David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Luego estaba Francia. Desde finales de 1943, un criado turco de la embajada británica en Ankara, que se hacía llamar por el nombre clave «Cicerón», le estaba proporcionando al embajador alemán en Turquía, Von Papen, un interesante material que informaba de la apertura del segundo frente, cuyo nombre clave era «Overlord». Hitler hablaba del asunto en su directiva número 51:

«… El peligro continúa en el este, pero una amenaza todavía mayor ha surgido en el oeste: ¡un desembarco anglo-norteamericano! En el este, la magnitud del territorio nos permite ceder terreno, incluso en importantes proporciones, sin que el sistema neurálgico alemán padezca un desastre irreparable. ¡Pero la situación no es igual en el oeste! Si el enemigo consiguiera perforar nuestras defensas, las consecuencias serían desastrosas. Todo indica que el enemigo iniciará una ofensiva contra la fachada occidental europea no más tarde del final de la próxima primavera o, tal vez, antes.»

En previsión del ataque aliado en la fachada atlántica de los países conquistados en 1940, Hitler había ordenado construir la «Muralla del Atlántico», una línea de fortificaciones que iban desde la frontera española hasta Noruega. Realmente la Muralla era un término muy pretencioso, pues en pocos lugares era verdaderamente consistente, tal como pudo comprobar el mariscal Rommel cuando, a finales de 1943, Hitler le encomendó la misión de acelerar las construcciones defensivas.

Para defender esa costa atlántica contaba Hitler con cerca de medio millón de hombres, cuya vida resultaba más incómoda cada día debido a la creciente resistencia francesa. Los franceses habían sido, en general, unos colaboradores cómodos de los alemanes en 1940, pero en 1941 Berlín comenzó a necesitar su mano de obra y a deportarla a Alemania y eso lanzó a muchos franceses al maquis. La resistencia aumentó en 1942, hasta el punto de que los alemanes ejecutaron a 476 rehenes entre noviembre de 1941 y mayo de 1942 para frenar la oleada de atentados. Los efectivos de la resistencia, su coordinación y sus medios subieron vertiginosamente en 1943. En ese año se les enviaron desde Gran Bretaña 8.455 toneladas de material, de las que los alemanes lograron interceptar casi la mitad. De la eficacia de la resistencia es buena muestra que, en mayo de 1944 -en vísperas de la operación «Overlord»-, destruyese más locomotoras, vagones de tren y metros de vía férrea que la aviación anglo-norteamericana en toda aquella primavera. No menos expresivas son las cifras de atentados, 7.597, contabilizados por los alemanes entre septiembre de 1943 y marzo de 1944. Otro dato elocuente de su actividad fueron sus bajas, 8.230 muertos y 2.578 desaparecidos. La resistencia activa contó en su momento álgido con unas 150.000 personas, de las cuales dos tercios fueron informadores y correos; la tercera parte, hombres armados.

Con ser importante el acoso de la resistencia, lo que más preocupaba a los alemanes en Francia era adivinar dónde descargarían su golpe los aliados. Había tres opiniones: Rommel suponía que el punto elegido por sus playas y escasas defensas sería la bahía del Sena; Von Rundstedt, comandante en jefe del oeste, creía que la elección aliada recaería sobre Calais, mejor defendido, pero más próximo a las islas Británicas y con mejores comunicaciones hacia París; Hitler opinaba que, incluso, podrían desembarcar más al norte, para caer sobre los Países Bajos y atacar directamente el corazón de Alemania. Consciente de los interrogantes que se estarían planteando los generales de Hitler, el mando aliado, presidido por el general Eisenhower, les obsequió con una formidable campaña de desinformación: bombardeó por igual las defensas de las posibles zonas de desembarco e hizo lo imposible por hacer creer a los alemanes que «Overlord» caería sobre la zona de Calais. La segunda gran cuestión que se planteaban los mandos alemanes era cómo había que responder ante el ataque. Rommel sostenía que era imprescindible arrojar a los aliados al mar en las mismas playas de desembarco; Von Rundstedt, por el contrario, defendía que la resistencia en la costa era imposible, por lo que debería derrotárseles cuando avanzasen hacia el interior sin haber consolidado suficientemente sus cabezas de playa ni organizado a fondo sus suministros.

