El embajador polaco comunicó a su ministro de Exteriores, Josef Beck, el contenido de tan indigesto almuerzo. Pese a la alarma del Gobierno de Varsovia, Beck dio a su embajador instrucciones para que considerase el asunto pura iniciativa de un diplomático poco experto, como era el caso de Von Ribbentrop, y de que dejara enfriar el asunto antes de dar una respuesta. Lipsky demoró una nueva entrevista con Von Ribbentrop hasta el 19 de noviembre. Le dijo que Polonia quería la paz y la colaboración con Alemania, pero necesitaba Dantzig y no lo cedería al Reich. Sin embargo, aunque resultara muy complicado de manejar, Varsovia estaba dispuesta a «sustituir las garantías y prerrogativas establecidas por la Sociedad de Naciones por un acuerdo bilateral polaco-alemán» que garantizase la existencia de la ciudad libre y los derechos de sus habitantes alemanes y polacos. Con maneras diplomáticas, Lipsky dejó claro que la incorporación violenta de Dantzig al III Reich conduciría inevitablemente a un conflicto. El ministro alemán se mostró cordial y relajado durante toda la entrevista, de modo que el embajador polaco se reafirmó en su idea de que, tal como había pensado, era un asunto del ministro, por lo que carecía de la gravedad que inicialmente había supuesto.
Durante cuatro meses, con algunos sobresaltos intermedios, se mantuvo la calma entre Berlín y Varsovia. Josef Beck fue recibido cortésmente por Hitler en Berchtesgaden y escuchó de labios del Führer su interés por una Polonia fuerte: «Las divisiones que Polonia mantiene en la frontera rusa ahorran a Alemania la correspondiente carga militar.» En enero de 1939, Von Ribbentrop visitó Varsovia y, aunque no se avanzó nada, se mantuvieron las relaciones correctas e, incluso, los gestos amistosos. El propio Hitler proclamaba en un discurso pronunciado el 30 de enero: «A lo largo de los revueltos meses del último año, la amistad germano-polaca se ha mostrado como un factor de estabilidad y pacificación en la vida política europea.»
Pero esos gestos apaciguadores sólo eran cortinas de humo empleadas por Hitler para tranquilizar a las potencias europeas mientras consumaba la ocupación de Bohemia-Moravia y la reincorporación de Memel al Reich. Cumplidos esos objetivos se precipitaron los acontecimientos. El 26 de marzo de 1939, Von Ribbentrop espetaba a Lipsky: «Toda agresión polaca contra Dantzig será considerada como una agresión contra el Reich.» Dos días después, en Varsovia, Beck comunicaba al embajador alemán, Von Moltke, que «toda intervención alemana para cambiar el statu quo de Dantzig será considerado como una agresión contra Polonia». El final de aquella entrevista fue así de gráfico:
Moltke : ¡Deseáis negociar a punta de bayoneta!
Beck : Ése es vuestro sistema.
¿En qué se basaba la firmeza polaca? Primordialmente, en sus alianzas, pues desde 1921 estaba vinculada a Francia con un acuerdo de defensa mutua. Existían, también, garantías británicas y conversaciones en curso para estrechar esos vínculos, que se mostraron el 31 de marzo a la opinión pública tras su aprobación en la Cámara de los Comunes:
«El Gobierno de su Majestad se consideraría inmediatamente obligado a apoyar a Polonia por todos los medios en el caso de que cualquier acción hiciera peligrar claramente la independencia polaca y el Gobierno polaco estimase de interés vital resistir con sus fuerzas nacionales.»
Pero Varsovia también confiaba en el poderío de su ejército. En aquellos momentos, los militares del mundo entero tenían por definitivas las lecciones de la Primera Guerra Mundial. Por eso el ejército polaco, aunque considerado inferior al alemán, se veía en condiciones de resistir incluso un año a la Wehrmacht . El poderío de las Fuerzas Armadas de Hitler causaría una sorpresa generalizada, pero la confianza de Polonia en sus soldados más que ignorante resultó ciega. Por ejemplo, Polonia daba en 1939 un valor casi definitivo a sus seis divisiones de caballería, arma que luego, durante la Segunda Guerra Mundial, emplearían sólo los italianos en contadas ocasiones y los soviéticos en labores de persecución.
