Anna Gavalda - El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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Era locuaz, contaba un montón de historias maravillosas de las que su pasajero no comprendía nada, fumando cigarrillos apestosos que sacaba de preciosas cajetillas.

Y cuando sonaba el móvil de Charles, cuando su cuente arqueaba una vez más la espalda, se apresuraba a poner la música a todo volumen. Por discreción. Nada de balalaica o de Chostakovich, no, rock local, el suyo. Y los ecualizadores al rojo vivo.

Un horror.

Una noche se quitó la camisa para enseñarle lo que había sido su vida. Ahí palpitaban todas las etapas: bien tatuadas. Apartó los brazos y giró sobre sí mismo como una bailarina, delante de una gasolinera, ante los ojos como platos de Charles.

Era… pasmoso…

Se reencontró con sus compañeros franceses, alemanes y rusos. Encajó varias reuniones, unos cuantos suspiros, una tanda de marrones, otra de preparaciones coñazo y un almuerzo demasiado largo, antes de volver a ponerse el casco y las botas. Le hablaron mucho, lo confundieron, le dieron palmaditas en la espalda y terminó por reírse de todo con los currantes de Hamburgo. (Los que habían venido para instalar el aire acondicionado.) (Pero ¿dónde?)

Sí, al final terminó por reírse de todo. Con una mano en la cintura, la otra a modo de visera sobre los ojos, y los pies en el fango.

Luego se dirigió hacia las casetas prefabricadas de los jefes, donde lo esperaban dos tipos salidos directamente de una película de los Hermanos Marx. Más reales que la vida misma, con sus gruesos habanos y sus aires de cow-boys de tres al cuarto. Nerviosos, pálidos y ansiosos. Tan entregados a la causa…

Militsia, le anunciaron.

Por supuesto.

Todos los demás a los que habían citado como testigos, obreros la mayoría, no hablaban más que ruso. A Balanda le extrañó que no estuviera allí su intérprete habitual. Llamó a la oficina de Pavlovich. Allí le aseguraron que estaba de camino un joven que hablaba muy bien francés. Bien. Y ahí llegaba, precisamente, llamó a la puerta, colorado y jadeante.

Empezó la charla. El interrogatorio, más bien.

Pero cuando le tocó declarar a él, pronto se dio cuenta de que Starsky y Hutchov movían las cejas de extraña manera.

Se volvió hacia su traductor.

– ¿Comprenden lo que les está usted diciendo?

– No -contestó éste-, dicen que beber el Tadjik no.

¿Mande?

– No, pero es lo que le he dicho antes… En los contratos del señor Korolev…

Asintió, volvió a empezar, y las pupilas de la militsia se agrandaron otra vez.

¿Y bien?

– Ellos dicen que usted garantiza.

¿?¡?

– Perdone que se lo pregunte, pero ¿hace cuánto tiempo que habla usted mi idioma?

– En Grenoble -contestó, con una sonrisa angelical.

Joder, estamos apañados…

Charles se frotó los párpados.

Sigary è t? -le preguntó al menor de los dos sheriffs, dándose golpecitos en los labios con los dedos índice y corazón.

Spasiba.

Exhaló una larga bocanada, una deliciosa bocanada de monóxido de carbono y de puro desánimo, contemplando el techo de donde colgaba un neón roto entre dos dardos.

Y entonces, pensó en Napoleón… Ese técnico genial que, lo había leído unos capítulos atrás, no había ganado la batalla de Borodino porque tenía un simple resfriado.

Y vaya usted a saber por qué, de repente se sintió muy solidario con Napoleón. No, chaval, nadie te guarda rencor… Esa historia tuya estaba perdida de antemano… Estos tíos son mucho más listos que nosotros.

Mucho, mucho más listos…

Por fin llegó Pavlovich, en su Fiat Lux, acompañado de un «oficial». Un amigo del cuñado de la hermana de la suegra del brazo derecho de Lujkov, o algo así.

– ¿Lujkov? -preguntó Charles asombrado-. You mean… the… the mayor?

