El nerviosismo de Hitler hubiera alcanzado el cielo de haber sabido que el decreto movilizador de Stalin, en vigor desde el 23 de julio, afectaba a las quintas desde 1925 a 1938, lo que llevaba a filas a todos los varones útiles entre los diecinueve y los cuarenta años, 15 millones de hombres en pie de guerra. Tampoco sabía Hitler que Stalin había ordenado que todas las grandes fábricas fuesen trasladadas hacia el este, más allá del Volga, incluso hasta los Urales. Millón y medio de vagones de ferrocarril transportaron 1.523 grandes fábricas y cinco millones de trabajadores se desplazaron hacia el este para hacerlas funcionar inmediatamente. El traslado, unido a las destrucciones de la guerra, redujo la producción industrial soviética en un 40 por ciento durante el segundo semestre de 1941, pero algunas industrias estratégicas invirtieron esa tendencia. La URSS fabricó 8.000 aviones (el doble que en el primer trimestre) y más de 3.000 carros de los nuevos modelos. Hitler jamás pudo creerse estas cifras, realmente tan extraordinarias que sólo por el formidable entusiasmo que despertó la «guerra patriótica» y el sacrificio del pueblo ruso pueden explicarse.
La agitación de Hitler comenzó a subir al tiempo que crecían las demandas de sus generales. Guderian pedía 300 motores nuevos para sus carros y todos los jefes de las divisiones blindadas solicitaban más equipos de mantenimiento y recambios. De cualquier forma, nada indicaba el 21 de agosto que peligrara la victoria alemana, pues en dos meses habían penetrado 700 km en la Unión Soviética. Moscú estaba a menos de 300 km de distancia. Pero entonces se produjo una catástrofe en la dirección de la guerra. Hitler, que a la sazón reunía dos conferencias militares diarias con no menos de seis horas de duración, había tenido tiempo para madurar un plan diferente al del Estado Mayor alemán. El 21 de agosto enviaba una orden, cuyo texto comenzaba: «La propuesta del Ejército, de 18 de agosto, no se ajusta a mis intenciones, por tanto ordeno…» y lo que ordenaba era que se suspendieran las operaciones en dirección a Moscú, dando prioridad al cerco de Leningrado y al enlace con los finlandeses, en el norte, y a la toma de Crimea y el Cáucaso en el sur.
El mariscal Brauchitsch sufrió un amago de infarto al conocer la noticia. Haider lloró desconsoladamente y el 23 de agosto escribía a su mujer:
«… Una vez más he presentado la dimisión para no volverme loco. Me la han rechazado. El objetivo que me propuse, derrotar a los rusos de una vez para siempre antes de que termine el año, no se alcanzará.»
La misma desesperación reinaba en el cuartel general del mariscal Von Bock, que comisionó a Guderian para que hablase directamente con Hitler. Guderian voló hasta Rastenburg y se presentó ante el Führer en la «Guarida del Lobo». El general, uno de los pocos que no temía enfrentarse a Hitler, le expuso las ventajas de atacar Moscú. Destruirían el grueso del ejército que aún tenía Stalin, conseguirían un formidable triunfo psicológico, capturarían muchas industrias pesadas que todavía no habían podido ser retiradas y gastarían menos su material blindado, al no tener que trasladarlo a frentes situados a más de 800 km. Hitler le replicó que le importaban más los cereales ucranianos, el petróleo del Cáucaso, el hierro del Donetz y la península de Crimea, base de los ataques aéreos soviéticos contra los pozos petrolíferos rumanos de Ploesti. «Mis generales no entienden nada de la economía de la guerra», comentó Hitler cuando, desesperado, Guderian abandonó el cuartel general.
Los resultados inmediatos parecieron darle la razón a Hitler. Guderian, trazando una curva de 800 km hacia el sur, enlazó con los blindados de Kleist, que rompieron las líneas soviéticas hacia el norte. Ucrania entera fue embolsada y en un mes de combates capturaron los alemanes cerca de 600.000 prisioneros y tomaron o destruyeron un millar de carros y cuatro mil cañones. A finales de septiembre, después de cien días de campaña, las pérdidas soviéticas eran de dos millones y medio de hombres, 22.000 cañones y 18.000 tanques, pero los alemanes seguían a 300 km de Moscú, no habían cercado Leningrado y el avance hacia el Cáucaso, recorriendo inmensas distancias, era muy lento. El cambio de planes ordenado por Hitler proporcionó a Stalin dos meses de margen y en ese plazo sus industrias siguieron viajando hacia los Urales (el traslado de las industrias de la región de Moscú no comenzó hasta el 10 de octubre y terminó cuando los alemanes estaban a cincuenta kilómetros de la capital). Sus divisiones siberianas, tras la información de que Japón no atacaría a la Unión Soviética, proporcionada el 14 de septiembre por su espía Richard Sorge, fueron trasladadas al oeste. Los nuevos reemplazos llamados a filas cubrían las bajas de las divisiones perdidas; muchas de las industrias de guerra comenzaban ya a trabajar a plena producción y, además, los alemanes empezaron a detectar que el ejército soviético estaba recibiendo material inglés y norteamericano.
