación me iba a superar.
Tenía deberes que hacer. Ya volvería.
– ¿Dónde se ha ido?
– Pues con su padre…
Eso sí lo sabía. Que el padre pródigo había vuelto a aparecer hacía unos meses en un súper Alfa Romeo. «¿Y es majo tu padre?» «No está mal…», me había contestado Alexis, y la cosa se había quedado ahí, en esas tres palabras. Indiferentes. Inofensivas, me habían parecido.
Vaya, qué desastre. Me debía de haber perdido algún episodio… ¿Qué se suponía que debía hacer en ese momento? ¿Llamar a mi madre?
– Pero… volverá.
– ¿Tú crees?
– …
– Se ha llevado todas sus cosas, ¿sabes…?
– …
– Hará como tú… Volverá los domingos a comer bizcocho…
Esa sonrisa habría preferido que me la ahorrara.
Giró varias botellas y al final se sirvió un gran vaso de agua que se bebió de un tirón, atragantándose.
Bueno. Mientras yo buscaba la manera de sortearla para llegar hasta el pasillo. No quería ser testigo de todo eso. Sabía que bebía, pero me negaba a saber hasta qué punto. Era algo de ella que no me interesaba. Volvería cuando se hubiera quitado esa bata y se hubiera vestido.
Pero no se movía. Me miraba con dureza. Se tocaba el cuello, el pelo, se frotaba la nariz, abría y cerraba la boca como si se estuviera ahogando. Parecía un animal en una trampa, dispuesto a arrancarse la pata de un bocado para ir a morir en la habitación de al lado. Y yo… yo miraba las nubes por la ventana.
– ¿Sabes lo que significa criar sola a un hijo?
No contesté nada. No era una pregunta de todas formas, era una brecha que abría para poder tropezar en ella. Yo no era muy valiente, pero tampoco era tonto perdido.
– A ti que se te dan tan bien los números, ¿cuántos días son quince años?
Eso sí era una pregunta.
– Pues… algo más de cinco mil, creo…
Dejó el vaso y se encendió un cigarro. Le temblaba la mano.
– Cinco mil… Cinco mil días y cinco mil noches… ¿Te das cuenta? Cinco mil días y cinco mil noches sola… Preguntándote si lo que haces está bien… Preocupándote… Preguntándote si lo vas a conseguir… Trabajando. Olvidándote de ti misma. Cinco mil días de pasarlo fatal y cinco mil noches encerrada. Nunca un momento para ti, nunca un día de vacaciones, sin padres, sin hermana, nadie que te cuide al niño y te deje descansar un momento. Nadie que te recuerde que en tiempos eras un poco guapa… Millones de horas preguntándote por qué nos había hecho eso, y una buena mañana, he aquí que vuelve, el muy cabronazo, y entonces, ¿sabes lo que te dices en ese momento? Te dices que ya echas de menos esos millones de horas, porque no eran nada comparadas con las que te esperaban a partir de ahora…
Se golpeó la frente contra la pared.
– Figúrate… Un padre pianista en los palacios al fin y al cabo es mucho mejor que una birria de enfermera, ¿verdad?
Me hablaba, exigía mi atención, pero yo me negaba a caer en su trampa. Se equivocaba de hombro sobre el que llorar. Yo era demasiado pequeño para todo eso, no eran cosas de mi edad, como decía mi padre. No, no me correspondía a mí darle la razón o llevarle la contraria. Que se las apañara sola, por una vez.
– ¿No dices nada?
– No.
– Tienes razón. No hay nada que decir. Y yo también me dejé engatusar por él, así que… lo comprendo… No hay nada peor que los músicos, créeme… Te crees que son Mozart o qué sé yo quién, cuando resulta que no son más que charlatanes que cierran los ojos cuando ven que ya está, que ya estás loca por ellos. Que cierran los ojos sonriendo antes de… Los odio.
Читать дальше