Parece, sin embargo, que esta mujer, fiel a los deseos del difunto Alois, intentó reverdecer el interés por la enseñanza media en su hijo gandul. Pero en ese terreno no tenía nada que hacer, aunque hay indicios de que logró retenerlo todavía, por poco tiempo en las aulas. Con dieciséis años sobre sus juveniles hombros Adolfo enfermó de los pulmones, su madre lo envió a casa de su hermana, en Spital, para su recuperación y con ese traslado cayó el telón, definitivamente, sobre los encomiables intentos parentales por ver a Adolfo culminar. Su madre entretanto, que ya llevaba un cáncer en su pecho y lentamente decaía, se mudó con él y la niña a Urfahr, un aledaño de Linz próxima al Danubio.
De esta época en la vida de Hitler existe un relato manuscrito de Augusto Kubizek (1888-1956) uno de sus pocos amigos de aquellos días. Dado a la luz por primera vez en 1953 retrata con simpatía y verosimilitud las andanzas de aquel joven que un día destruiría el mundo en que nació. Ambos se conocían desde 1905. Para Hitler, Augusto era el auditorio educado y obediente que su desbordado ego necesitaba, y fue en su compañía que se aficionó a la ópera y escuchó por primera vez a Richard Wagner y sus numerosos dramas musicales, llenos todos de arrebatado nacionalismo. Su verborrea asombraba a Kubizek y lo hacía cavilar. Fue en este muchacho en el que el adolescente Adolfo volcó sus confesiones, y así se enteró el mundo, años más tarde, que había existido una bella e inalcanzable Estefanía, hija de padres adinerados, con la que Hitler jamás pudo contactar.
3.
Adolfo, gracias a su parentela abrió las puertas de Viena ya con diecisiete años bien cumplidos. Fue al comienzo del verano austríaco, se alojó en casa de unos familiares lejanos y su imaginación se desbordó de entusiasmo al ver sus ojos la magnificencia de las construcciones, la riqueza de las grandes galerías de pintura y escultura, la barroca fachada de su ansiada meta, la Academia de Bellas Artes y el esplendor de la Opera y de los palacios imperiales. Pero tampoco este paseo le abrió el apetito de estudiar. Esta primera visita no iba a quedarse sin consecuencias. A su regresó Klara iba a sufrir y, finalmente claudicar ante su presión y su entusiasmo desbordado. En el otoño de 1907, con Viena ofreciendo a todo el polícromo colorido de sus parques y jardines, el futuro líder del III Reich entró en esa ciudad por segunda vez. Y no iba a ser La última.
Aunque nadie se lo imaginaba todavía, cada vez que el Adi (Clara lo llamaba así; pensó apodarlo Dolfi pero le pareció muy próximo a Teufel: demonio en alemán) adorado de esta mujer daba un paso adelante en su vida, Europa daba dos pasos de gigante hacia su hecatombe.
Hitler encontró un cuarto a poca distancia de la estación del Oeste y de inmediato puso manos a la obra para lograr su objetivo: convertirse en artista y triunfar. Pero una cosa es desear y otra conseguir. Su primer intento, en octubre de 1907, fue un fracaso sin paliativos. La lista clasificada contiene el siguiente apunte:
“Los siguientes tomaron el examen y no lo aprobaron, o bien no fueron admitidos… Adolfo Hitler, oriundo de Braunau, abril de 1889. Alemán, católico. Padre en el servicio civil. 4 cursos en la Realschule. Presentó unas cuantas cabezas. Prueba de dibujo rechazada.” Citado por Konrad Heiden enDer Füher, pág. 48 (Londres, 1944). Citado en Hitler, estudio de una tiranía, Alan Bullock, tomo 1º pág. 7 de Biografías Gandesa, México D.F. 1955.
