En cuanto a Nell, se adaptó fácilmente a la vida con Hughie y Lil como pez en el agua. A los niños del vecindario no les llevó mucho tiempo descubrir que había alguien nuevo entre ellos y Nell se entusiasmó ante la perspectiva de otros compañeros de juegos. Ahora, la pequeña Beth Reeves aparecía por la cerca en cualquier momento del día. A Lil le encantaba el sonido de las dos niñas corriendo juntas. Había esperado tanto tiempo, había ansiado tanto el momento en que las vocecillas chillaran y rieran en su propio jardín…
Y Nell era una niña de lo más imaginativa. Lil con frecuencia la escuchaba describir extensos y complicados juegos de fantasía. El plano jardín se convertía en un bosque mágico en la imaginación de Nell, con setos espinosos y laberintos, incluso con una cabaña al borde de un risco. Lil reconocía los lugares que Nell describía de los cuentos de hadas que habían encontrado en la maleta blanca. Lil y Hughie se habían turnado para leerle las historias a Nell por la noche. Al principio les parecieron demasiado macabras, pero Hughie la convenció de lo contrario. A Nell, por su parte, no parecían molestarla en lo más mínimo.
Desde donde estaba de pie, mirando por la ventana de la cocina, Lil supo a qué estaban jugando hoy. Beth la escuchaba, con ojos desorbitados, mientras Nell la conducía a través de un laberinto imaginario, dando saltitos con su vestido blanco, los rayos del sol transformando sus largas trenzas rojas en oro.
Nell extrañaría a Beth cuando se mudaran a Brisbane, pero seguramente haría nuevos amigos. Los niños eran así. Y la mudanza era importante. Lil y Hughie no podían seguir diciendo a la gente que Nell era una sobrina del norte. Más tarde o más temprano, los vecinos empezarían a preguntarse por qué no regresaba a su casa. Cuánto tiempo más se quedaría.
No, estaba decidido. Los tres necesitaban comenzar de nuevo en un lugar en donde no fueran conocidos. Una gran ciudad en donde la gente no hiciera preguntas.
Brisbane, Australia, 2005
Era una mañana de principios de primavera, Nell llevaba muerta apenas una semana. Un viento vivaz agitaba los arbustos, haciendo rodar las hojas de modo que su pálido dorso brillaba bajo el sol. Como niños empujados de repente a escena, debatiéndose entre los nervios y su propia importancia.
La jarra de té de Cassandra hacía rato que se había enfriado. La había dejado sobre el borde de cemento tras su último sorbo y había olvidado que estaba allí. Una brigada de laboriosas hormigas cuyo sendero había sido aplastado se veía ahora obligada a realizar una acción evasiva, trepando hasta el borde de la jarra y descendiendo al otro lado por el asa.
Cassandra no se dio cuenta. Sentada en una silla de mimbre en el jardín, junto al viejo lavadero, estaba concentrada en la pared del fondo de la casa. Necesitaba una mano de pintura. Era difícil creer que ya hubieran pasado cinco años. Los expertos recomendaban que una casa de madera debía ser pintada cada siete, pero Nell no estaba de acuerdo con esas convenciones. Durante todo el tiempo que había vivido con su abuela, la casa nunca había recibido una mano completa de pintura. Nell solía decir que su negocio no consistía en gastarse el dinero para que los vecinos tuvieran una vista agradable.
El muro trasero, empero, era otra cuestión; como decía Nell, era el único que se entretenían en mirar. Así que mientras los laterales y el frente se descascarillaban bajo el feroz sol de Queensland, el trasero era un primor. Cada cinco años sacaban las muestras de pintura y empleaban una gran cantidad de tiempo y energía en debatir los méritos de un color nuevo. En los años que Cassandra había estado allí, había sido turquesa, lila, bermellón, verde oscuro. Una vez, incluso, había mostrado una suerte de mural, aunque careciera de permiso oficial…
Cassandra tenía diecinueve años y la vida era dulce. Estaba en la mitad de su segundo año en la Escuela de Arte, su dormitorio se había convertido en un estudio por el que tenía que trepar cruzando su tablero de dibujo para llegar cada noche a su cama, y soñaba con mudarse a Melbourne para estudiar Historia del Arte.