El otro no se molestó en contestarle, enfrascado como estaba en las presentaciones.

Charles salió de la sala. En esos casos, siempre salía de la sala y todo el mundo se lo agradecía.

Enseguida se reunió con él su Assimil andante, y Charles sintió la necesidad de entregarse él también a la causa.

– Bueno, y entonces, ¿estuvo usted en Grenoble?

– ¡No, no! -le corrigió éste-. ¡Yo me vivo aquí de por el día!

En fin.

Había anochecido. Los motores callaron. Algunos obreros lo saludaron, mientras otros les daban empujones en la espalda para que avanzaran más deprisa. Viktor lo llevó hasta su hotel.

De nuevo le tocó lección de ruso. Siempre la misma.

Rublos se dice rubli, euros, yevram, dólar, pues… pues dollar, imbécil en el sentido de «Venga, hombre, avanza, tío…» es kaziol, imbécil en el sentido de «¡Déjame pasar, gilipollas!» es mudak y «¡Mueve el culo!» es Cheveli zadam.

(Entre otras cosas…)

Charles revisaba sus papeles distraídamente, hipnotizado como estaba por los kilómetros y kilómetros y más kilómetros de bloques de apartamentos miserables. Era lo que más le había llamado la atención durante su primer viaje al Este cuando era estudiante. Como si lo peor de nuestros suburbios, lo más deprimente de nuestros edificios de viviendas de protección oficial no dejara nunca de propagarse.

Y sin embargo, la arquitectura rusa… Sí, la Arquitectura Rusa era algo serio…

Recordaba una monografía de Leonidov que le había regalado Jacques Madelain…

Todo el mundo conocía bien la Historia… Lo bello había sido destruido porque era bello, y por lo tanto burgués, y luego se había amontonado a todo un pueblo en el interior de… de eso, y en lo poco bello que quedaba se había instalado la nomenklatura.

Sí, todo el mundo conoce la Historia… No hace falta que nos suelten ninguna charla sobre la miseria en el asiento de atrás de un Mercedes con tapicería de cuero y la calefacción ajustada a veinte grados más que en las escaleras de esos bloques de apartamentos.

¿Eh, Balanda?

Sí, ¿pero…?

Hala, hala… Cheveli zadam.

* * *

Mientras dejaba correr el agua del baño, llamó al estudio y le resumió el día a Philippe, el más concernido de sus socios. Le habían reenviado unos correos electrónicos que debía leer enseguida para dar sus instrucciones. También tenía que llamar al despacho de estudios e investigación de materiales.

– ¿Por qué?

– Pues… por esa historia de revestimiento… ¿De qué te ríes? -preguntaban preocupados en París.

– Perdón. Es una risa nerviosa.

Hablaron después de otros proyectos, otros presupuestos, otros márgenes, otros marrones, otros decretos, otros rumores de su mundillo y, antes de colgar, Philippe le anunció que quienes habían ganado el concurso de Singapur habían sido Maresquin y su camarilla.

¿Ah, sí?

Charles ya no sabía si tenía que entristecerse o alegrarse.

Singapur… 10.000 kilómetros y siete horas de desfase horario…

Y de pronto, en ese preciso instante, se dio cuenta de que estaba extremadamente cansado, que no había dormido lo que necesitaba desde hacía… meses, años, y que el agua de la bañera estaba a punto de desbordarse.

Al volver del baño, buscó enchufes para recargar sus distintas baterías, tiró la chaqueta sobre la cama de cualquier manera, se desabrochó los primeros botones de la camisa, se acuclilló, permaneció un momento perplejo en la claridad fría del minibar y volvió a sentarse junto a su chaqueta.

Sacó su agenda.

Fingió interesarse por sus citas del día siguiente. Fingió hojearla antes de guardarla.

Así. Como toquetea uno un objeto muy suyo cuando está lejos de su gente.

Y entonces, anda…

Cayó por casualidad sobre el número de Alexis Le Men.

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