Anna Gavalda - El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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Caramba…

Su móvil seguía sobre la mesilla de noche.

Se lo quedó mirando.

Apenas le había dado tiempo a pulsar el prefijo y las dos primeras cifras de su número cuando la tripa lo trai… Cerró el puño y se precipitó al cuarto de baño.

Al levantar la cabeza, se topó con su reflejo.

Pantalón por los tobillos, pantorrillas blancuzcas, rodillas huesudas y feas, los brazos como en una camisa de fuerza, el rostro contraído y una mirada miserable.

Un anciano…

Cerró los ojos.

Y se vació.

Encontró tibia el agua del baño. Sentía escalofríos. ¿A quién más podía llamar? A Sylvie… La única amiga de verdad que le había conocido nunca… Pero… ¿cómo dar con ella? ¿Cómo se apellidaba? ¿Brémand? ¿Brémont? ¿Habrían seguido en contacto? ¿Al menos al final? ¿Y sabría ella informarle?

Y… ¿acaso tenía ganas de saber nada?

Estaba muerta.

Muerta.

Ya nunca oiría el sonido de su voz.

El sonido de su voz.

Ni su risa.

Ni sus enfados.

Ya nunca vería contraerse sus labios, nunca los vería temblar o estirarse hasta el infinito. Ya nunca miraría sus manos. La cara interna de su muñeca, el mapa de sus venas, el surco de sus ojeras. Ya nunca sabría lo que ocultaba, tan bien, tan mal, tan lejos, detrás de sus sonrisas cansadas o sus muecas tontas. Ya no la miraría de reojo sin que ella lo supiera. Ya no le cogería el brazo de improviso. Ya no…

¿De qué le serviría sustituir todo eso por una causa de fallecimiento? ¿Qué ganaría con ello? ¿Una fecha? ¿Detalles? ¿El nombre de una enfermedad? ¿Una ventana recalcitrante? ¿Un último traspié?

Francamente…

¿Valía la pena ese lado sórdido?

Charles Balanda se puso ropa limpia y se ató los cordones rechinando los dientes.

Lo sabía. Sabía que temía conocer la verdad.

Y el fanfarrón que había en él le ponía la mano en el hombro tratando de engatusarlo: Anda… Déjalo… Quédate con tus recuerdos… Consérvala tal y como la conociste… No la estropees más… Es el mejor homenaje que puedes hacerle, lo sabes muy bien… Conservarla así de esa manera… Absolutamente viva.

Pero, por el contrario, el cobarde que había en él le pesaba como una losa y le susurraba al oído: Y además te lo imaginas, ¿verdad?, que se ha marchado tal y como vivió, ¿eh?

Sola. Sola y en desorden.

Completamente abandonada en este mundo demasiado pequeño para ella. ¿Qué la habrá matado? Pero si no es difícil de adivinar… Sus ceniceros. O esas copas que nunca la apaciguaban. O esa cama que ya no abría. O… ¿Y tú? ¿A santo de qué cono vienes tú ahora con el incensario? ¿Dónde estabas antes? Si hubieras estado allí, ahora no te estarías yendo por la pata abajo…

Vamos, un poco de dignidad, jovencito. ¿Sabes lo que haría ella de tu compasión?

– Callaos de una puñetera vez -rechinó-, callaos de una puñetera vez los dos.

Y porque era tan orgulloso, fue el cobarde quien volvió a marcar el número de su peor enemigo.

¿Qué iba a decirle? ¿«Balanda al aparato» o «Soy Charles…» o «Soy yo»?

Al tercer timbrazo, sintió que se le pegaba la camisa a la espalda. Al cuarto, cerró la boca para fabricarse un poco de saliva. Al quinto…

Al quinto, oyó el chasquido metálico de un contestador y una voz femenina que decía: «Hola, éste es el teléfono de Corinne y Alexis Le Men, si quiere dejar un mensaje, le llamaremos en cuanto…»

Carraspeó, dejó pasar unos segundos de silencio, una máquina grabó su respiración a miles de kilómetros, y luego colgó.

Alexis…

Se puso la gabardina.

Casado…

Cerró dando un portazo.

Con una mujer…

Llamó al ascensor.