Nell no estaba tan entusiasmada con el plan.
– Puedes estudiar historia del arte en la Universidad de Queensland -decía cada vez que salía el tema-. No hay necesidad de irse al sur.
– No puedo vivir aquí para siempre, Nell.
– ¿Quién ha dicho para siempre? Sólo espera un poco a encontrar tu propio camino.
Cassandra señaló el sendero.
– Ya lo he hecho.
Nell no sonrió.
– Melbourne es una ciudad cara para vivir y no puedo costear tu alquiler allí.
– No lavo vasos en la taberna para divertirme, ¿sabes?
– ¡Ja! Con lo que pagan, puedes tardar en solicitar tu admisión a Melbourne una década más.
– Tienes razón.
Nell inclinó el mentón y alzó una dubitativa ceja, preguntándose adonde conduciría semejante capitulación.
– Nunca ahorraré suficiente dinero por mí misma. -Cassandra se mordió el labio inferior, conteniendo una sonrisa esperanzada-. Si hubiera alguien dispuesto a darme un préstamo, una persona que me quisiera y deseara ayudarme a perseguir mis sueños…
Nell cogió la caja con el juego de loza que iba a llevar al centro de antigüedades.
– No voy a dejar que me arrincones, mi pequeña.
Cassandra percibió una esperanzadora fisura en la hasta entonces sólida negativa.
– ¿Hablaremos entonces más adelante?
Nell alzó la vista al cielo.
– Me temo que así será. Una vez y otra vez. -Dejó escapar un suspiro, indicando que el tema estaba, al menos por el momento, zanjado-. ¿Tienes todo lo que necesitas para la pared del fondo?
– Todo.
– ¿No te olvidarás de usar el nuevo pincel sobre las maderas? No quiero mirar a las cerdas sueltas durante los próximos cinco años.
– Sí, Nell. Y sólo para que me quede claro, meto el pincel en la lata de pintura antes de pasarlo por la madera, ¿no?
– Muchacha irreverente.
Cuando Nell volvió esa tarde del centro de antigüedades, dio la vuelta a la casa, y se detuvo, examinando la pared bajo su nueva capa de pintura brillante.
Cassandra retrocedió y apretó los labios para evitar reírse. Esperó. El bermellón era impactante, pero era el detalle en negro que había agregado en el rincón más distante lo que su abuela estaba mirando. El parecido era asombroso: Nell sentada en su silla favorita, sosteniendo una taza humeante de té.
– Parece que al final he logrado arrinconarte en una esquina, Nell. No quise hacerlo, es que me dejé llevar.
La expresión de Nell era inescrutable.
– Ahora me pintaré yo, sentada a tu lado. De ese modo, incluso cuando esté en Melbourne, recordarás que seguimos siendo dos.
Los labios de Nell temblaron levemente. Sacudió la cabeza y dejó la caja que había traído de su stand. Soltó un suspiro.
– Eres una muchacha atrevida, no hay duda de eso -declaró. Y luego sonrió a pesar de sí misma y tomó el rostro de Cassandra entre sus manos-. Pero eres mi muchacha atrevida y no te querría de ninguna otra manera…
Un ruido, y el pasado huyó, desvaneciéndose en las sombras, como humo ante un presente más brillante y ruidoso. Cassandra parpadeó y se secó los ojos. En el cielo, el ruido de un avión, una mancha blanca en un mar azul brillante. Imposible imaginar que hubiera gente dentro, hablando, riendo y comiendo. Algunos de ellos mirando hacia abajo justo cuando ella alzaba la vista.
Otro ruido, esta vez más cerca. El ruido de pasos al arrastrarse.
– Hola, joven Cassandra. -Una figura familiar apareció por el lateral de la casa, haciendo un alto para recuperar el aliento. Ben había sido alto alguna vez, pero el tiempo tiene su peculiar manera de moldear a la gente de forma que ellos mismos ya no se reconocen, y el suyo era ahora el cuerpo de un enano de jardín. Su cabello era blanco, su barba ensortijada, y sus orejas, inexplicablemente rojas.
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