«Estaba yo en la Cancillería y vi a Hitler después de que le dejara Von Ribbentrop (que acababa de darle la noticia). Se desplomó sobre una silla, absorto en sus pensamientos, con una expresión de duda y de confusión en el rostro. Hizo con la mano un gesto bastante patético de renunciamiento, acompañándolo de estas extrañas palabras: "De todo esto debemos dar gracias a los expertos en Asuntos Exteriores, es decir, a esos locos".»
Hitler había dado ya la orden de ataque para el 26 de agosto y aplazó la invasión in extremis . La contraorden no llegó a tiempo a algunas unidades, que se empeñaron en fuertes combates, calificados inmediatamente como incidentes fronterizos y que la propaganda de Goebbels convirtió en provocaciones polacas. Mussolini quedó helado ante la noticia del acuerdo anglo-polaco. Ciano, ministro italiano de Exteriores, hizo saber a Von Ribbentrop que «Italia no estaba preparada para la guerra». Aquel crítico 25 de agosto, el embajador francés en Berlín entregó a Von Ribbentrop un mensaje de su Gobierno advirtiendo con toda claridad y precisión a Alemania que un ataque contra Polonia significaría la guerra. Gran Bretaña hacía lo propio al día siguiente. Esta advertencia preocupó tanto a Hitler que trató de desvincular a los británicos de la guerra que ya tenía decidida, garantizándoles su imperio y todo tipo de ventajas económico-comerciales. La respuesta británica le llegó el 28 de agosto, rechazando el cambalache, pero ofreciéndose a mediar en el problema. Hitler aceptó la oferta: pidió un negociador plenipotenciario polaco antes de que terminase el día 30. Sin duda, el Führer vio la posibilidad de un nuevo Munich, obteniendo Dantzig y las deseadas comunicaciones sin disparar un tiro, aparte de los que ya se habían disparado en la frontera. Tiempo habría para apretar nuevamente las clavijas a los polacos. Pero si Varsovia no enviaba a su representante plenipotenciario o si éste no aceptaba las exigencias alemanas, Berlín tendría el pretexto de que los polacos habían boicoteado la negociación. ¿Bastaría eso para frenar a los aliados de Polonia? Había, al menos, una posibilidad.
Pero mientras se jugaban las últimas cartas diplomáticas, la Wehrmacht había recibido la orden de atacar Polonia el día 1 de septiembre. El 30 de agosto no llegó a Berlín ningún representante plenipotenciario de Polonia, ante la desesperación del embajador británico en Alemania, Neville Henderson, y es que Varsovia, con las lecciones del pasado próximo bien aprendidas, sabía que no existía posibilidad alguna de acuerdo. Beck lo expresó con contundencia al embajador británico en Varsovia: la alternativa era capitular o combatir. Los polacos eligieron lo segundo, aunque a última hora y presionados por Londres, hicieron una tímida tentativa de abrir nuevas negociaciones. Al caer la tarde del 31 de agosto, el embajador Lipsky acudió al despacho de Von Ribbentrop para comunicarle que su país deseaba entablar negociaciones con Alemania. Von Ribbentrop, frío y cortante, le preguntó:
– Tiene usted poderes plenipotenciarios para empezar ya a negociar?
– No -replicó el polaco.
– Entonces, señor embajador, es inútil hablar. Le ruego que se retire.
Doce horas después, en la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939, las tropas de la Wehrmacht atacaban Polonia en tres direcciones. Esa misma madrugada, los alemanes penetraban en Dantzig. El mismo día, Londres y París movilizaban sus fuerzas y pedían a Berlín que suspendiera inmediatamente todas las operaciones y se retirase a su territorio, pues, de lo contrario, «cumplirían sin vacilaciones sus compromisos con Polonia». Hitler no retrocedió y el domingo 3 de septiembre, a las 9 h, el intérprete Paul Schmidt recibió de manos del embajador británico en Berlín, Neville Henderson, el siguiente ultimátum: «Si el Gobierno de Su Majestad no ha recibido garantías satisfactorias del cese de toda agresión contra Polonia y de la retirada de las tropas alemanas de dicho país a las 11 del horario británico de verano, existirá desde dicha hora el estado de guerra entre Gran Bretaña y Alemania.» Apenas quince minutos más tarde Schmidt penetraba en el despacho de Hitler, que se hallaba acompañado de Von Ribbentrop. Leyó el telegrama en medio de un profundo silencio, que se prolongó durante unos segundos después de finalizar la lectura. Luego Hitler, con voz colérica, se dirigió a Von Ribbentrop y le apostrofó: «¿Y ahora, qué?»
