David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Ante sus acompañantes, el Führer hizo una exhibición de sus conocimientos sobre el edificio, su distribución y su historia, adquiridos en sus lecturas sobre los grandes templos de la ópera. Siguió luego la visita -siempre en automóvil, con apenas algunos minutos para ver de cerca algo que le interesara especialmente- por la ciudad que comenzaba a despertarse: los Campos Elíseos, la Madeleine, el Trocadero, la torre Eiffel. En ese punto se pararon y hay una famosa foto en la que Hitler, rodeado de militares, aparece paseando con la torre al fondo. Realmente, junto a los militares hay tres civiles a los que se ordenó vestir con ropas de la oficialidad alemana: son el escultor Breker, a la izquierda del Führer , y los arquitectos Speer y Giessler, a la derecha. También pasó por el Arco de Triunfo, el monumento al Soldado Desconocido y los Inválidos, donde permaneció unos minutos en silencio ante el sarcófago de Napoleón Bonaparte. Cuando salieron a la calle comentó al fotógrafo Hoffmann: «Ha sido el más bello momento de mi vida.» Sin embargo, apenas mostró interés por Nôtre-Dame, la Sainte-Chapelle o el Louvre. Curiosamente, se detuvo al pie del Sacré-Coeur, donde permaneció unos minutos, rodeado por sus guardaespaldas, mientras numerosas personas pasaban por allí camino de misa. Según Albert Speer, «fue reconocido por muchos fieles, que no le prestaron ninguna atención». Cuando, a las 9 h, dieron por finalizada la visita, Hitler le dijo a Speer: «Poder ver París ha sido el sueño de toda mi vida. No puedo expresar todo lo feliz que soy al ver cumplido hoy este deseo.» Nunca más regresó a la capital francesa, pero aquella misma noche le comunicó a su arquitecto que debía preparar los planos para hacer un nuevo Berlín, ante cuya grandiosidad palideciera la capital de Francia. Nunca podría ver cumplida esa megalomanía. La guerra que había desatado se tragaría todas las fuerzas y recursos del país y, finalmente, consumiría a la propia Alemania.

Hitler tenía, también, otros sueños aquellos días. Creía que el Reino Unido se avendría a firmar una paz con Alemania. Cuando perdió la esperanza cursó instrucciones para que el ejército de tierra preparara una campaña contra las Islas Británicas, «Operación León Marino», proyecto para el que precisaba una armada capaz de enfrentarse a la inglesa. Como eso no podía improvisarse, ordenó a su flota submarina que realizara los mayores esfuerzos para debilitar el poderío naval británico y a la Luftwaffe que atacara los puertos ingleses. En este punto -agosto de 1940-, se inició la llamada Batalla de Inglaterra. Los alemanes, que según Speer no mostraban entusiasmo alguno por las formidables victorias que estaban logrando sus soldados, comenzaron a tener buenas razones para temer el futuro.

Los ataques contra puertos, industrias, aeropuertos y ciudades británicas mostraron las primeras debilidades alemanas. Sus cazas no eran superiores a los británicos, sus bombarderos resultaban muy vulnerables ante la caza enemiga y su radio de acción era escaso para esas misiones; sus industrias eran impotentes para enjugar las pérdidas de aviones, sus escuelas de entrenamiento se mostraron demasiado limitadas para sustituir a los pilotos derribados sobre suelo enemigo y las destrucciones causadas por sus ataques resultaban mínimas en relación con los medios empleados. En resumen, Alemania perdió la Batalla de Inglaterra porque no consiguió adueñarse del cielo británico, ni eliminar a las Reales Fuerzas Aéreas (RAF), ni paralizar su industria, destruir sus puertos o interrumpir el tráfico marítimo entre las colonias y la metrópoli. Esa derrota, evidente ya en los últimos días de octubre, aunque aún registraría algunos coletazos, se plasma claramente al comparar las pérdidas británicas (julio-octubre de 1840): 915 aviones frente a los 1.733 alemanes. Con la RAF en condiciones de medirse a la Luftwaffe y una inferioridad naval manifiesta, Berlín debía renunciar al sueño de dominar las Islas. A finales de octubre, Hitler pospuso la «Operación León Marino» hasta la primavera de 1941.