Berlín despreciaba los argumentos polacos. Estaba dispuesto a afrontar la guerra, aunque hubiera preferido triunfos más fáciles, como el de Checoslovaquia. En cuanto a sus posibilidades militares, los alemanes se sabían muy superiores. Tenían una ventaja de 4 a 1 en infantería (1.600.000 soldados frente a 400.000), de 6 a 1 en medios acorazados (2.500 carros de combate frente a 400, que eran, además, anticuados y más pequeños) y de 5 a 1 en aviación (2.500 a 500, también inferiores en armamento y velocidad).
Había algo que sí inquietaba a los alemanes y era la Unión Soviética. Hitler aún recordaba la pesadilla que había supuesto para Alemania combatir en dos frentes durante la Gran Guerra. Por eso, desde enero, cuando vio que los polacos no cederían «por las buenas» en la cuestión de Dantzig, ordenó a Von Ribbentrop que abriera negociaciones con Moscú. El asunto no era fácil. El ministro de Exteriores soviético, Litvinov, estaba a punto de abandonar el cargo el 3 de mayo, en el que sería relevado por Molotov. El nuevo ministro debía debutar con la negociación de un pacto tripartito Moscú-París-Londres, que hubiera maniatado a Berlín de haber llegado a buen puerto. Pero la diplomacia nazi se movió con mayor rapidez: el 20 de mayo de 1939 Molotov recibió en su despacho al embajador alemán, Friedrich Werner von der Schulenburg, para tratar sobre un acuerdo económico entre ambos países. Molotov, apenas iniciada la conversación, dejó claro que no habría acuerdo si antes no existían «bases políticas» firmes entre Moscú y Berlín. El diplomático alemán no consiguió en esa entrevista que el ministro soviético le definiera lo que entendía por «bases políticas», pero Hitler y Von Ribbentrop advirtieron que se les estaba brindando una oportunidad única.
En los dos meses siguientes, mientras el acuerdo tripartito URSS-Reino Unido-Francia se atascaba por las continuas reticencias soviéticas, el embajador alemán en Moscú fue recibido al menos en cinco ocasiones por Molotov. Simultáneamente, el encargado de negocios soviético en Berlín se entrevistó cuatro veces con Von Ribbentrop o con sus colaboradores. En una de las entrevistas, el 3 de agosto, se abordó abiertamente el reparto del Báltico y de Polonia entre Alemania y la Unión Soviética. Estaba claro que Stalin prefería aliarse con Berlín y renunciar a Londres y París. Las ventajas eran, de momento, indudables: ganancias territoriales y colaboración económica, industrial y tecnológica con Hitler o guerra contra él. A partir de ese momento, la negociación progresó con rapidez. El 14 de agosto Von Ribbentrop enviaba a Molotov un telegrama en el que acusaba a Gran Bretaña y Francia de querer enfrentar a alemanes y soviéticos en una guerra. Para conjurar esas insidias, sugería la conveniencia de concertar un acuerdo germano-soviético y a fin de concretar la idea pidió ser recibido en Moscú. Tan buena era la predisposición de unos y otros que el día 20 del mismo mes se firmó el tratado comercial y el 23, en presencia de un Stalin sonriente, Molotov y Von Ribbentrop firmaron un Tratado de No Agresión que tenía un protocolo secreto, por el cual ambos firmantes se repartían los países bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania) y Polonia.
Europa quedó helada ante la noticia. París y Londres se dieron cuenta de que la guerra era inminente y de que Polonia estaba perdida. En una reunión urgente del Comité de Defensa Nacional francés con el presidente del Consejo, Daladier, se decidió mantener los compromisos militares con Polonia, en vista de que se esperaba la resistencia de los polacos al menos hasta la primavera y que, entre tanto, franceses y británicos habrían tenido tiempo de prepararse para repeler cualquier ataque alemán. Londres, por su lado, firmó en Varsovia el día 25 de agosto un pacto de ayuda mutua en el caso de que cualquiera de los dos países sufriera un ataque extranjero. Berlín no esperaba ese golpe y lo encajó mal. Hoffmann, el fotógrafo y amigo del Führer , cuenta esta escena:
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