«Las fuerzas armadas alemanas deben estar preparadas, incluso antes de que termine la guerra contra Inglaterra, para aplastar a la Rusia soviética en una rápida campaña […].»
Aunque no proponía una fecha concreta, decía en aquel documento secreto que los preparativos deberían haber concluido el 15 de mayo de 1941.
Pero mientras ocurrían estos trascendentales sucesos políticos, también hubo otros que requirieron su atención, como la incorporación de Hungría, Rumania y Eslovaquia al Pacto Tripartito o sus entrevistas con Boris de Bulgaria, Leopoldo de Bélgica, Serrano Súñer o el conde Ciano. En el campo militar, su mayor preocupación era la desastrosa marcha de las operaciones militares italianas en África y Grecia. En Libia, los italianos retrocedían ante los británicos, que en cuarenta días de lucha alcanzaron Sollum, recuperando cuanto el ejército de Mussolini había ganado en su ofensiva del final de verano. Aún peor estaban las cosas en Grecia, donde los italianos debían retirarse ante el contraataque heleno, o en el Mediterráneo, enseñoreado por la flota británica, que había causado graves pérdidas a la italiana. La situación comenzaba a ser preocupante para Alemania, que veía amenazado su flanco sur por los británicos, tanto que desplazó baterías antiaéreas para proteger los campos petrolíferos rumanos, su principal fuente de combustible.
El 4 de diciembre de 1940, el Führer , irritado por la ineficacia italiana, ordenó el envío de cuatro escuadrones de bombardeo en picado a Sicilia y sur de Italia para impedir la libertad de movimientos de la que gozaba la flota británica, aunque indicaba a Mussolini que precisaría recuperar esos aparatos antes de dos meses para emplearlos en otras misiones. El jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe , general Jeschonnek, escribía en su diario:
«Conversaciones entre el Führer y Milch (mariscal de la Luftwaffe ) sobre la posibilidad de atacar las posesiones inglesas en el Mediterráneo. Esto constituye una necesidad debido a que el desastre italiano en Grecia está produciendo efectos psicológicos, además de las consiguientes desventajas militares: la actitud de España y África con nosotros comienza a ser vacilante.»
No menos hubiera debido preocupar a Hitler la Ley de Préstamos y Arriendos aprobada por Estados Unidos el 16 de diciembre, que equivalía a un ingente suministro de buques, armas, materias primas y alimentos al Reino Unido, antesala de la intervención norteamericana en la guerra. Pero, al concluir 1940, pese a sus preocupaciones, Hitler se sentía el hombre más poderoso del mundo. Nunca nadie, ni siquiera Napoleón, había dominado tan amplio espacio del continente europeo. Alemania se había anexionado Austria y ocupaba Noruega, Dinamarca, Polonia, Checoslovaquia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia, y contaba con la alianza de Italia, Hungría, Rumania y la amistad de España.
Pero el nuevo año aún le iba a endiosar más. En respuesta a las demandas de ayuda formuladas por Mussolini, Hitler decidió enviar al norte de África algunas fuerzas con la misión de evitar el desplome italiano. Así se formó un pequeño ejército especializado en la lucha en el desierto, denominado Afrika Korps y mandado por un general recién ascendido, que había mostrado iniciativa y dotes de mando al frente de una división blindada en la campaña de Francia, Erwin Rommel. Con apenas una división y con los restos de las fuerzas italianas, Rommel comenzó su brillante campaña, ganando a los ingleses en dos semanas lo que éstos habían avanzado en dos meses. Pero el brillo de las campañas del desierto, en las que Rommel conquistó el bastón de mariscal, sólo fueron un espejismo que le costó muy caro a Hitler. Tras los éxitos iniciales en Libia, Rommel advirtió que la victoria dependía de los suministros que pudieran sostener su avance. El Führer , contra toda lógica militar y contra su inicial propósito de limitarse a entretener a los británicos en África y sostener a los italianos, comenzó a soñar con la conquista del Canal de Suez y con la ocupación de los campos petrolíferos de Irak e Irán, por lo que se embarcó en una carrera de suministros que resultaría siempre muy costosa y, a la larga, imposible de mantener. La flota británica causó enormes pérdidas a los transportes del Eje y todo aquel extraordinario esfuerzo sólo alcanzó para que Rommel llegara hasta El Alemein, donde sería derrotado (en septiembre-octubre de 1942) por Montgomery, la nueva estrella del generalato británico.
