Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
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Una misteriosa herencia que llega en el siglo XXI…
A la muerte de Nell, su nieta Casandra recibe una inesperada herencia: una cabaña y su olvidado jardín en las tierras de Cornualles que es conocido por la gente por los secretos que estos esconden. Aquí es donde Casandra descubrirá finalmente la verdad sobre la familia y resolverá el misterio, que se remonta un siglo, de una niña desaparecida.

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Un dibujo, un boceto en blanco y negro. La mujer más hermosa que Cassandra hubiera visto nunca, de pie bajo un arco en un jardín. No, no era un arco, era una arcada cubierta de hojas, la entrada a un túnel de árboles. Un laberinto, pensó ella de repente. Esa extraña palabra le llegó a la mente completamente formada.

Hileras de pequeñas líneas negras se combinaban mágicamente para dar forma a la imagen, y Cassandra se preguntó qué se sentiría al crear algo así. La imagen era extrañamente familiar, y al principio no pudo pensar cómo era posible eso. Después se dio cuenta: la mujer se parecía a un personaje de un libro de cuentos infantiles. Como una ilustración de un viejo relato de hadas, la doncella que se convierte en princesa cuando el apuesto príncipe la descubre bajo sus raídas ropas.

Dejó el boceto en el suelo, a su lado, y concentró su atención en el resto del manojo. Había algunos sobres con cartas en su interior, y un cuaderno con renglones que alguien había cubierto con floridas letras. Por lo que Cassandra sabía, podía haber estado escrito en otro idioma, pues no logró descifrarlo. Folletos y páginas de revistas habían sido apiladas con una vieja fotografía de un hombre y una mujer y una niña pequeña con largas trenzas. Cassandra no reconoció a nadie.

Debajo del cuaderno encontró un libro de relatos infantiles. La tapa era de cartón verde, la escritura dorada: Relatos mágicos para niñas y niños, de Eliza Makepeace. Cassandra repitió el nombre de la autora, disfrutando del misterioso susurro contra sus labios. Lo abrió, y más allá de la portada encontró la imagen de un hada sentada en el nido de un pájaro: largos cabellos flotantes, una corona de estrellas en torno a su cabeza, y grandes alas traslúcidas. Al observar con más detenimiento, se dio cuenta de que el rostro del hada era el mismo de la mujer del dibujo. Unas líneas en cursiva, como tela de araña, se enredaban en la base del nido, proclamándola como «Vuestra narradora, la señorita Makepeace». Con un delicioso escalofrío, se volvió al primer cuento de hadas, enviando sorprendidos pececillos de plata a escabullirse en todas las direcciones. El tiempo había amarilleado las páginas, deformando y estropeando sus esquinas. El papel estaba polvoriento al tacto y, cuando frotó una esquina gastada, le pareció que se desintegraba ligeramente, convirtiéndose en polvo.

No pudo contenerse. Se acurrucó en medio del catre. Era el lugar perfecto para leer: fresco, tranquilo y secreto. Cassandra siempre se escondía para leer, aunque no sabía bien por qué. Era como si no pudiera desembarazarse de la sospecha de que estaba siendo perezosa, que el entregarse tan completamente a algo tan placentero debía de estar, seguramente, mal.

Pero a pesar de ello se entregó. Se dejó caer por la madriguera del conejo en dirección a un cuento de magia y misterio, sobre una princesa que vivía con una vieja ciega en una cabaña en los límites de un oscuro bosque. Una valiente princesa, más valiente de lo que Cassandra nunca sería.

Estaba a un par de páginas de terminar cuando los pasos en el piso de arriba le llamaron la atención.

Estaban acercándose.

Se incorporó rápidamente, retirando los pies de la cama y apoyándolos en el suelo. Quería, con desesperación, terminar de leer, averiguar qué le pasaría a la princesa. Pero no había tiempo. Guardó los papeles, metió otra vez todo en el maletín y lo deslizó debajo de la cama, borrando toda evidencia de su desobediencia.

Salió del apartamento, tomó una piedra y se volvió otra vez hacia la rayuela.

Para cuando su madre y Nell aparecieron junto a la puerta corredera, Cassandra ofrecía una imagen bastante convincente de alguien que había estado jugando a la rayuela toda la tarde.

– Ven aquí, pequeña -dijo Lesley.

Cassandra se sacudió los shorts y fue hasta su madre, sorprendida de que Lesley pasara un brazo sobre sus hombros.

