David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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AL FRENTE EN TRANVÍA

El agotamiento alemán quedó claro en pocos días. El 12 de enero de 1945 comenzó el gran ataque soviético en el puente de Varanov, Polonia, dando la señal de avance a cinco grupos de ejército, con unos tres millones de hombres desplegados a lo largo de 1.200 km, desde Lituania hasta Hungría. La Wehrmacht hubo de combatir en una inferioridad de 1 a 2 en infantería, de 1 a 3 en carros de combate, de 1 a 5 en artillería y de 1 a 12 en aviación. El resultado podía preverse: el 6 de febrero los soviéticos habían ocupado toda Polonia, Prusia Oriental, parte de Pomerania y se hallaban a 50 km de Berlín. Aquel veloz avance originó uno de los éxodos civiles más terribles de la Historia. Ocho millones de personas, según el historiador militar Eddy Bauer, se lanzaron a las carreteras, con temperaturas que incluso alcanzaron los 25° bajo cero, causando un formidable atasco que terminó por atrapar al ejército en retirada. Millón y medio de personas nunca alcanzaron la ribera oeste del río Oder-Neisse, quedando tiradas en las heladas cunetas, víctimas del frío, de la metralla soviética o arrollados por la inmensa marea humana que huía presa del pánico. Más de 300.000 soldados alemanes perecieron en aquellos días, librando desesperados combates defensivos y más de 500.000 fueron hechos prisioneros y deportados a Siberia, de donde apenas retornaría la décima parte. El responsable de aquella catástrofe fue Hitler. Guderian, que había sustituido a Zeitzler al frente del Estado Mayor, pidió al Führer que ordenase la retirada de los efectivos alemanes en Curlandia y Noruega, cerca de 800.000 hombres bien armados, para defender las fronteras de Alemania. Hitler enloqueció ante tal propuesta, asegurando que las cifras de los efectivos soviéticos eran sencillamente una falsedad inventada por el servicio de información alemán y que la demanda de Guderian era un disparate, pues se perderían las armas pesadas de aquellos ejércitos. De nada valieron las argumentaciones del general; sencillamente, Hitler se obstinaba en mantener sus esperanzas de victoria y aquellas retiradas eran la renuncia a su loco sueño.

Nadie podía explicarse en qué se fundaban sus ilusiones salvo, quizá, la demencia. Regresó a Berlín desde el «Nido del Águila» uno de sus múltiples cuarteles generales durante la guerra, el 16 de enero. Su tren cruzó docenas de estaciones ferroviarias en ruinas y sufrió demoras que le parecieron intolerables, debidas a la formidable destrucción sembrada en Alemania por los bombardeos aliados. Uno de los coroneles de aquel Estado Mayor que le acompañaba permanentemente pronunció la frase que resumía el momento: «Berlín será el más práctico de nuestros cuarteles generales, pues pronto podremos ir en tranvía al frente del este y al frente del oeste.» Hitler encontró Berlín irreconocible; ni los servicios municipales movilizados por su llegada lograron despejar los escombros que cortaban algunas calles. Se calculaba que había en la ciudad 1.800.000 viviendas y que la mitad de ellas habían sido alcanzadas por las bombas, resultando inhabitable un tercio. Un ala de la Cancillería se había derrumbado, el jardín era un paisaje lunar a causa de los cráteres de la bombas, no había ni un cristal entero en todo el edificio e, incluso, las habitaciones privadas de Hitler eran la imagen de la desolación: fueron limpiadas apresuradamente, pero los muebles estaban rayados y deteriorados por los desprendimientos de yeso y las paredes tenían múltiples grietas. Pese a eso, Hitler se quedó allí a vivir los últimos días de aquel infierno que él había desatado, hasta que nuevos bombardeos le obligaron a internarse en el búnker.

En aquel comienzo de 1945, nefasto para los nazis, se estaba produciendo una conferencia interaliada cuyas repercusiones han alcanzado el siglo XXI: Yalta. En la estación balnearia de Crimea se dieron cita los tres grandes, Stalin, Roosevelt -que para entonces era poco más que un cadáver ambulante- y Churchill. Allí decidieron las fronteras de la posguerra, el nacimiento de la ONU, las zonas de influencia de las ideologías soviética y capitalista, la división de Alemania, etc. Un montaje que se ha ido desplomando a lo largo de medio siglo, pero del que todavía quedan retazos.

