A instancia de Hanisch el futuro dueño de Alemania escribió a sus parientes y un buen día se encontró con que tenía en sus manos 50 maravillosos Kronen, posiblemente salidos de las manos de la pródiga tía Johanna. Lo primero que hizo, claro está, fue comprarse por poco dinero un abrigo en la casa de empeños del Estado. Padecía tanto frío que temía amanecer un día cualquiera congelado. Conservó el sucio sombrero y los ridículos zapatos que llevaba. Lo prioritario era comprar, con el dinero sobrante de su tía, los útiles indispensables para iniciar la empresa que había ideado su mendigo compañero. El plan era que Hitler pintase escenas pintorescas de Viena y sus habitantes, Hanisch las vendería y compartirían las ganancias. Entre tanto Hitler se trasladó, en febrero de 1910, al Albergue de Hombres del norte de la ciudad. Visto así, es posible que el futuro Canciller hubiese superado lo peor.
“En los años 1909 y 1910 se había producido también un pequeño cambio en mi vida: ya no necesitaba ganarme el pan diario ocupado como peón. Por entonces trabajaba ya independientemente como modesto dibujante y acuarelista. Pintaba para ganarme la vida y al mismo tiempo aprendía con satisfacción. De este modo me fue también posible lograr el complemento Teórico necesario para mi apreciación íntima del problema social.” Mi lucha. Ibid. p. 39
En el Albergue para Hombres en que ahora se encontraba podía tropezar con oficinistas, funcionarios jubilados, algunos judíos y uno que otro académico en apuros. Todo era distinto, había limpieza y aunque no podían quedarse en su interior durante el día, el precio era asequible y había cierta intimidad. También había un espacio en el que se podían realizar trabajos y fue en ese sitio donde los dos resucitados pordioseros establecieron su modesto centro de operaciones.
“En brazos de la “diosa miseria” y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar, creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia de hoy y la inflexibilidad de mi carácter. Pero más que a todo eso doy todavía un mayor valor al hecho de que aquellos años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquellos por quienes lucharía después”. Mi lucha. Ibid. p. 31.
Hitler puso manos a la obra y Hanisch se lanzó a la calle a vender las postales pintadas por aquel. La anécdota es que, pese a las afirmaciones continuas que hace en Mein Kampf, sobre la influencia vienesa en la formación de su furibundo antisemitismo, en aquellos días nada de eso existía. Al contrario, estimulaba a su socio para que a la hora de vender pusiera el énfasis en los comerciantes judíos, pues eran los más serios y más de fiar a la hora de cobrar. Agreguemos que su contacto más frecuente más, después de Hanisch, era Josef Neumann, un judío de pura cepa que lo estimulaba y con el que tenía relación de amistad.
Para su trabajo Hitler copiaba. Visitaba museos y galerías en busca de temas. Pero la pereza era su emblema distintivo y su compañero lo pinchaba de continuo, para que se diese prisa en producir. En esos días Hitler era, sobre sus dos piernas, una extraña mezcla de ambición desmedida, energía a ratos, ego apabullante y apatía incomprensible. En ese aspecto nunca habría de cambiar. Vivió así, gobernó así, así tiranizó a cuanto bicho viviente se le puso por delante y así destruyó a Europa y acabó con la vida de millones de seres inocentes. Pero a pesar de ello cierto es que la idea de Hanisch funcionó y les permitió vivir a los dos con modestia y acabar con la angustia diaria del condumio y de la suciedad. Los piojos y el hambre se habían ido para Hitler y no volverían hasta que se sumergió en los grises y enfangados campos belgas de Langemarck, en la primera batalla de Ypres, sitio en el que en 1915 el alto mando prusiano usó sorpresivamente gases venenosos vista la encarnizada resistencia de los vapuleados soldados belgas que intentaban contenerles. Allí, posiblemente, recordó con benevolencia aquellos días de hambre y suciedad en la capital austriaca. Las penurias que sufrió en los enlodados campos de esa región fueron su bautizo de fuego y en sus tierras reposan los cuerpos de más de medio millón de combatientes alemanes, belgas y canadienses.
6.
Seguía leyendo con mucho interés, nutrido por las bibliotecas públicas, abundantes en la Viena imperial, pero sus lecturas continuaban siendo anárquicas; en su vida normal careció sistemáticamente de sistema, valga la redundancia Casi se puede asegurar, leyendo a sus biógrafos, que rara vez tuvo contactos con obras filosóficas y políticas medulosas y que tampoco eso le importó. Años más tarde, sin embargo, presumió de haber leído a los grandes pensadores de la antigüedad, tanto a los del canon griego y romano como a sus contemporáneos alemanes y de otros países europeos.
“Leía mucho y concienzudamente en mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo.
“Pero hay algo más que todo esto: En aquellos tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que constituyó la base granítica de mi proceder de esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar. Por el contrario hoy estoy firmemente convencido de que en general todas las ideas constructiva, si es que realmente existen se manifiestan, en principio, ya en la juventud.” Mi lucha. Ibid. p. 32.
Se levantaba cada día con un nuevo odio y una nueva alucinación y su introversión, una vez adquirida, no tuvo nunca marcha atrás. Su vida íntima era un templo del que echaba con cajas destempladas a quien insinuara penetrar en él. Odiaba a los dinásticos austriacos, a los socialdemócratas, y pese a ser de raigambre católica rechazaba tajantemente su iglesia, al Papa y sus sacerdotes, especialmente a los jesuitas y su comunismo de sotana, despreciaba el sistema democrático de gobierno y a sus inútiles parlamentarios y odió profundamente a los checos, a los eslavos, rutenos, polacos, croatas y demás pueblos que conformaban el imperio Austro húngaro. También odió sin paliativos, por supuesto, a los desheredados con los que convivía y compartía las penalidades que conlleva la miseria. De sus odios no se libraban los negros y los gitanos y, cada día que transcurría se acercaba un poco más al odio rey de todos sus odios: los judíos, la maldita y tenebrosa secta que tres o cuatro mil años antes había florecido a orillas del Jordán. Estaba cercano el momento en que en su mente iban a convertirse en el peor engendro que había concebido Satanás. Con parecido ardor rabiaba sin freno contra los marxistas. En la residencia para varones, donde convivía con etnias distintas, todos lo tenían calificado como el ser más estrafalario que hubieran conocido nunca.
En la Viena de su miseria y sus fracasos pictóricos se endureció concienzudamente para lo que iba a ser hasta el fin de sus días. Fortaleció su poderosa voluntad y cultivó con mimo su falta absoluta de piedad. Las cualidades a las que hace referencia son la habilidad para mentir, la astucia para confundir, la inteligencia para engatusar a sus oyentes, para regalar el oído de los escépticos, para seducir a sus pares y para trazar el camino que un día sembraría de cámaras de gas y campos de exterminio, ese tenebroso infierno de los KZ que el mundo difícilmente olvidará. El tragadero insaciable de los campos de batalla, otra obra maestra de su malignidad también contribuyó a engullir a otros muchos millones de seres humanos en la pira de sus insensatos planes de conquista y dominación.
“Desde tiempos inmemoriales, la fuerza que impulsó las grandes avalanchas históricas de índole política y religiosa no fue jamás otra que la magia de la palabra hablada.
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