Anna Gavalda - El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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Tengo una botella de Port Ellen en mi maletín - le contestó él.

¿En serio?

– Yes.

Kate se volvió a poner las gafas sonriendo.

Nunca se había bañado, y mucho menos se había puesto en bañador.

Los había engañado bien…

Llevaba largas camisas de algodón, con aberturas en los faldones hasta las caderas y a las que siempre les faltaban varios botones… No la dibujaba a ella, pero sí lo que había detrás de ella para poder mirarla tranquilamente. Muchos dibujos de esas páginas se apoyan, pues, sobre su piel. Mirad bien el primer plano, siempre se ve un trozo de rodilla, un pedazo de hombro o su mano apoyada en la barandilla…

¿Y ese chico guapo de ahí?

No, no es Ken. Es su boy-friend de mil novecientos años.

Las dos páginas siguientes están arrancadas.

Eran los mismos dibujos del embarcadero y la tirolina, pero pasados a limpio y rigurosamente acotados.

Para Yacine, que los había mandado a la redacción de la revista Ciencias y Vida júnior para la sección «Concurso de innovaciones».

Mira… - le dijo una noche, trepando hasta su regazo.

Oh, no - gimió Samuel -, otra vez con eso, qué pesado… Hace dos años que nos da la vara con esa historia…

Y como Charles, como de costumbre, no entendía nada, intervino Kate.

Todos los meses se precipita sobre esa página para saber qué pequeño genio a la fuerza menos listo que él se ha llevado los mil euros…

Mil euros… - repitió el eco - y siempre es una birria lo que inventan… Mira, Charles, hay que enviar - le cogió la revista de las manos - «el prototipo de un invento original, útil, ingenioso o incluso divertido. Remitir un dossier con los esquemas y una descripción precisa…». Es exactamente lo que tú has hecho, ¿no crees? ¿Entonces? ¿Qué me dices? ¿Quieres mandarlo?

Habían mandado, pues, las páginas, y ya desde el día siguiente y hasta el final de las vacaciones, Yacine y Hideous se precipitarían corriendo cada vez que vieran llegar al cartero.

El resto del tiempo, se preguntaban lo que harían con tanto dinero…

¡Pues págale una operación de cirugía estética a tu chucho! - se burlaban los celosos.

Unas pocas líneas-Tesoro, corazón, mi niña mayor, mi pirateadora preferida…

¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Surfear o ligarte a los surfistas?

Pienso a menudo en…

El borrador termina ahí. Sonó la campana, y, todavía groggy de haber estado pensando en ella, se reunió con los demás dando un rodeo por la colina. El único lugar en el que se podía pillar un poco de satélite a condición de ponerse a la pata coja, con el brazo levantado y contorsionarse hacia el oeste.

Oyó su voz, su risa, ecos de olas y de piña colada.

Mathilde le preguntó cuándo se venía él también, pero no escuchó los balbuceos de su padrastro hasta el final. Tenía que irse, la estaban esperando.

Le mandó un beso y añadió:

¿Quieres que te pase con mamá?

Dejó de contorsionarse hacia el oeste.

«Sólo llamadas de emergencia», parpadeaba la pantalla. ¿Qué fingía no comprender esa hija de padres divorciados? ¿Que se había alquilado un pisito de soltero para el verano?

Esa noche bebió poco y se retiró a su mansarda mucho antes del toque de queda.

Le escribió una larga carta.

Mathilde,

Esas canciones que no paras de escuchar todos los días…

Buscó otro sobre.

No tenía esperanza alguna de ganar. No había inventado nada original y, por primera vez en su vida, fue del todo incapaz de proporcionar un esquema preciso.

Cuartilla, testuz, barbada, garganta, remos, menudillo, fosas supraorbitarias, no conocía ninguno de estos términos, y, sin embargo, esos dibujos probablemente sean los más bellos de su cuaderno.

Kate se llevó a los turistas de excursión, y él trabajó toda la mañana.

Almorzó como le habían enseñado, unos cuantos tomates robados de la huerta y un pedazo de queso, y luego se fue a pasear por los lindes con ese libro que Kate le había prestado, un «fantástico tratado de arquitectura…».

La vida de las abejas de Maurice Maeterlinck.

Buscaba una bonita perspectiva para ahuyentar su tristeza.

En efecto, se quedaba pensando hasta cada vez más tarde por la noche, volvía a empezar diez veces sus cálculos y se daba de bruces con sus desniveles del 4 %.

Era un hombre en familia sin familia. Tenía cuarenta y siete años y ya no sabía muy bien dónde situarse en la curva…

¿De modo que había recorrido ya la mitad del camino?

No.

¿De verdad?

Dios mío…

¿Y ahora? ¿No estaba perdiendo el poco tiempo que le quedaba?

¿Debía marcharse?

¿Adónde?

¿A un apartamento vacío, frente a una chimenea condenada?

¿Cómo era posible? Después de haber trabajado tanto, ¿cómo era posible encontrarse tan desprovisto de todo a su edad?

A ver si iba a resultar ahora que la imbécil de Corinne tenía razón…

Como una rata, la había seguido hasta el río. ¿Y ahora qué? ¡Socorro, se ahogaba!

Quizá hasta era posible que por las noches se estuviera tirando al señor Barbie mientras él construía sus parcelas de mierda. Y encima le picaba la entrepierna… (Los ácoros de la cosecha.)

Se apoyó contra el tronco de un árbol, a la sombra.

Primera frase:

«No tengo intención de escribir un tratado de apicultura o de cría de abejas.»

Contra todo pronóstico, devoró aquel libro. Era la novela del verano. Tenía todos los ingredientes: la vida, la muerte, la necesidad de vivir, la necesidad de morir, la lealtad, matanzas, la locura, los sacrificios, la fundación de una ciudad, las jóvenes reinas, el vuelo nupcial, la matanza de los machos y el talento genial como constructoras de las hembras. Esa extraordinaria celda hexagonal que «alcanza desde todos los puntos de vista la perfección absoluta, y [de la] que ni todos los genios reunidos podrían mejorar el más mínimo aspecto».

Asintió con la cabeza. Buscó con la mirada las tres colmenas de Rene y releyó uno de los últimos párrafos:

«Y de la misma manera que las abejas llevan escrito en la lengua, la boca y el estómago que tienen que producir miel, también llevamos nosotros escrito en los ojos, los oídos, la médula de nuestros huesos, en todos los lóbulos de nuestro cerebro, en todos los sistemas nerviosos de nuestro cuerpo que hemos sido creados para transformar lo que absorbemos de los frutos de la tierra en una energía particular y de una cualidad única en este planeta. Ningún otro ser, que yo sepa, ha sido diseñado para producir como nosotros ese extraño fluido que llamamos pensamiento, inteligencia, entendimiento, razón, alma, espíritu, potencia cerebral, virtud, bondad, justicia, saber; pues posee mil nombres, aunque sólo tenga una esencia. Todo en nosotros le ha sido sacrificado. Nuestros músculos, nuestra salud, la agilidad de nuestros miembros, el equilibrio de nuestras funciones animales, el sosiego de nuestra vida soportan el esfuerzo cada vez más grande de su preponderancia. Es el estado más valioso y el más difícil al que se pueda elevar la materia. La llama, el calor, la luz, la propia vida y el instinto más sutil que la vida, así como la mayor parte de las fuerzas inasibles que coronaban el mundo antes de nuestra venida palidecieron en contacto con este nuevo efluvio.

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