Las noticias difusas de Yalta impresionaban poco a Hitler, que enloqueció de furia, sin embargo, cuando se enteró el 7 de marzo de que un pequeño grupo de combate norteamericano había logrado tomar el puente de Remagen sobre el Rin. En aquel caos, Remagen era poco más que una anécdota que, incluso, fue mal aprovechada por los norteamericanos, pero bastó para que Hitler volviera a mostrar una de sus cóleras asesinas y uno de sus empecinamientos absurdos. Por un lado, ordenó el fusilamiento de cuatro de los responsables de unidades próximas al puente y, por otro, mientras Alemania se hundía en el caos, aquel puente fue objeto de todo tipo de ataques, empleando incluso cohetes V-2. El puente se caería solo, mientras los aliados, en su formidable ofensiva del 23 y 24 de marzo, cruzarían el Rin por otros puntos y avanzarían impetuosos hasta el Elba. Medio millón de soldados alemanes resultaron muertos, heridos, capturados o dispersados en estas operaciones. La marcha hacia Berlín sería un paseo militar y, sin embargo, los anglo-norteamericanos se detuvieron en la margen izquierda del Elba: Eisenhower regaló Berlín a los soviéticos. Dicen que el general Bradley informó a su superior que alcanzar la capital alemana les costaría, como mínimo, 100.000 mil hombres y que, a la vista de semejante precio, Ike renunció a la capital alemana. Si esto fue así, demostraría que Bradley no tenía ni idea de las fuerzas alemanas que le cerraban el camino hacia Berlín -no más de 250.000 hombres mal armados, sin aviación, completamente desmoralizados y sin el más mínimo interés en seguir combatiendo contra los aliados occidentales- y que Eisenhower era un ciego político. Las consecuencias de aquella decisión duraron hasta 1989.

Stalin, evidentemente, conocía mejor el valor simbólico y material de la capital alemana y, aunque sus tropas estaban agotadas tras los formidables embates de enero, febrero y marzo, ordenó a sus mariscales que reanudaran la ofensiva. El 16 de abril, el Grupo de Ejércitos del mariscal Zukov abrió fuego con 20.000 cañones a lo largo de 100 km del frente del Oder. Berlín, a unos 80 km de distancia, pudo escuchar sobrecogida el eco del cañoneo. La resistencia alemana duró cuatro días, al cabo de los cuales sus gastadas unidades fueron dislocadas, envueltas, apresadas, rechazadas o destruidas.

Ese nuevo desastre ocurrió justamente el día 20 de abril, en el que Hitler cumplió cincuenta y seis años. A mediodía subió torpemente las escaleras del búnker y salió al jardín de la Cancillería, donde felicitó con voz apagada a un grupo de chicos de las Juventudes Hitlerianas que se habían distinguido en la lucha. Fue esa la última vez que vio la luz del día. Por la tarde, se dieron cita en el búnker muchos militares y políticos relevantes para felicitarle; recibió uno tras otro a los principales y charló privadamente con ellos unos minutos. Después, sostuvo una reunión de guerra en la que no pudieron convencerle de que abandonara Berlín; sin embargo, ordenó que Doenitz, con los mandos principales de la Jefatura Militar, incluyendo a Keitel y Jodl, estableciera su puesto de mando en el norte de Alemania, mientras Goering, que había dispuesto una enorme caravana de camiones con todos sus tesoros -retirados de sus casas berlinesas y del palacio de Karinhall- se dirigiría hacia Berchtesgaden…Algunos testigos presenciales aseguraron que Hitler se quedó pasmado ante la marcha de Goering; otros, sin embargo, aseguraron que Hitler le despidió cariñosamente, rogándole que tuviera precauciones ante la posibilidad de que los aliados hubieran cortado ya las carreteras. Cuando se fueron, el búnker quedó silencioso. Ya en su despacho, Hitler comentó a las dos secretarias que le acompañaban: «Me siento como un lama tibetano, haciendo girar inútilmente la vacía rueda de oraciones. Debo forzar aquí el destino o moriré en Berlín.» Al día siguiente, por la mañana, fue despertado por su mayordomo, Linge, que, muy asustado, le aseguró que la artillería soviética disparaba sobre Berlín. Efectivamente, era una batería pesada que fue localizada a unos 20 km del corazón de la ciudad. Los soviéticos habían roto las líneas alemanas y avanzaban con rapidez hacia la capital de Hitler. Tres días después, el 24 de abril, la tenaza soviética se cerraba sobre Berlín.

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