Schmidt narra en sus memorias que se encontró con Goebbels a la salida del despacho y le informó del ultimátum. El ministro de Propaganda bajó la cabeza, incapaz de articular palabra. Más expresivo fue Goering, que aún trataba de entablar una negociación por medio de sus buenas relaciones suecas; cuando le informaron por teléfono del ultimátum británico hundió su cabeza entre las manos y murmuró: «Si perdemos esta guerra, que Dios tenga piedad de nosotros.» Esa misma mañana, el embajador francés, Coulondre, entregó el ultimátum de su Gobierno. Estaba redactado en similares términos al británico, sólo que posponía la entrada en guerra hasta las 17 h del mismo 3 de septiembre de 1939. La Segunda Guerra Mundial había comenzado.
¡Qué diferentes fueron aquellos días de septiembre de 1939 a los de este horroroso abril de 1945! Hitler, sentado aún en su despacho del búnker, recordaba hasta los mínimos detalles el tren de mando Amerika al que subiera a última hora de la tarde del día 3 de septiembre para seguir desde cerca -parado en una insignificante estación férrea de Pomerania- la marcha de la campaña de Polonia. No es que en aquellos primeros compases de la guerra no hubiera problemas; existían y eran gravísimos: si Francia hubiera atacado el flanco alemán del sur con las 110 divisiones que allí tenía concentradas «hubiera hecho picadillo» al ejército germano, cuyos efectivos teóricos eran cuatro veces inferiores y, en realidad, ascendían tan sólo a 12 divisiones en situación de combatir, cuya misión era nada menos que defender un frente de 50 km. En suma, poco más que una vigilancia aduanera. Sin embargo, no atacaron y le permitieron conquistar Polonia y, luego, reforzar convenientemente su frente sur. Hitler rememoraba los éxitos del pasado, el espanto que había logrado sembrar tanto en Londres como en París, hasta el punto de haberles tenido a la defensiva durante ocho meses, paralizando a ejércitos teóricamente muy superiores.
Repentinamente, un rictus amargo se dibujó en su boca: ¡todo había cambiado! ¿Dónde estaba ya el tren Amerika en el que había vivido durante tres victoriosas semanas?¿Dónde los umbríos pinares de Pomerania que impregnaban de olor a resina las tardes secas y largas del final del verano del 39?¿Dónde los altos y disciplinados hombres de las SS que vigilaban el convoy, con sus cascos y armas relucientes?¿Dónde estaban Jodl y Keitel, sus dóciles escuderos militares, pulcros y sonrientes?¿Dónde sus ayudantes Schmundt, Von Vormann, Rommel, comandante de su cuartel general, o Halder, su jefe de Estado Mayor?¿Dónde sus mariscales, rayos de la guerra que hicieron temblar Europa, Von Brauchitsch, Von Rundstedt, List, Von Reichenau, Blaskovitz, Von Kluge, Von Bock, Von Küchler? Muertos, desaparecidos, marginados, encarcelados o derrotados. En aquella lúgubre tarde del 29 de abril de 1945, sólo luto y ruinas quedaban de todo ello y ahora le tocaba a él. Alguien llamó entonces a la puerta del despacho: el doctor Haase, sustituto del doctor Morell que, enfermo, había abandonado el búnker una semana antes. Le había mandado venir porque quería asegurarse de la eficacia de los venenos que tenían para suicidarse, caso de elegir ese sistema. Como los había enviado Himmler, cabía la posibilidad de que fueran falsos. Aquel traidor que, pese a su ridículo aspecto, había salido de la nada gracias a su ayuda. ¡Miserable! Le había entregado las SS, la policía, la Gestapo, las prisiones, los campos de concentración, el Ministerio del Interior, incluso le había dado la jefatura del ejército en las primeras semanas de 1945, donde mostró claramente su ineptitud. Todo lo hubiera esperado de él menos la traición, menos que negociara a sus espaldas la rendición de Alemania. El doctor Haase aguardaba.
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