– ¿Te estás divirtiendo?

– Sí-contestó Cassandra cauta. ¿La habría descubierto?

Pero su madre no estaba enfadada. Todo lo contrario. Casi parecía triunfante. Miró a Nell.

– ¿Te lo dije o no? Ésta sabe ocuparse de sí misma.

Nell no respondió y su madre continuó:

– Vas a quedarte aquí con la abuela Nell por un tiempo, Cassie. Una aventura.

Esto era una sorpresa; su madre debía de tener otros asuntos en Brisbane.

– ¿Me quedaré a almorzar?

– Todos los días, supongo, hasta que vuelva a buscarte.

Cassandra fue súbitamente consciente de las agudas aristas de la piedra que sostenía. Del modo en que los bordes presionaban contra la yema de sus dedos. Miró a su madre y a su abuela. ¿Era un juego? ¿Estaba su madre bromeando? Esperó a ver si Lesley estallaba en risas.

No lo hizo. Simplemente miró a Cassandra, con sus enormes ojos azules.

Cassandra no pudo pensar en nada que decir.

– No he traído pijama -articuló finalmente.

Su madre, entonces, sonrió, rápida y ampliamente, aliviada, y Cassandra entrevio que de alguna manera la posibilidad de oponerse había pasado.

– No te preocupes por eso, tontorrona. Te he preparado una bolsa que está en el coche. No pensarías que iba a dejarte sin una bolsa, ¿verdad?

Durante toda la conversación, Nell permaneció en silencio, rígida, mirando a Lesley de una manera que Cassandra reconoció como desaprobadora. Supuso que su abuela no quería que se quedara. Las niñas tenían el hábito de entorpecerlo todo, es lo que Len estaba diciendo siempre.

Lesley fue hasta el automóvil, se inclinó por la ventanilla trasera, abierta, y tomó la bolsa. Cassandra se preguntó cuándo la habría preparado, y por qué no habría dejado que lo hiciera ella.

– Aquí está, pequeña -dijo Lesley, lanzándole la bolsa-. Ahí dentro hay una sorpresa para ti, un vestido nuevo. Len me ayudó a elegirlo.

Se enderezó y le dijo a Nell:

– Sólo una o dos semanas, te lo prometo. Sólo mientras Len y yo arreglamos nuestras cosas. -Lesley acarició los cabellos de Cassandra-. Tu abuela Nell está ansiosa por tenerte de visita. Serán unas auténticas vacaciones de verano, algo que contar a los otros niños cuando regreses a la escuela.

En ese momento, su abuela sonrió, sólo que no fue una sonrisa feliz. Cassandra pensó que sabía lo que significaba sonreír de esa manera. Lo hacía con frecuencia cada vez que su madre le prometía algo que ella deseaba con todas sus fuerzas, aun sabiendo que tal vez no lo cumpliría.

Lesley dejó caer un beso en su mejilla, le cogió la mano, se la apretó y, cuando quiso darse cuenta, se había marchado. Antes de que Cassandra pudiera abrazarla, decirle que condujera con cuidado, preguntarle cuándo, exactamente, estaría de vuelta.

* * *

Más tarde, Nell preparó la cena -gruesas salchichas de cerdo, puré de patatas y guisantes de lata- y comieron en la angosta sala junto a la cocina. La casa de Nell no tenía mosquiteros en las ventanas como el apartamento de Len en Burleigh Beach; en cambio, tenía un matamoscas de plástico en la repisa de la ventana a su lado. Cuando las moscas o los mosquitos amenazaban, ella golpeaba con rapidez. Lo hacía con tanta rapidez y naturalidad que la gata, dormida en el regazo de Nell, apenas si parpadeaba.

El achaparrado ventilador colocado sobre la nevera agitaba el aire espeso y húmedo de un lado a otro mientras cenaban; Cassandra respondió a las ocasionales preguntas de su abuela tan educadamente como pudo, y finalmente el examen de la cena concluyó. Ayudó a secar los platos y después Nell la llevó al baño y comenzó a llenar la bañera con agua tibia.

– Lo único peor que un baño frío en invierno -observó Nell descuidadamente- es un baño caliente en verano. -Tomó una toalla marrón del armario y la dejó sobre la cisterna del retrete-. Puedes cerrar el grifo cuando el agua llegue a esta línea. -Señaló una grieta en la porcelana verde, luego se puso de pie, alisando su vestido-. ¿Estarás bien?

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