– No puedes entenderlo… -terminó por decir Alexis con una sonrisa de mala leche.
– No…
Y Charles volvió a abrocharse la chaqueta.
– No puedo.
Era tarde. Tenía que madrugar al día siguiente. Tenía que trabajar.
– De todas maneras tú no entiendes nada…
– Claro… -se desembarazó de todas sus monedas-, ya lo sé… Y cada vez menos… Pero a tu edad él ya había hecho cosas maravillosas…
Pronunció esas palabras tan bajito que el otro podría no haberlas oído. De hecho, ya estaba de espaldas. Pero las oyó. Tenía el oído fino, el muy cabrón… Pero poco importaba, ya le tendía su copa al camarero por encima de la barra…
Se inclinó para recoger del suelo la goma de Mathilde y, al subir a la superficie, supo que lo llamaría.
Chet Baker se tiró por la ventana de un hotel unos cuantos años después de ese concierto. Unos transeúntes saltaron por encima de su cuerpo pensando que era un borracho dormido, y pasó la noche así, desmadejado sobre una acera de Amsterdam.
¿Y ella?
Quería saber. Quería comprender, por una vez.
Comprender.
– ¿Charles?
– ¿Oiga? ¿Oiga? Torre de control a Charlie Bravo, ¿me recibe?
– Perdona. Bueno… ¿entonces? ¿Qué es lo opuesto al peso del móvil, a ver?
– Oye…
– ¿Qué?
– Ya no soporto tu música…
Charles quitó el sonido con una sonrisa. Había conseguido lo que quería.
Fin de la improvisación.
Había decidido llamarlo.
* * *
Cuando Laurence volvió del baño turco con su amiga Maud, Charles se las llevó a las tres a la pizzería de la esquina, y volvieron a celebrar su cumpleaños al son de Come Prima.
Plantaron una vela en su ración de tiramisú, y ella acercó su silla a la suya.
Para hacerse la foto.
Para que Mathilde estuviera contenta.
Para sonreír juntos en la minúscula pantalla de su móvil.
Como tenía que coger un avión al día siguiente a las siete de la mañana puso el despertador a las cinco, frotándose las mejillas con las manos.
Durmió poco y mal.
Nunca se había llegado a saber de verdad si se había tirado de esa ventana o si se había caído.
Claro, quedaban restos de heroína en la mesa, pero… cuando dieron la vuelta a su cuerpo ligero como el aire, vieron que todavía tenía el picaporte de la ventana en la mano…
Apagó el despertador a las cuatro y media, se afeitó, cerró suavemente la puerta al irse y no dejó ninguna notita sobre la mesa de la cocina.
¿De qué había muerto Anouk? ¿Se habría ensañado ella también con una falleba para ahorrarles a todos el mal trago?
Anouk había visto morir a tanta gente… Poco importaba ya una ventana o una contrariedad más… Sobre todo en aquella época… La gran época del New Morning, al principio de la década de 1980, cuando el sida mataba a diestro y siniestro a gente joven y sana.
Cenaron juntos en esas aguas oscuras y, por primera vez, Charles la vio dudar:
– Lo más duro es que no tenemos más remedio que decírselo…
Se ahogaba en sollozos.
– … por los riesgos de contagio, ¿entiendes? No tenemos más remedio que decirles que se van a morir como perros y que no podemos hacer nada por ellos. De hecho es lo primero que les decimos… Para que no le peguen un tiro a nadie según salen del hospital… Pues sí, la vas a palmar, pero, oye, no pierdas el tiempo… Ve corriendo a decírselo a toda la gente a la que has querido. Para que se enteren enseguida de que ellos también la van a diñar… ¡Venga! ¡Corre! Y nos vemos otra vez el mes que viene, ¿eh?
»Y esto, ¿sabes?, es la primera vez que nos pasa… La primera vez… Y en esto estamos todos en el mismo barco… Los peces gordos como los pequeños… Todos a la mierda… Sin piedad. La muy cabrona nos machaca bien a todos… Una guerra sin cuartel. Somos todos unos incapaces. ¿Sabes…? Anda que no habré cerrado párpados, pero hasta ahora, bueno, así era mi vida… Sí, claro, si tú me conoces… Y aunque siempre he apretado los dientes, llamaba a la A.T.S. cuando habían bajado el cuerpo a la cámara y preparábamos la habitación para otro. Sí, poníamos sábanas limpias para el siguiente y lo esperábamos, a ese siguiente, y cuando llegaba, nos ocupábamos de él. Le sonreíamos y cuidábamos de él. Cuidábamos de él, ¿me oyes? Y por eso mismo lo habíamos elegido, este trabajo de locos…
»Pero ¿aquí? ¿Hoy? ¿Qué se supone que tenemos que hacer?
