Adolfo Meinhardt
ADOLFO HITLER
UN DESIGNIO DEMONÍACO
© Adolfo Meinhardt
© Adolfo Hitler. Un designio demoníaco
© Imagen de portada: Willhem Meinhardt
ISBN papel: 978-84-685-1326-3
ISBN epub: 978-84-685-1763-6
Impreso en España
Editado por Bubok Publishing S.L.
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Prologo
EL 20 de abril de 1889 nacía Adolfo Hitler en la Gasthof zum Pommer, una posada del pueblo de Braunau sobre el Inn (Austria en su frontera con la alta Baviera alemana) y el mundo sufría un fugaz pero violento estremecimiento, aún que de ello nadie se enteró. Norman Mailer (enero de 1923-noviembre de 2007) célebre escritor norteamericano galardonado dos veces con el premio Pulitzer y también con el National Book Award, sugiere en su novela, The Castle in the forest “Un retrato sombrío y fascinante de un alma monstruosa” (Publishers Weekly), afirma que en el momento de su concepción Lucifer revoloteó sobre el lecho conyugal. Ese día, sin embargo, el cielo lució como todos los días sus azules y sus grises; los árboles sus verdes y sus ocres y los seres humanos sus oficios y sus vicios. La vida en su rutina no se detuvo y ni siquiera se incomodó. Pero en el instante mismo de ese nacimiento comenzó a escribirse el primer renglón de una trágica historia que iba a llevar a millones de seres humanos a una espantosa pesadilla y a la muerte.
Cuando Hitler vino al mundo gobernaba en Austria la más antigua de las casas reinantes en Europa, una dinastía que había sobrevivido a los avances turcos, a la Revolución francesa y a las guerras de Napoleón. Con ella otros tres imperios (Hohenzollern, Romanov y Ottomano) reinaban sobre toda la Europa Media y Oriental. Checoeslovaquia y Polonia, etnias que el futuro dictador siempre despreció y codició con pasión, no existían como entes soberanos, y ni el más perspicaz de los estadistas de esa época podía presentir que algún día llegarían a figurar en los mapas como naciones independientes. Por supuesto que tampoco nadie, en concebía una Revolución bolchevique, con su tiranía de más de setenta años sobre un gigantesco Gulag extendido desde el estrecho de Bering hasta las fronteras de la Alemania federal.
Lenin, con 19, años —y su hermano mayor Alexander Uliánovsk, ahorcado por atentado fallido contra el zar Alejandro III—, sorteaba como bien podía, apoyado en las enseñanzas fraternas heredadas, sus incipientes roces y conflictos con el caduco poder de la dinastía Romanov; Stalin niño, hijo de un zapatero borracho y remendón, driblaba su miseria en las fangosas calles de Tiflis, y Benito Mussolini, con seis años y un padre herrero que agotaba su triste vida frente al yunque, bastante tenía con comer y respirar en Dovia di Predoppio, en la Romaña italiana que le había visto nacer.
Estos tres hombres más Adolfo Hitler, extraordinarios lo admitamos o no, estaban presentes cuando esas viejas y casposas monarquías, en su mayoría enfrentadas entre sí, pisoteaban una vez más la vieja piel de Europa, ya curtida en sangre por siglos y siglos de combates fratricidas. Involucrados los más poderosos países del Continente en el combate, y a disposición de todos ellos armas inéditas de inmenso poder destructivo, la en su momento llamada Gran Guerra decapitó locamente una generación de hombres en la flor de la juventud y dejó totalmente devastados y hambrientos inmensos territorios. Sobre esa tierra abarrotada de cadáveres los cuatro hombres que aquí nombro, sin que nadie los intentara detener dieron un zarpazo sobre los despojos, medraron, mintieron, engañaron, atropellaron, asesinaron y llegaron, cada uno en su momento, a la cumbre del poder. Desde ese privilegiado sitio iban a ejercer su omnímoda voluntad sobre millones de seres, aplastándolos bajo la bota del totalitarismo e, inevitablemente, ejerciendo una presión insoportable sobre las democracias del entorno europeo y sobre el mundo en general. Imbuidos en su mayoría de un destino manifiesto y convencido alguno de ellos de que un poder providencial le dictaba cumplir su misión, mataron a millones de seres humanos en el nefasto altar del fascismo y el comunismo, y cuando murió el último de los cuatro n marzo de 1953, Europa era un erial sembrado de cruces funerarias. Ese cuarteto de Atilas modernos, con millones de Hunos a sus órdenes había pasado con sus botas enlodadas sobre ella.
He elegido a Adolfo Hitler para escribir este ensayo como hubiera podido elegir a cualquier otro del cuarteto, aunque tampoco rebatiría al que me acusara de haberme dejado seducir por el gen alemán que dio identidad a mi apellido.
LOS TIEMPOS DE „MEIN KAMPF…
1.
Hitler provenía de un linaje de labriegos en el que las uniones consanguíneas eran el pan de cada día. El apellido familiar, que dio muchos tumbos (Hiedler, Hütler Hüttler y Hitler) hasta que se oficializa por primera vez al registrarse el bautismo de Stefan Hiedler, 1672, en una oscura aldea del vasto imperio austro-húngaro. Y fue en ese villorrio (Walterschlag) donde en 1772 nació Martín Hüttler, el que sería bisabuelo del futuro canciller. Vivió su vida adulta en Spital, burgo cercano, y en Spital murió en 1829, no sin dejar bajo techo seguro a otro Martin Hüttler, que sería abuelo del futuro caudillo del nacionalsocialismo; el que fue Führer de los alemanes y sumo sacerdote de una tenebrosa religión que debía durar más de mil años.
Hombre inquieto, Martin pateó sin descanso las tierras de la Baja Austria en su desempeño como molinero, y tanto las pateó que un buen día tropezó con María Ana Schicklgruber, una robusta campesina oriunda de Strones con la que, tomados de la mano, todavía anduvo un poco más por aquellos ubérrimos campos de labor. Inevitablemente, como suele suceder entre seres humanos cuando hombre y mujer andan mucho tiempo de la mano, llegó la convivencia, antesala de la intimidad, y alcanzada ésta un buen día se casaron. Lo hicieron en Döllershein en mayo de 1842.
Pero en 1837, cinco años de antes de conocer a Martin, María Ana tuvo un hijo, supuestamente bastardo, al que dio el nombre de Alois, y que se suponía vástago de Johann Georg Hiedler. Tal suposición no es del todo refutable y todo indica que la pareja, casada ya en 1842 no se tomó la molestia de legitimar el niño fruto de su unión y éste fue criado en el hogar de un tío paterno, y continuó llevando el apellido de soltera de su madre, Schicklgruber hasta cumplir los cuarenta años. María murió en 1847 y Johann Georg Hiedler desapareció durante los treinta años siguientes sin dejar rastro de su existencia. El día 6 de junio de 1876, a la edad de ochenta y cuatro años reapareció, compareció ante un notario en el pueblo de Weitra y declaró, asistido por testigos, que él era el padre de Alois, con cuya madre había contraído matrimonio posteriormente a su alumbramiento.
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