Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
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Después de un rato, la distracción del jardín demostró ser muy poderosa. Sus preguntas se desvanecieron, y comenzó a recoger unas judías del huerto, mientras un gato negro observaba en la distancia, fingiendo desinterés. Cuando hubo juntado una buena cantidad, Cassandra se subió a la rama más baja del mango en un rincón del jardín, con las judías delicadamente sujetas en sus manos, y comenzó a romperlas, una por una. Disfrutó de las semillas frías y pegajosas que se deslizaban entre sus dedos, de la sorpresa del gato cuando una de las cascaras cayó entre sus zarpas, de su excitación cuando creyó que era un saltamontes.

Cuando todas las vainas estuvieron vacías, Cassandra se limpió las manos en sus shorts y dejó vagar la mirada. Al otro lado de la alambrada había un enorme edificio rectangular. Sabía que era el teatro Paddington, aunque ahora estaba cerrado. En algún lugar de los alrededores su abuela tenía una tienda de antigüedades. Cassandra había estado allí una vez, antes, durante otra visita imprevista de Lesley a Brisbane. Se había quedado con Nell mientras su madre salió a encontrarse con alguien o hacer alguna cosa.

Nell le había permitido pulir un juego de té de plata. Cassandra había disfrutado haciéndolo: el olor del limpiaplata, observar cómo el paño se ennegrecía y la tetera brillaba. Nell incluso le explicó algunas de las marcas -el león por la libra esterlina, la cabeza de leopardo por Londres, una letra por el año de fabricación-. Era como un código secreto. Cassandra había recorrido esa semana su casa, esperando hallar plata que pulir y descifrar para Lesley. Pero no había encontrado nada. Había olvidado hasta ese momento cuánto disfrutó de la tarea.

Con el paso de los minutos, cuando las hojas del mango comenzaron a desfallecer lánguidas por el calor y las urracas se atragantaban con su canto, regresó por el sendero del jardín. Su madre y Nell seguían en la cocina -podía distinguir sus siluetas destacarse a través de la tela de las cortinas- por lo que continuó por el lateral. Había una gran puerta corredera de madera y cuando tiró del picaporte se abrió para mostrar el área fresca y sombría de debajo de la casa.

La oscuridad constituía tal contraste con el brillo exterior que era como cruzar la frontera a otro mundo. Cassandra sintió un estremecimiento de excitación al entrar y caminar por el perímetro de la habitación. Era un gran espacio, pero Nell había hecho lo posible por llenarlo. Cajas de varias formas y tamaños estaban apiladas desde el suelo hasta el techo en tres de los muros, y a lo largo del cuarto se recostaban extraños marcos de ventanas y puertas, algunas con los paneles de cristal rotos. El único espacio sin cubrir era una puerta, en medio de la pared más alejada, la que daba a lo que Nell denominaba «el apartamento». Espiando en su interior, Cassandra pudo ver que era del tamaño de un dormitorio. Estantes improvisados, cargados de libros, cubrían dos de las paredes y había un catre en un rincón, con una colcha roja, blanca y azul, cubriéndolo. Una pequeña ventana dejaba entrar la única luz a la habitación, pero alguien había clavado unas estacas de madera para trabarla. Para mantener a distancia a los ladrones, supuso Cassandra. Aunque no podía imaginarse qué podrían querer de semejante habitación.

Sintió la imperiosa necesidad de tumbarse en el catre, de sentir el frescor de la colcha contra su piel tibia, pero Nell había sido muy explícita -podía jugar en el piso inferior pero no tenía permiso para entrar en el apartamento- y Cassandra acostumbraba a obedecer. En vez de entrar en el apartamento y dejarse caer sobre la cama, se volvió. Regresó al lugar en donde algún niño, mucho tiempo atrás, había pintado los rectángulos de una rayuela sobre el suelo de cemento. Revolvió en los rincones del cuarto en busca de una piedra adecuada, rebuscando hasta encontrar una regular, sin aristas que la enviaran en direcciones inesperadas.

