Esto lo escribió su hijo, que ya en su plácida infancia organizaba juegos de guerra porque agrandaban su ego y le permitían ordenar y mandar a los que jugaban a su lado; un niño que siempre tuvo cerca a su madre, que lo mimaba sin límite y también a una hermana pequeña que se inclinaba ante todos sus caprichos. Un muchacho que vivió cómodamente la etapa borrascosa que casi siempre es la adolescencia, y durante la cual ni estudió seriamente ni ejerció tampoco un sólo oficio provechoso y, como es de suponer, no trajo a su hogar un sólo Krone que ayudara a la economía familiar. En esa etapa tampoco se le conocen aventuras sentimentales, lo que inclina a pensar que llegó virgen al ejército y a la guerra en que luchó. Estaba normalmente dotado, y es falso aquello que se decía de que poseía un único testículo, como algunos propagaron, aunque su instinto reproductor lo ocultaba bajo una fingida misoginia. Son ridículas las muchas insinuaciones sobre su supuesta homosexualidad. Pero, como a muchísimos hombres en cualquier época, desde muy joven su ambición de poder fue poniendo a un lado todo lo que para él era superfluo; en un momento muy difícil de su vida vio en la guerra y la política el camino más idóneo para salir de la miseria y la anonimia en la que le tocó vivir después de la muerte de su madre. Hasta que alcanzó la cima; después de la guerra, luchó con férrea determinación y absoluta falta de escrúpulos, y cuando tuvo el poder en sus manos, sus odios paranoicos, sus disparatados sueños y sus terribles fobias, ya cultivadas desde los albores de la juventud, acabaron haciendo del mundo en el que le tocó gobernar el espantoso infierno en que ardieron muchos millones de personas. En el interregno, insisto, ni estudió ni ejerció ningún oficio; fue, simplemente, un soñador sin norte, un pobre muchacho lleno de quimeras que lo aferraban a objetivos nebulosos, dualidad que muchas veces permite al haragán disfrazar su condición de tal. La verdad sobre sus mediocres resultados en los estudios está detallada en todas las biografías que se han escrito sobre él, sin que en ellas haya yo encontrado más discrepancias que las puramente semánticas entre escritores.
Alois Hitler, andariego incombustible estuvo toda su vida cambiando de residencia. En 1895 compró una casa en una aldea cerca de Lambach, a cuarenta kilómetros de Linz y el mundo de la enseñanza se abrió por primera vez, para el futuro Führer. En la insignificante escuela primaria de Fischlham empezó su fracasada aventura educativa y en ella estuvo dos escasos años, con notables progresos, altas notas y buena conducta en general.
Pero su padre dio un nuevo golpe de timón. Dos veranos después de la compra de la granja se fueron a vivir en Lambach, otro pueblecito más de la comarca. Allí Adolfo mantuvo su tónica de buenas notas y excelente comportamiento. Las cosas marchaban bien, pero iban a cambiar. Entre tanto Alois, con el nomadismo en los genes, en 1898 compró un pedazo de tierra en Leonding, muy cerca de Linz y en ella Adolfo, posiblemente, pasó los mejores instantes de su niñez. Hasta su muerte, en 1945, asoció ese lugar a su adorada madre y en su corazón hizo de él su rincón natal. Curiosamente, Linz era considerada la ciudad más alemana de todo el imperio austrohúngaro; y en la cúspide de su poderío sólo la guerra y la derrota le impidieron cumplir su sueño de convertirla en un burgo esplendoroso.
