David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Sin embargo, a la Wehrmacht le ocurrió algo peor que su fracaso ante Moscú: enseñó al enemigo su arte de hacer la guerra y le mostró sus puntos vulnerables. También había perdido miles de oficiales y suboficiales irreemplazables y a centenares de jefes de carro con años de entrenamiento y práctica. Nunca los blindados alemanes, aunque fueran más poderosos que los de 1940 y 1941, volvieron a maniobrar con la armonía y celeridad de la primera campaña de Rusia. Y, lo que era peor, sus generales más competentes cayeron en desgracia y fueron retirados del mando: Brauchitsch estaba gravemente enfermo, Reichenau había muerto en combate, Hoepner fue expulsado de la Wehrmacht , Guderian recibió un permiso ilimitado, Von Leeb solicitó el retiro y Hitler se hizo cargo directamente del mando del ejército. Cierto que esta medida fue, inicialmente, acertada, pues infundió espíritu de lucha y sacrificio a un ejército agotado y moralmente hundido. La energía y la falta de escrúpulos del Führer mantuvieron el frente en Rusia, pero esa voluntad política se trasladaría luego a los planes de operaciones, en los que intervendría incluso en los detalles más minuciosos, multiplicando los errores.

UN INTENSO OLOR A MUERTO

Otra consecuencia desastrosa del fracaso ante Moscú fue su repercusión sobre la población civil, que desde el verano era persuadida por la propaganda de Goebbels de que cada una de las sucesivas victorias de la Wehrmacht era la definitiva. Por muchos subterfugios que emplease el ministro de Propaganda, los alemanes, a comienzos de 1942, veían que sus tropas se retiraban, al tiempo que a sus hogares llegaban las terribles notificaciones de la muerte de sus hombres en el frente. Desde que comenzara la guerra, los alemanes habían registrado 270.000 muertos (de ellos, 173.000 en la Unión Soviética) y no menos de 850.000 heridos. Por otro lado, la guerra se acercaba a la patria: seguían los ataques aéreos alemanes contra Gran Bretaña, pero cada día eran más frecuentes las respuestas británicas y los habitantes de las grandes ciudades comenzaron a saber lo que eran las alarmas aéreas, el miedo a los bombardeos, la angustia de los refugios y el desastre e incomodidad de los montones de ruinas en los centros urbanos.

Más sobrecogedora aún para la ciudadanía resultó la noticia de que estaban en guerra con Estados Unidos tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. Lo increíble es que no fue Roosevelt quien declaró la guerra a Hitler, sino que fue éste quien tomó la iniciativa. El 11 de diciembre, Von Ribbentrop citó en la Cancillería al encargado de negocios norteamericano y, poco después de las 14 h, le leyó la declaración de guerra. Pero una cosa eran las baladronadas de Hitler en el Reichstag , jaleadas por aquella claque, y otra su más íntimo sentimiento. Hay múltiples testimonios que hablan de la inquietud, del desasosiego de Hitler ante la entrada en guerra con Estados Unidos y por la situación en que estaba Alemania, nuevamente obligada a combatir en dos frentes; tanto que decidió aquel mismo diciembre nombrar al mariscal del Aire, Albert Kesselring, comandante supremo del sur.

La vida en Alemania se había ido enrareciendo a lo largo del año. Cada día era más escaso el cupo a que daba derecho el racionamiento y más abundante el trabajo, lo que embrutecía a la población civil, alejándola de cualquier otra preocupación que no fuese la mera supervivencia. Un obrero industrial manifestaría cuarenta años después de la guerra:

«Cuando trabajas con horario partido en tres turnos y cuando, además, te enrolan en el Frente del Trabajo, no tienes tiempo para protestar. Sí, claro, algunos protestaban un poco, pero luego continuaban. Si trabajabas, no tenías tiempo para monsergas. Te levantabas por la mañana a la hora que debías levantarte y no sobrepasabas los tiempos de descanso porque, después de todo, el dinero era tentador. No me preocupaba mucho por los nazis; dejando a un lado mi obligada contribución al Frente del Trabajo, no tenía relación alguna con ellos.»