¿Qué fuerzas misteriosas rigen el destino de los hombres? ¿Cuántos estudiantes mediocres han alcanzado la cúspide en la historia de la humanidad? ¡Seguro que un enorme montón! Basta con decir que uno de los suspendidos de su grupo consiguió ingresar en un examen posterior y con los años se sentó en el sillón presidencial de esa institución. Una pisca de condescendencia ese día, de esos puntillosos expertos del dibujo artístico, ¿no hubiera dado un giro copernicano a la historia del siglo xx, impidiendo de paso la muerte violenta de más de cincuenta millones de personas? Dejémoslo ahí. Las hipótesis ni cambian ni casan con la historia.
Hitler ocultó a sus seres cercanos su enorme desengaño. Seguramente buscaba, primordialmente, evitar que la noticia fuera conocida por su madre, aquellos días ya en la fase final de su enfermedad. No olvidemos, además, que Adolfo Hitler a medida que crecía en edad crecía en privacidad. Su vida íntima siempre fue un templo en el que nadie pudo penetrar. En diciembre de ese año recibió un aviso urgente: Klara Pölzl se moría. La encontró agonizando, torturada por terribles dolores, y se entregó a su cuidado con toda la ternura y la devoción de la que era capaz. Cualquier duda mal intencionada sobre ello queda destruida por el doctor Edward Bloch (1872-1945), el médico judío que la atendió en el tránsito final, y también por Paula Hitler, la hermana menor de Adolfo que estaba a la cabecera del lecho en aquel triste momento. Entre madre e hijo hubo siempre un amor profundo. Ese amor llevaba a Hitler, en muchos momentos cerca de las lágrimas y cuando finalmente llegó la muerte, el 21 de diciembre de 1907, el hombre no pudo más y se derrumbó.
El Doctor Edward Bloch era el médico judío de Linz que había atendido a Klara Pölzl en su terrible lucha contra esa terrible enfermedad. Muchos años más tarde, en marzo 1938, vio desde una de las ventanas de su vivienda a un Hitler triunfante, de pie en su coche y aclamado por la multitud, desfilar por sus calles de la capital austriaca el día en que culminó la anexión de Austria al III Reich de su creación. Ese mismo año, ya en sus finales, solicitó a las autoridades nazis permiso para emigrar con su familia a los Estados Unidos, cosa que le fue concedida cordialmente, sin pedirle explicaciones. El 16 de noviembre del año que estamos comentando, pocos días antes de su partida, envió al director de los Archivos Centrales del NSDAP (Partido Nacional Socialista) un sobre que contenía el libro de registro médico de 1907, que estaba en su poder, con el ruego de que fuera entregado a Adolf Hitler en persona. En la carta que acompañaba al documento médico leemos lo siguiente:
“hay una humildad que encuentro profundamente conmovedora. Escribo “humildad”, que es, por supuesto, diferente de cobardía, igual que la confianza difiere de la arrogancia. El gran historiador Jacob Burckhardt escribió que la humildad era algo de lo que carecía el mundo antiguo; era una virtud introducida en nuestro mundo por la cristiandad. ¿Era Hitler capaz de ser humilde? Seguro que no. Excepto que en aquella ocasión de la noche buena de 1907, cuando se inclinó profundamente ante este modesto doctor judío dándole las gracias por lo que había hecho por su madre.” John Lukacs. El Hitler de la Historia. Juicio a los biógrafos de Hitler. Turner Publicaciones, S.L. C/ Rafael Calvo, 42. 28010 Madrid).
El drama que vengo de narrar le privaba del único ser que había amado sin condiciones, y ponía término al largo período de parásito hogareño que había ejercido sin vergüenza desde la muerte de su padre. También le cerraba las puertas de aquella casa que había sido en todo momento su único refugio y protección contra el despiadado mundo que no le permitía vivir sus estrambóticos sueños. Él, en su libro pasa de puntillas sobre esa época y, como no podía ser de otra manera habla del mundo hostil que lo amenazaba; curiosamente no menciona para nada a la hermana de su madre, la tía Johanna que había sufragado los gastos médicos de Klara y los más de novecientos Kronen del préstamo que él le adeudaba; tampoco menciona la ayuda económica que le seguía dando sin titubear. Pero tal cosa se comprende perfectamente: en Mein Kampf Hitler canta sin pudor una loa permanente a sí mismo, pero no habla de cosas que perturben la imagen que quiere proyectar.
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