«Creo que habría que comprobar la eficacia de los venenos. ¿Qué se le ocurre a usted?»
Haase meditaba, angustiado, una respuesta conveniente. Los únicos seres vivos que había en el búnker eran humanos. En su ayuda acudió el propio Hitler.
«Podría usted probar su eficacia con mi perra Blondi . No podemos dejar vivo al pobre animal.»
El doctor Haase respiró aliviado. Nunca se le hubiera ocurrido sugerir el envenenamiento de Blondi , la perra preferida del Führer , que, además, acababa de tener cachorros. Regresó a la enfermería, tomó una jeringuilla y extrajo unos milímetros cúbicos del líquido letal. Luego caminó hasta el fondo del pasillo donde, en una minúscula habitación contigua a los cuartos de baño, habitaba la mimada Blondi , que cuidaba amorosamente de su carnada de cachorros. Haase acarició al animal y luego le suministró el veneno. La perra expiró sin un lamento, mientras sus cachorros aún se afanaban en torno a sus mamas. Haase regresó al despacho de Hitler.
«Mi Führer , el veneno es muy activo. La muerte de Blondi ha sido casi instantánea.»
Hitler acompañó al médico hasta la habitación de la perra, a la que miró con cara compungida. Llamó a su ayudante personal, el coronel de las SS Otto Günsche, un gigante rubio con cara más perruna que la propia Blondi , y le ordenó que enterrase a la perra y a sus cachorros junto a ella. Günsche metió a los cachorros y el cadáver de Blondi en una caja de cartón, salió al jardín de la Cancillería y allí cavó un agujero donde arrojó a los perros, a los que mató a tiros de pistola. Luego los cubrió de tierra apresuradamente, porque la artillería soviética, que se había concedido un respiro, volvía a disparar y sus granadas caían sobre el sector de la Cancillería.
La eliminación de Blondi debió ser la anteúltima renuncia para Hitler que, según las declaraciones de la enfermera Erna Flegel y de su secretaria, Traudl Junge, se pasaba las horas muertas en el búnker jugando con su perra. Más aún, Erna Flegel declaró a los agentes norteamericanos, que la interrogaron en 1945, que Eva Braun de lo único que se quejaba antes de suicidarse era del envenenamiento de la perra.
***
EL OCASO DE LOS DIOSES
El búnker inició su peculiar vibración, que Hitler aceptó resignadamente mientras convocaba una reunión de su gabinete de guerra. Las noticias eran escasas y malas: la batalla de Berlín se libraba con singular denuedo por ambas partes, pero los alemanes eran cada vez menos y tenían crecientes dificultades para encontrar municiones. Los soldados soviéticos avanzaban ya por la Wilhelmstrasse y se encontraban cerca del Ministerio del Aire, defendido por soldados de la Luftwaffe . Pronto la Cancillería estaría en primera línea. De los ejércitos de socorro no se sabía nada. A las 19.52 h del 29 de abril, el Führer ordenó que se comunicasen con Jodl, proponiéndole cinco preguntas que debería responder con la máxima urgencia:
«1) ¿Dónde están las vanguardias de Wenck? 2) ¿Cuándo atacarán? 3) ¿Dónde está el 9.° Ejército? 4) ¿En qué dirección avanza el 9.° Ejército? 5) ¿Dónde están las vanguardias de Holste?»
Esperaron una respuesta en vano. Hitler, pálido y deprimido, era la viva representación de la derrota. Ejércitos de juguete mandados por generales de plomo. Eso era todo lo que le quedaba. El único que allí seguía teniendo coraje era Bormann, que una hora después enviaba un nuevo mensaje pretendidamente enérgico al almirante Doenitz:
«Tenemos la impresión cada vez más clara de que, durante largos días, las divisiones situadas en la zona de Berlín han estado perdiendo el tiempo, en vez de rescatar al Führer . Sólo recibimos información supervisada, mutilada o alterada por Teilhaus (Keitel). Sólo podemos mandar mensajes a través de Teilhaus. El Führer le ordena que disponga medidas inmediatas y enérgicas contra todos los traidores.»