Cassandra la hizo rodar -un aterrizaje perfecto en medio del primer cuadrado- y comenzó a saltar. Estaba en el número siete cuando la voz de su abuela, aguda como un vidrio quebrado, le llegó desde el piso superior.

– ¿Qué clase de madre eres tú?

– No peor de lo que tú fuiste.

Cassandra permaneció inmóvil, balanceándose en una pierna en medio del cuadrado, mientras escuchaba. Se hizo el silencio, o al menos hasta donde pudo oír. Lo más probable es que hubieran vuelto a bajar la voz, recordando que los vecinos estaban a apenas unos metros a cada lado. Len a menudo le recordaba a Lesley cuando discutían que no ayudaría el que unos desconocidos estuvieran al tanto de sus asuntos. No parecía importarles que Cassandra escuchara cada una de sus palabras.

Comenzó a balancearse, perdió el equilibrio y apoyó el otro pie. Fue sólo por un segundo, pero luego volvió a levantarlo. Incluso Tracy Waters, que tenía fama entre las niñas de quinto grado por ser la más estricta de las juezas de rayuela, lo habría permitido, le habría dejado continuar su vuelta, pero Cassandra había perdido el entusiasmo por el juego. El tono de voz de su madre la había alterado. El vientre había comenzado a dolerle.

Tiró a un lado la piedra y se apartó de los cuadrados.

Hacía demasiado calor para salir fuera. Lo que en verdad quería hacer era leer. Escapar hacia el Bosque Encantado, trepar al Árbol Lejano o, como en las novelas de Los Cinco, al Cerro del Contrabandista. Evocó su libro, olvidado sobre su cama, en donde lo había dejado esa mañana, justo al lado de la almohada. Había sido una estupidez de su parte no traerlo; escuchó la voz de Len, como siempre que hacía alguna tontería.

Pensó entonces en los estantes de Nell, los viejos libros que rodeaban el apartamento. Seguramente a Nell no le importaría si elegía uno y se sentaba a leer. Pondría mucho cuidado en no dañarlo y dejar las cosas tal como las había encontrado.

El olor a polvo y tiempo estancado en el interior era intenso. Cassandra dejó que la vista recorriera la hilera de lomos de los libros, rojos, verdes y amarillos, y esperó a que un título la atrapara. Una gata atigrada estaba repantigada en el tercer estante, balanceando el rabo entre los libros, bajo un rayo de luz solar. Cassandra no la había visto antes y se preguntó de dónde habría salido y cómo habría entrado en el apartamento sin que lo advirtiera. La gata, notando que estaba siendo examinada, extendió las patas delanteras y miró fijamente a Cassandra con aires de reina. Después dio un salto en un prolongado y fluido movimiento, se dejó caer al suelo y desapareció bajo la cama.

Cassandra la observó esconderse, preguntándose cómo sería moverse con tanta facilidad, para desaparecer por completo. Parpadeó. Tal vez no por completo. En donde la gata había pasado por debajo de la manta se veía algo. Era pequeño y blanco. Rectangular.

Cassandra se agachó y alzó el borde de la manta. Espió debajo. Era una pequeña maleta, una vieja maleta. Estaba medio cerrada y Cassandra pudo distinguir algo de lo que contenía. Papeles, telas blancas, una cinta azul.

La certidumbre se adueñó de ella de repente, la sensación de que debía saber con exactitud qué contenía, incluso si significaba violar aún más las reglas de Nell. Con el corazón palpitante, tomó la maleta y la abrió, apoyando la tapa contra la cama. Comenzó a mirar los objetos del interior.

Un cepillo de plata, viejo, y con seguridad valioso, con una pequeña cabeza de leopardo labrada cerca de las cerdas para indicar que era de Londres. Un vestido blanco, pequeño y bonito, el tipo de vestidos antiguos que Cassandra nunca había visto, y mucho menos poseído; las niñas de la escuela se reirían si vistiera semejante prenda. Un fajo de papeles sujeto con una pálida cinta azul. Cassandra dejó que el nudo se deshiciera entre sus dedos y lo apartó para ver qué encontraba.

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