Hitler, cada vez más dubitativo, escuchaba a ambos mariscales y se adhería al punto de vista del último en exponérselo, lo cual condujo a una situación híbrida y mal definida: había que defenderlo todo un poco y acumular reservas importantes para acudir al punto atacado; debía arrojarse al enemigo al mar desde el primer instante del desembarco, pero contando con las mejores reservas en el interior para preservarlas de los cañones de la escuadra enemiga. Así, el dispositivo alemán, por defenderlo todo no defendía nada. Las tesis de Rommel se mostraron como las más acertadas, pero el mariscal no dispuso de tiempo, ni de medios, ni de atribuciones para fortificar la bahía del Sena como hubiera sido su deseo; tampoco se le concedieron las divisiones acorazadas que solicitaba cerca de la costa. Hoy, tras millares de estudios sobre el desembarco de Normandía, los analistas coinciden con rara unanimidad en que Rommel hubiera podido hacer un daño formidable a los aliados, hasta el punto de retrasar un año la apertura del segundo frente, si se hubiesen atendido sus demandas. Hitler, por su obcecación, por su soberbia y por su desconocimiento profundo de la situación y de las sutilezas de la guerra, perdió la última gran oportunidad de asestar un mazazo de consecuencias impredecibles para los aliados, justo en el momento en que todo se desmoronaba a su alrededor.

Efectivamente, el Eje agonizaba. En el Pacífico, los norteamericanos desembarcaban en las islas Marshall, en las Carolinas, en Wake y lograban arrinconar a los japoneses en Birmania. Pero donde la situación era desesperada para Hitler era en el este y en Italia: los soviéticos recuperaron Ucrania, Bielorrusia y Crimea en el primer semestre de 1944, penetrando en territorio polaco y rumano. Los aliados forzaban, tras sufrir graves pérdidas, los frentes de Monte Cassino y Anzio, y los alemanes se retiraban de Roma, donde fueron recibidos triunfalmente los norteamericanos el 4 de junio. Hitler se desembarazaba de su aliado húngaro, el almirante Horty, y se apoderaba del país para evitar su defección. Turquía se declaraba proaliada e interrumpía sus suministros de cromo al III Reich. Los bombardeos iban demoliendo Alemania poco a poco; de enero a junio, los aliados lanzaron sobre las ciudades alemanas 102 grandes formaciones aéreas -algunas con más de 250 «fortalezas volantes»- que redujeron a escombros Berlín, Nuremberg, Francfort, Hannover, Magdeburgo, Duisburgo, Leipzig y tantas otras ciudades. El éxito de los bombardeos aliados fue muy escaso en su objetivo de reducir la fabricación de armamentos, pero consiguió su propósito en el capítulo de los carburantes, ya que su extracción, fabricación y refinado se redujo en 1944 a la mitad de las previsiones. Sus efectos fueron, también, catastróficos para las comunicaciones, cada vez más desarticuladas y para la población civil, pues millones de alemanes se habían quedado sin hogar y se produjo un terrible éxodo interior para buscar refugio del espantoso castigo que llegaba del cielo. A la vez, las agotadas fuerzas trabajadoras debían derrochar horas en la retirada de escombros, reconstrucción de comunicaciones, atención a los heridos y entierro de los muertos.

La desastrosa situación en los frentes, la amenaza de invasión, el caos y la destrucción interna habían minado la salud de Hitler; aquel hombre, que había cumplido cincuenta y cinco años en abril, parecía mucho mayor y su vitalidad y extraordinaria energía le habían abandonado. El general Von Salmuth le recordaba así aquella primavera: «…Vi horrorizado que quien entraba en la habitación era un hombre viejo, encorvado, con la cara enfermiza y abotargada. Parecía fatigado, agotado y, a mi juicio, enfermo.» Consumidas sus reservas humanas y acosado por todas partes, sólo tenía dos obsesiones: su esperanza en las nuevas armas, las bombas V y los cazas a reacción, y sus deseos de venganza. Soñaba con destruir Londres y ordenó que se eliminara a aquellos pilotos aliados que cayeran en manos alemanas si eran responsables de ametrallamientos contra la población civil.

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