El paso a la educación secundaria fue para Adolfo Hitler el choque con un muro que no pudo superar, aunque visto su indudable talento puede que ni siquiera pusiese intención en derribarlo. El seguimiento personal que había tenido en la escuela primaria, por parte de sus maestros, cesó. Ahora tenía que vérselas con profesores que explicaban de forma impersonal sus materias a los muchos alumnos de sus aulas. El esfuerzo, prácticamente inexistente en la escuela primaria de la aldea había desaparecido y la exigencia persistente a los alumnos para que rindieran, era en la Realschule lo habitual. Sin titubear, ya desde el comienzo, Adolfo hizo ver que no estaba por la labor. Su esfuerzo se resintió y en su conducta aparecieron por primera vez los signos de la inmadurez. El resultado fue que al terminar su primer año de la secundaria (1900-1901) tuvo que repetir curso en matemáticas e historia natural. Hubo una leve mejoría al repetir, pero fue tan solo un espejismo. Años más tarde, cuando su figura apareció en los periódicos muniquenses a raíz del fracasado intento de putsch, que dirigió con el general Erich Ludendorff (1865-1937), uno de los profesores que tuvieron que bregar con él recordó su paso por las aulas. Posiblemente sonriendo, comentó su físico desgarbado y su nulo esfuerzo por sacarle partido a su inteligencia natural. De paso lo catalogó como un adolescente amante de la soledad, dogmático, egocéntrico y apasionado. Ese fue el balance de su estancia en la Realschule de Linz, donde su padre había logrado ingresarlo pese al agobio que tal cosa causaba en su modesta economía. En Linz no llegó a obtener el necesario certificado de estudios y se trasladó a la Staatsrealschule de un pueblo cercano, donde también fracasó. El niño feliz y adorado por su madre, el de los estudios primarios excelentes, los juegos inocentes y los paseos por el bosque se iba transformando en el joven gandul y desnortado que deambuló por Viena, hundido la miseria, en vísperas de la Primera Guerra Mundial.
En los meses finales de 1905 —los días en que el emperador Francisco José, inducido por las presiones políticas concedía el sufragio universal a los varones austriacos— el adolescente Adolfo Hitler encontró finalmente la necesaria coartada para sus continuos fracasos escolares a raíz de unos problemas pulmonares transitorios, que no tuvieron secuelas, y sin pena ni gloria abandonó para siempre los estudios de bachillerato, con notas muy pobres y fracasos muy grandes, como acabamos de comprobar. Y con el juicio poco indulgente de sus profesores a la hora del cómputo final: consideraron totalmente insuficientes sus conocimientos en matemáticas, en lengua alemana y calificaron de pobre y defectuosa su escritura.
El resto de su vida él se mofó siempre de sus educadores de aquellos lejanos días —en el curso de los dos espantosos años finales de su guerra, antes de quitarse la vida, todavía lo hacía— y puso el acento de su fracaso en el forcejeo que mantuvo con su padre, mientras éste vivió, para que le permitiera darle rienda suelta a su carrera como artista. Tal cosa es una “simplificación excesiva”, como acertadamente señala otro de sus biógrafos. Pero para mí es, también, un miserable recurso de su dialéctica. Y tales hechos y dichos al final suelen dar sonoras bofetadas a quien los utiliza. Una sola cosa es evidente y basta para deshacer el tinglado justificativo que se fabricó: sus esfuerzos para convertirse en artista, esa “lucha titánica”, según él para vencer la resistencia de Alois, cuando ya muerto éste volvió la paz a su espíritu y tuvo plena libertad para intentarlo, se estrelló definitivamente cuando se enfrentó a la cruda realidad: visto su pobre bagaje para expresar y plasmar en el papel esas supuestas cualidades artísticas de las que alardeaba, fue rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena cuando por dos veces presentó exámenes para ingresar.
Alois Hitler, víctima de un colapso pulmonar, se derrumbó inesperadamente sobre su vaso de vino en una taberna cercana a su vivienda mientras hacía su acostumbrado paseo matinal; corría enero de 1903, dejaba a su familia en bastante buena situación y a Adolfo, inopinadamente, como el único hombre de la casa. La muerte de su progenitor, sin embargo, es muy poco verosímil que le removiera las entrañas al muchacho; su padre —a pesar de algún ditirambo extemporáneo sobre él— no fue nunca su debilidad. Y Klara Pölzl, su madre y único ser viviente por la que sintió profundo amor, viuda a los 42 años no iba a ser la persona adecuada para oponerse a los inmaduros deseos de su mimado y voluntarioso hijo.
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