EL DUEÑO DE EUROPA

Pero no tuvo Hitler mucho tiempo para dedicarse a Inglaterra en aquel otoño de 1940, uno de los más movidos de su vida. La victoria le había puesto en tal excitación nerviosa que cambiaba su cuartel general de un lugar a otro sin motivo aparente. Además, debió realizar numerosos viajes entre septiembre y noviembre, en los que urdió todo el sistema de alianzas alemanas para la guerra. El 27 de septiembre se firmó el pacto tripartito entre Alemania, Italia y Japón, lo que popularmente se llamó el Eje Berlín-Roma-Tokio. El 23 de octubre se entrevistó con Franco en Hendaya: Hitler deseaba que España entrara en guerra, pues le interesaba tomar Gibraltar y disponer de las islas Canarias como base, pero Madrid necesitaba tantas armas, combustible y alimentos que Berlín estimó demasiado cara aquella colaboración. Más aún, Franco pedía concesiones en Marruecos y el Führer , que al día siguiente iba a entrevistarse con Pétain, no podía ceder a ellas so pena de irritar al jefe del Estado francés. El 28 se reunía con Mussolini en Florencia; ese mismo día las tropas italianas atacaron Grecia.

Más importante todavía sería la visita de Molotov, ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, a Berlín el 12 de noviembre. Hitler deseaba ampliar los acuerdos de colaboración del Pacto germano-soviético de agosto de 1939. No pedía a Moscú que entrara en guerra junto con Alemania, pero sí que reafirmara los acuerdos e incrementara los suministros de materias primas, fundamentalmente de combustible. Molotov, que padeció las incursiones aéreas británicas sobre Berlín, no tenía nada claro que la victoria germana contra los británicos fuera tan inminente como le aseguraba Von Ribbentrop, de modo que sostuvo con obstinación las exigencias soviéticas: Finlandia, manos libres en los Balcanes, acceso al Mediterráneo por el mar Negro, suspensión de las garantías alemanas a Rumania y la firma de un pacto de no agresión con Bulgaria, que permitiera el establecimiento de bases soviéticas en aquel país. El Führer rechazaba todas y cada una de tales peticiones y, en cambio, le ofreció la posibilidad de ampliar el imperio soviético a costa de Persia e India, por donde la URSS podría alcanzar las aguas del Índico.

Desde luego, esto era tentador, pero Moscú sabía que Gran Bretaña y Estados Unidos estaban a punto de cerrar un acuerdo que, a la larga, involucraría a los norteamericanos en la guerra: el astuto Stalin se daba cuenta de que India y Persia serían regalos envenenados. Por tanto, le envió a Molotov instrucciones para que esperase la pretendida victoria alemana sobre Gran Bretaña y, de momento, obtuviera de Hitler las concesiones que había ido a buscar. El Führer comenzó a impacientarse, a considerar a Molotov como un insolente que no reconocía al nuevo dueño de Europa y a pensar que Stalin necesitaría una lección. Si desde siempre había sabido que tendría que combatir contra la URSS para exterminar el comunismo y ganar para Alemania el «espacio vital», ahora vislumbraba que el ataque estaba próximo. Si algo faltaba para decidirle, llegaron oportunas las indiscreciones de Molotov en una cena ofrecida a Von Ribbentrop en su embajada de Berlín: el ministro soviético precisó los intereses de la URSS en el Báltico, en Suecia y la posibilidad de negociar con Alemania la concesión de bases en Dinamarca.

Apenas Molotov abandonó Berlín, Hitler comenzó a hablar del ataque a la URSS. Raeder y Goering trataron de contenerle para que, primero, terminase con el problema británico. Es imposible saber si, al fin, hubieran hecho triunfar su buen sentido, pero lo cierto es que no tuvieron tiempo. A finales de noviembre, Stalin le hizo llegar un memorándum en el que aceptaba las propuestas alemanas para un reparto del imperio británico, pero también deseaba ver satisfechas sus restantes peticiones. Hitler no respondió y, mientras en Moscú suponían que se lo estaba pensando para iniciar un regateo, dictó su directiva número 21, fechada el 18 de diciembre de 1940:

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