Hitler echó una ojeada distraída al telegrama y se sonrió por dentro al leer el apodo del mariscal y al comprobar todo el odio y la sospecha que Bormann reservaba a su máximo asesor militar. ¡Qué tipo, Bormann! Por más que lo intentó no pudo recordar cuándo le había conocido, pero fue tarde pues no era un miembro de primera hora del NSDAP. Se lo había presentado Rudolf Hess, que le apreciaba como su brazo derecho por su infatigable energía y por su austeridad. Las rarezas de Hess le obligaron a contar cada vez más con Bormann, sobre todo después del estúpido vuelo a Inglaterra de su amigo e íntimo colaborador, en 1941. Bormann había ido escalando peldaños en el poder de manera discreta, pero infatigable, hasta hacerse con su Secretaría desde la que pudo intrigar contra todo el mundo. ¡Pobre Bormann!, tan fiel, tan eficaz, pero tan tosco, tan gris, tan falto de «talento artístico»… Cuando había logrado distanciar, por fin, a Goering, a Himmler y a Keitel ya de nada le podía servir.
Fue en esa angustiosa espera, hacia las 21 h del 29 de abril, cuando se tuvo noticia en el búnker de la muerte de Mussolini, ocurrida el día anterior. Según algunas fuentes, la información llegó de forma escueta por medio de un telegrama de teletipo; según otras, fue una emisora italiana la que, con todo lujo de detalles, informó de la muerte de Benito Mussolini y de su amante Claretta Petacci a manos de una cuadrilla de guerrilleros comunistas. La crónica radiofónica habría contado, también, que los cadáveres del Duce , de su amante y de media docena más de dirigentes fascistas colgaban cabeza abajo de la gasolinera de la Standard Oil en la plaza Loreto de Milán. La detallada información radiofónica parece harto improbable y resulta muy dudoso que Hitler conociera el escarnio del cadáver de su aliado del Eje. De cualquier forma, llegara o no a saber los macabros detalles, él y Eva Braun ya habían decidido que sus cuerpos fueran incinerados, de tal manera que no hubiera lugar a ningún tipo de exhibición envilecedora.
La muerte de Mussolini cayó como una losa sobre los reunidos en aquella desesperanzada conferencia militar. Carecían de información reciente sobre la marcha de las operaciones militares en Italia, pero la muerte del Duce era elocuente: la guerra en Italia había terminado. Berlín y poco más era cuanto seguía combatiendo; la resistencia tenía las horas contadas. Todos guardaban un silencio lleno de congoja y derrota, salvo Bormann, que aún parecía disponer de energía para continuar luchando. Poco después de las 22 h envió otro mensaje: «El Führer vive y dirige la defensa de Berlín.»
Pero el Führer ya nada dirigía y su muerte estaba programada. Hundido en el sillón recordaba con distante sabor agridulce sus relaciones con Mussolini. Le había temido y odiado cuando fue asesinado Dollfuss; había sentido un gran aprecio por él cuando le apoyó en Munich en la cuestión de los Sudetes; le habría estrangulado cuando se enteró de que tenía contactos con franceses y británicos al comienzo de la guerra; se sintió agradecido cuando, pese a lo anterior, se mantuvo fiel al Eje y no le creó una nueva preocupación, abriéndole un segundo frente; le indignó hasta el paroxismo la incapacidad italiana en la guerra de Grecia y del norte de África; se sintió conmovido cuando le echaron del poder y le encerraron en el Gran Sasso. Unas relaciones de amor-odio en cuyas vicisitudes él debía admitir gran parte de culpa. No le había informado del pacto con la Unión Soviética ni de la fecha de su ataque a Polonia, ni tampoco de los planes de la batalla de Francia. Claro que todo secreto era poco con aquellos italianos lenguaraces y fanfarrones, que hubieran cometido alguna indiscreción, arruinándole sus planes.
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