Me robó un cigarro.
– Es la primera vez en mi vida que me hago la artista, Charles… La primera vez que la veo, a la Muerte, que le pongo una mayúscula. Sí, hombre, esa cosa que salía en vuestros deberes de Lengua, que les encantaba a los profesores, ¿cómo se llamaba?
– Una personificación.
– No, sonaba como más elegante…
– ¿Una alegoría?
– ¡Eso es! La alegorizo. La veo rondar por ahí con su calavera y su puta guadaña. La veo. La siento. Cuando me incorporo a mi turno en el hospital, noto su olor en los pasillos y a menudo incluso me doy la vuelta, sobresaltada, porque la oigo caminar detrás de mí y…
Le brillaban los ojos.
– ¿Crees que me estoy volviendo loca? ¿Tú también crees que me vuelvo majara?
– No.
– Y lo más horrible es que, además de todo esto, encima hay otra cosa más… La vergüenza. La enfermedad vergonzosa. Por follar o por chutarse. La soledad, pues. La muerte y la soledad. La familia que no viene de visita, las palabras complicadas para liar a esos padres estúpidos que siguen olisqueando las sábanas de sus hijos… Sí, señora, es una infección pulmonar, no, señora, no tiene cura. Ah, sí, tiene razón, señor, parece que afecta también a otros órganos… Muy perspicaz por su parte, ya veo… ¿Cuántas veces he querido gritar y agarrarlos por las solapas para sacudirlos hasta que sus prejuicios de mierda cayeran por fin aplastados al pie de…? ¿De qué? De lo que les quedaba de hijo… De… Ni siquiera tiene nombre lo que… De esas camas que ya ni siquiera tienen fuerzas para cerrar los ojos para no soportar todo eso…
Bajó la cabeza.
– De qué sirve tener críos si no tienen derecho a hablarte de sus amores cuando son mayores, ¿eh?
Apartó el plato.
– ¿Eh? ¿Y qué nos queda entonces? ¿Qué nos queda si no hablamos de amor o de placer? ¿De qué hablamos ya, de lo que ganamos al mes? ¿Del tiempo?
Se iba poniendo cada vez más nerviosa.
– ¡Los niños son la vida, joder! Y si están aquí es porque nosotros también hemos follado, ¿no? ¿Y qué coño nos importan las tendencias sexuales de los demás? Dos chicos, dos chicas, tres chicos, una puta, un vibrador, una muñeca, dos látigos, tres esposas, mil fantasías. ¿Dónde está el problema? ¿Dónde cono está? Eso es por la noche, ¿no? ¡Y de noche está oscuro! ¡La noche es sagrada! Y aunque sea de día, es… Está bien también…
Trataba de sonreír y se servía otra copa entre cada señal de interrogación.
– ¿Sabes?, por primera vez en toda mi carrera, no… no sirvo para nada…
Le toqué el codo. Tenía ganas de abrazarla, me…
– No digas eso. Yo si tuviera que morir en un hospital, me gustaría que fuera junto a…
Me interrumpió a tiempo. Antes de que lo estropeara todo una vez más.
– Calla. No hablamos de lo mismo. Tú ves a un joven alto y pálido con el brazo tendido hacia una puta alegoría, mientras que yo te hablo de pota, de herpes y de necrosis. Y cuando antes te decía que como un perro, me había quedado muy corta. A los perros, cuando sufren demasiado, se les pone una inyección…
Nuestros vecinos de mesa la miraban raro. Yo ya estaba acostumbrado. Ya hacía veinte años que pasaba eso. Anouk hablaba siempre demasiado fuerte. O se reía demasiado rápido. O cantaba demasiado alto. O bailaba demasiado pronto, o… Anouk iba siempre demasiado lejos, y la gente la miraba murmurando chorradas. Dejémoslo estar. En otro momento, los habría interpelado blandiendo su copa. «¡Por el amor!», y le habría guiñado el ojo a ese buen padre de familia o «¡por seguir follando!», o algo peor aún, dependía de las copas que hubiera blandido antes, pero esa noche no. Esa noche el hospital había ganado la partida. Los sanos ya no la interesaban. Ya no la salvaban.
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