Lo más grave -aunque se están adelantando acontecimientos- fue que Italia y Alemania se vieron implicadas en una guerra de grandes dimensiones, para la que no estaban preparadas y en la que gastaron inmensos recursos humanos (casi medio millón de hombres), millares de aviones y carros de combate, más de diez mil cañones, más de cien mil vehículos y cientos de miles de toneladas de suministros y de buques perdidos. Pero este desastre llegaría un año después. En 1941, todavía Hitler podía soñar con la conquista del Próximo Oriente, golpeando al imperio británico donde más podía dolerle.
Más brillantes todavía fueron las campañas balcánicas. Hitler atacó Yugoslavia, que el 25 de marzo de 1941 se había unido al Eje pero, al día siguiente, un golpe militar arrojaba del poder al germanófilo regente Pablo y convertía en rey a Pedro II. Hitler hubiera podido ahorrarse esta guerra: el nuevo régimen yugoslavo se apresuró a buscar un nuevo tratado de no agresión con Alemania, pero el Führer sintió el cambio como una bofetada personal. «Barreré a conciencia los Balcanes», aseguró a quienes intentaron persuadirle de que lo mejor era no dispersar esfuerzos ante la inminencia del ataque contra la URSS, por lo que emitió su directiva número 25: «Yugoslavia, pese a sus protestas de lealtad, debe ser considerada desde este instante como país enemigo y aplastada con la máxima rapidez posible.» En menos de una semana, el Estado Mayor alemán preparó el ataque contra Yugoslavia, con el nombre en clave de «Operación Castigo». El 6 de abril comenzó el ataque alemán. Ese mismo día recibió Atenas la declaración del estado de guerra con el III Reich. El ataque de la Wehrmacht , «Operación Mabita», fue fulminante: el día 9 de abril entraban los alemanes en Salónica, el 13 en Belgrado, el 18 capitulaba el ejército yugoslavo, el 23 lo hacía el griego y el 26 los alemanes alcanzaban Corinto. Las fuerzas expedicionarias británicas abandonaban Grecia y el 20 de mayo los paracaidistas alemanes tomaban Creta.
Hitler estaba exultante. Nada podía oponerse a sus designios. Una sola frase bastará para explicar esta campaña: «¡Para el soldado alemán no hay imposibles!», decía en el Reichstag el 4 de mayo. Pero ese mes sufriría dos reveses de consecuencias importantes. El 10 de mayo, por la tarde, su amigo Rudolf Hess, segundo hombre en la sucesión del Führer tras Goering, se subió a un bimotor M-110, con el pretexto de probarlo, como venía haciendo desde meses atrás, y voló hasta Inglaterra. Nunca se ha logrado aclarar totalmente la misión de Hess, un hombre que en los últimos tiempos parecía un tanto desequilibrado. La versión más admitida es que, gran simpatizante de Gran Bretaña, confió en que sería bien recibido en Londres, donde podría convencer al Gobierno británico de que cesara en sus hostilidades contra Alemania y que ambos países combatieran juntos contra el comunismo. Ya fuese éste el verdadero motivo ya fuera otro, lo cierto es que Hitler enloqueció cuando supo la noticia: «¡Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Ha volado a Inglaterra!» Hitler pasó dos días como un león enjaulado, ora maldiciendo a su amigo, ora suponiéndole víctima de un secuestro o una conspiración, ora discutiendo con Goering, que apostaba por la incapacidad de Hess para llegar a Inglaterra. Hitler creía que su antiguo camarada y escribano del Mein Kampf estaba un tanto loco, pero que era un hombre inteligente y valeroso, capaz de las empresas más audaces.
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