El 2 de octubre, tras haber logrado formar un frente continuo y casi recto que discurría a lo largo de 1.800 km, desde Leningrado hasta Crimea, los ejércitos alemanes del centro del dispositivo reanudaron su marcha hacia Moscú. Cien días de campaña ininterrumpida habían gastado sus mejores unidades y reducido sus efectivos blindados a poco más del 50 por ciento. Pese a todo, volvieron a romper el frente soviético pero sus avances eran cada vez más lentos, dificultados no sólo por la resistencia militar, sino por las lluvias torrenciales de aquel otoño, que convirtieron los caminos y los campos de batalla en barrizales intransitables, y por la estrategia soviética de «tierra quemada»: los alemanes avanzaban por regiones inhóspitas, donde los pueblos eran pequeños y estaban abandonados, las carreteras minadas y los puentes destruidos. El comienzo de noviembre constituyó un pequeño respiro, porque las bajas temperaturas congelaron el barro y los vehículos volvieron a rendir satisfactoriamente. Pero sólo fueron diez días. A partir de ahí entró en combate, a favor de los soviéticos, el «general invierno».
El 12 de noviembre, los termómetros marcaron 12° bajo cero y las temperaturas continuaron descendiendo hasta menos 35° el 4 de diciembre. Los soldados alemanes fueron sorprendidos con ropas de entretiempo y, además, muy gastadas por la campaña. Los equipos de invierno se retrasaron en la frontera por orden de Hitler, que tenía otras prioridades, lo que supuso un auténtico desastre para la Wehrmacht : los casos de congelación grave afectaron a un 10 por ciento de los efectivos de infantería. La imprevisión frente al invierno fue tan extraordinaria que escaseaba el anticongelante para los motores, por lo que debían permanecer continuamente encendidos, con el consiguiente desgaste mecánico y un extraordinario consumo de combustible. Tampoco habían llegado a primera línea los ganchos que se adaptaban a las cadenas para que los carros de combate pudieran sostenerse sobre el hielo. Los caballos, muy utilizados para mover cargas y piezas de artillería, morían como moscas a causa del frío y del hambre, incapaces de forrajear apartando la nieve, como hacían sus congéneres rusos. En esas condiciones estaba el sector central del frente alemán cuando sus vanguardias alcanzaron los suburbios de Moscú, pero no lograron penetrar en la capital de Rusia porque aquellos ejércitos apenas podían ya dar un paso. Los contraataques soviéticos les rechazaban por doquier, de modo que, entre el 3 y el 5 de diciembre toda la primera línea alemana hubo de pasar a la defensiva, justo cuando los ejércitos soviéticos se disponían a contraatacar.
Hitler no podía creer que, después de haber perdido cerca de tres millones de hombres y no menos de 20.000 tanques, Stalin estuviera contraatacando en el frente de Moscú con diez ejércitos formados por no menos de un millón de hombres, bien dotados de carros, artillería y caballería, mientras la Wehrmacht , con unas pérdidas cuatro veces menores, se hallaba al borde del colapso. Pero el problema alemán era aún más grave del que suponían en Berlín. A comienzos de diciembre, Stalin disponía realmente de unos tres millones de hombres, bien equipados para el invierno y excelentemente armados; sus fuerzas blindadas sólo disponían de 2.600 carros, pero casi todos eran T-34 y KV-1; además, contaba con una importante masa de caballería, muy útil en labores de persecución. Con esas fuerzas rechazó el acoso alemán contra Moscú e hizo retirarse a las divisiones blindadas de Hoepner y Guderian, punta de lanza del dispositivo central de Hitler. Los alemanes, tras el inicial desastre de diciembre, se dispusieron a capear el invierno lo mejor posible y constituyeron un frente formado por «posiciones-erizo», bien abastecidas y capaces de defenderse en todas las direcciones.
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