Sí existía, sin embargo, un frente de oposición callado y tenaz, que terminó en actos de espionaje, sabotaje e, incluso, intentos de asesinato de Hitler o, simplemente, de resistencia pasiva a no colaborar con el sistema. Hubo otras resistencias a las aberraciones del nazismo, por ejemplo al programa de eutanasia impulsado por Bormann, pero bien conocido por Hitler. Se trataba de eliminar a los enfermos incurables y ancianos residentes en asilos, incluidos en la clasificación de «camaradas nacionales improductivos». El obispo protestante de Munster, Von Galen, predicó un famoso sermón, en agosto de 1941, con tan fuertes repercusiones que Von Papen las refleja en sus memorias:

«Parecía realmente grotesco, en el preciso momento en que la nación estaba llamada a desarrollar todavía mayores esfuerzos, el haber comenzado otra campaña contra las iglesias […] Hitler pareció atender a mis argumentos, pero, como en muchas ocasiones anteriores, echaba la culpa de todo a los exaltados del partido. Había dado instrucciones a Martin Bormann para que cesase esta insensatez, pues no estaba dispuesto a soportar conflictos de índole interna. Parece que Bormann dijo a sus Gauleitern que estas instrucciones no debían ser tomadas muy en serio.»

Pero la inquietud política despertada por el obispo Von Galen dio su fruto. Goebbels aconsejó que éste no fuera detenido y el programa de eutanasia quedó en suspenso.

Peor fortuna estaban teniendo los judíos, los gitanos, los Bibelforscher (testigos de Jehová, estudiantes de la Biblia, que eran en Alemania unos 20.000, de los cuales la mitad sufrió penas de cárcel y unos cinco mil perecieron en los campos de extermino), los prisioneros de guerra rusos, la población civil rusa y polaca y los habitantes de todos los países ocupados. En septiembre de 1941, Himmler ordenó que todos los gitanos fueran detenidos y encerrados en campos de concentración, donde deberían ser exterminados: 17.000 de ellos fueron asesinados. Similar resultó el destino de gran parte de los prisioneros de guerra soviéticos, pues Alemania no estaba dispuesta a alimentarlos y, por tanto, los agotó trabajando hasta que murieron o fueron asesinados cuando ya nada más podía sacarse de ellos. Sólo en el campo de Treblinka liquidó a 700.000 prisioneros. Las crecientes necesidades de la industria de guerra fueron cubiertas por población civil deportada de los países vencidos. Procedentes de éstos, más de veinte millones de personas fueron esclavizadas -en su mayor parte rusos y polacos-, aportando pingües beneficios a las empresas que los empleaban y a las SS. Los empresarios solían pagar entre 3 y 6 marcos por trabajador y día a las SS y éstas apenas se gastaban 0,35 marcos diarios en su manutención. Cuando el prisionero había sido reducido a un desecho humano inútil para el trabajo era liquidado, rindiendo su último tributo al Reich: se comercializaban sus cenizas como fertilizantes; sus cabellos, para fabricar fieltro. Sólo el campo de Auschwitz entregó 60 toneladas de cabello humano a la firma Alex Zink, que pagó por ellas 30.000 marcos. Hubo empresas que se constituyeron para aprovechar los últimos residuos humanos como la Acción Reinhard , que adquiría a las SS cuantas pertenencias de los prisioneros pudieran ser comercializadas: relojes, cadenas, joyas, dientes, etcétera.

La guerra no absorbía tanto a Hitler como para hacerle olvidar su odio antisemita. Una directiva de 31 de julio de 1941 le recordaba a Heydrich que las disposiciones existentes dentro de Alemania respecto a los judíos debían, también, imponerse en los territorios ocupados. Para coordinar todos los esfuerzos de los departamentos afectados, Heydrich convocó una reunión en la sede de la Gestapo en Wannsee, a la que asistieron el 20 de enero de 1942 representantes de la Cancillería, de los Ministerios de Justicia, Exteriores e Interior, del Plan Cuatrienal y de las administraciones de los territorios ocupados. Adolf Eichmann, que pertenecía al RSHA (Departamento Superior de Seguridad del Reich) tomó nota de lo tratado y escribió las actas de la reunión. Cuando fue juzgado en Israel, en 1961, declaró que en Wannsee «la discusión consideró la matanza, la eliminación y la aniquilación». En aquella reunión se planificó explotar a los judíos, hombres y mujeres por separado, fundamentalmente en la construcción de carreteras, esperando que la dureza del trabajo aniquilara a muchos de ellos. Los supervivientes deberían ser tratados «según lo acordado» para evitar que, una vez puestos en libertad, el pueblo judío se reprodujese. En Wannsee se cuantificó el «problema judío» en unos 11 millones de seres. Pero ni siquiera la eficacia alemana, las obras públicas de las SS, sus hornos crematorios, sus instalaciones para el gaseado de los prisioneros y las dietas aniquiladoras de sus campos de exterminio pudieron producir tal matanza. Las cifras del holocausto siguen siendo controvertidas, aceptando la mayoría de los especialistas el exterminio de unos cinco millones de judíos.

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