Una mujer que se llamaba Corinne…

Se metió dentro.

Y que vive con él en una casa…

Bajó seis pisos.

Una casa en la que había un contestador…

Cruzó el vestíbulo.

Y…

Ya se dirigía hacia las corrientes de aire.

Y… entonces ¿también zapatillas de fieltro?

– Please, sir!

Se dio la vuelta. El recepcionista sacudía algo encima del mostrador. Charles volvió dándose una palmada en la frente, recuperó su manojo de llaves de manos del recepcionista y a cambio le entregó la llave de su habitación.

Lo esperaba otro chófer distinto. Mucho menos exótico y con un coche francés. La invitación prometía, pero Charles no se hacía ilusiones: el soldadito obediente volvía al frente… Y cuando cruzaron la verja de la embajada se decidió por fin a soltar el móvil que llevaba aún en la mano.

Comió poco, esta vez no admiró el sublime mal gusto de la casa Igumnov, sede de la embajada francesa, respondió a las preguntas que le hicieron y contó las anécdotas que querían oír. Interpretó su papel a la perfección, se mantuvo erguido, agarrándose a los mangos de sus cubiertos, subió a la red, devolvió bromas e indirectas, se encogió de hombros cuando era necesario, asintió con la cabeza e incluso se rió en los momentos oportunos, pero se fue deshaciendo, desmoronando y agrietando a un ritmo constante.

Observaba palidecer y contraerse las falanges de sus dedos aferrados al vaso.

Romperlo, sangrar quizá y abandonar la mesa…

Anouk había vuelto. Anouk recuperaba su espacio. Todo el espacio. Como antes. Como siempre.

Dondequiera que esté, dondequiera que estuviera, lo miraba. Se burlaba de él con cariño, comentaba los modales de sus vecinos de mesa, la altanería de esa gente, las joyas de esas señoras, la pertinencia de todo aquello y le preguntaba qué hacía allí, con ellos.

– ¿Qué haces ahí, Charles mío?

– Estoy trabajando.

– ¿En serio?

– Sí.

– Anouk… Por favor…

– ¿Te acuerdas de mi nombre entonces?

– Me acuerdo de todo. Y su rostro se ensombreció.

– No, no digas eso… Hay cosas… momentos que… me… me gustaría que los hubieses olvidado…

– No. No lo creo. Pero…

– Pero ¿qué?

– Quizá no nos referimos a los mismos momentos…

– Eso espero -sonrió ella.

– Anouk, tú… -Yo ¿qué?

– Sigues igual de guapa…

– Calla, tonto. Y levántate. Mira… vuelven todos al salón…

– ¿Anouk?

– ¿Qué, cariño?

– ¿Dónde estabas?

– ¿Que dónde estaba? Pero si eso me lo tendrías que decir tú a mí… Anda, ve con ellos. Todo el mundo te espera.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó su anfitriona, mostrándole su asiento.

– Sí, gracias.

– ¿Está usted seguro?

– Cansado…

Pues anda que…

Siempre el mismo pretexto, el cansancio. ¿Cuántos años hacía que recurría al cansancio para explicar las cosas, bien escondido en la vaguedad de sus repliegues? Esa pantalla tan respetable y tan, pero tan práctica…

Es cierto, queda muy bien el cansancio como complemento de una buena carrera profesional. Halagador, incluso. Una bonita medalla prendida sobre un corazón ocioso.

Se acostó pensando en ella, asombrado, una vez más, por la pertinencia de los lugares más comunes. Esas frases anonadadas que se pronuncian cuando se ajustan los tornillos de la tapa: «No he tenido tiempo de decirle adiós…» o «De haberlo sabido, me habría despedido mejor…» o «Todavía tenía tantas cosas que decirle…».

Yo ni siquiera te dije adiós.

Esta vez no esperó ningún eco. Era de noche y, de noche, Anouk no estaba. O bien estaba trabajando, o bien se estaba contando su historia o sus grandes planes de batalla dejando a Johnny Walker y a Peter Stuyvesant la tarea de pasar las páginas y de desplazar la caballería ligera hasta que terminara por olvidarse de sí misma, por capitular y dormirse por fin.

Mi Anouk…

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