El día 30 de abril Hitler se levantó extrañamente descansado. Había dormido bien cinco o seis horas, más que lo habitual en los últimos tiempos. Se afeitó cuidadosamente, rasurando con su navaja -«no me gusta que nadie ande con una navaja junto a mi cuello», comentó en una ocasión a una de sus secretarias- la dura barba canosa que se ocultaba en las arrugas de su cuello. ¿Y si ocurriera un milagro? En muchas ocasiones comprometidas de su vida ocurrió un prodigio que las resolvió a su favor. Amargamente, desechó aquella fugaz esperanza. Los hados hacía tiempo que le habían vuelto la espalda. Se vistió con pulcritud y buen gusto: camisa verde y traje negro, con calcetines y zapatos a juego. Salió a su despacho; Eva no estaba y decidió irse a desayunar solo, pero en ese momento llamaron a la puerta. Era el comandante militar del búnker, general de brigada Mohnke, que traía algunas noticias ligeramente alentadoras. Durante la noche había continuado la feroz pelea por cada piedra de Berlín. La artillería soviética había disminuido la intensidad de su fuego, algo perceptible incluso aquella mañana en el búnker, pero la infantería mantuvo sus ataques concéntricos y la presión de sus cuñas, desde el norte y el sur, tratando de cortar en dos el centro de la ciudad, lo único que aún se defendía. Según Mohnke, las SS habían inundado los túneles del metro, ahogando o rechazando a los rusos que avanzaban por ellos y contraatacando en las salidas, a favor de la sorpresa, con una lluvia de granadas de mano y de mortero. Se había recuperado -en un asalto a base de bombas de mano y de cuchillo- la estación de metro de Schlessischer y algunos edificios, con lo que la presión soviética era un poco menos agobiante que a última hora del día 29.
Hitler no se atrevía a creer en la siempre presente esperanza del milagro. Desayunó frugalmente, con prisas, pese a que nada tenía que hacer, salvo aguardar a la conferencia militar del mediodía. A ésta asistieron los generales Krebs, Burgdorf, Mohnke y Weidling quien, cubierto de polvo, con profundas ojeras, barba de dos días y un penetrante olor a pólvora, llegaba de la calle, tras haber pasado la madrugada animando y organizando a los defensores de su mínimo perímetro defensivo. También asistían Goebbels y Bormann. Alguien preguntó cómo estaba el día y Weidling, el único que había estado en la calle, se sintió obligado a dar una respuesta social:
«Ahí fuera hace un día ventoso y húmedo. Supongo que está medio nublado, con el humo de los incendios y de las explosiones no se puede saber con certeza, pero se diría que hoy no ha amanecido en el centro de Berlín.»
Luego expuso la cruda realidad a los presentes, las máximas y últimas autoridades del III Reich, en cuyas miradas todavía titilaba una chispa de esperanza. Y la verdad es que los rusos avanzaban por el Parque Zoológico, habían alcanzado la Postdamerplatz, eran dueños de los andenes del metro de la Friederichstrasse, circulaban por los túneles de la Vosstrasse, combatían sobre el puente de Weidendammer y ocupaban buena parte del paseo Unter den Linden. En suma, lo que era previsible de una poderosa presión sobre unas fuerzas inferiores, por muy desesperadamente que combatieran. La artillería soviética se había concedido algún respiro, pero no por escasez de municiones, sino por falta de blancos. Sus cañones pesados ya no podían disparar porque se arriesgaban a destrozar a sus propios soldados. La inundación de los túneles del metro había sido la obra de un loco; cierto que había frenado a los soviéticos durante unas horas, pero a costa de la vida de millares de berlineses que estaban refugiados en los andenes. Realmente, nada había cambiado. Los soviéticos sostenían su lento progreso; los defensores, su obstinada defensa, pero cada vez eran más escasos y con menos armas y munición. Weidling se permitió ironizar ligeramente sobre los últimos defensores de Berlín, en su mayor parte experimentados y duros soldados de las SS, voluntarios en los frentes del este, gentes de las divisiones Hansschar, Italien, Walonie, Flandern, Charlemagne, Nordland… es decir, gran parte de los hombres que defendían como fieras los últimos escombros de Berlín eran franceses, belgas, holandeses, eslavos, italianos, escandinavos y españoles. Su fiereza, su experiencia y su desesperación eran ya sólo un delgado muro para contener los ataques soviéticos, sobre una zona que no tendría más allá de un kilómetro de ancho. El imperio de Hitler se había reducido a unas doscientas hectáreas de escombros.
La minúscula esperanza se apagó bruscamente en Hitler y en todos. Tras el resumen de la situación por parte de Weidling, Hitler se quedó a solas con Goebbels y Bormann y les comunicó que se suicidaría aquella tarde. Luego llamó al coronel Günsche. Le ordenó que una hora más tarde, a las 3 en punto, se hallase ante cuando esto hubiera ocurrido, el coronel se cercioraría de que estaban muertos y, en caso de duda, les remataría con un disparo de pistola en la cabeza. Después se ocuparía de que sus cadáveres fueran conducidos al jardín de la Cancillería, donde Kempka y Baur deberían haber reunido 200 litros de gasolina, según les encargara la víspera, que servirían para reducir ambos cuerpos a cenizas.
«Deberá usted comprobar que los preparativos han sido hechos de manera satisfactoria y de que todo ocurra según le he ordenado. No quiero que mi cuerpo se exponga en un circo o en un museo de cera o algo por el estilo. Ordeno, también, que el búnker permanezca como está, pues deseo que los rusos sepan que he estado aquí hasta el último momento.»
Cuando el perruno Günsche, con las lágrimas surcándole las mejillas, prometía cumplir aquellas órdenes hasta el último detalle, llamaron a la puerta y, sin ser invitada a pasar, entró en la habitación Magda Goebbels, que mostraba en su deteriorado rostro las huellas de la enfermedad, el encierro en el búnker y el sufrimiento, no sólo por la autocondena de su marido, sino porque debería acompañarle, junto con sus seis hijos, en el suicidio colectivo. Magda, de rodillas, le imploró que no les abandonara. Hitler pensó, con una chispa de orgullo, en el amor que había despertado en aquella hermosa mujer, lo mismo que en tantas otras a las que nunca llegó a tratar íntimamente, y se sintió obligado a darle una explicación trascendente de su muerte: si él no desaparecía, Doenitz no podría negociar el armisticio que salvara su obra y Alemania. Magda se retiró al piso superior, junto a sus hijos, todos niños. Se daba cuenta de que Hitler, el hombre adorado durante quince años, no la había entendido. Ella quería que se salvara, sobre todo, para no verse abocada a matar a sus propios hijos, a los que contempló con los ojos arrasados de lágrimas mientras se peleaban en las mínimas habitaciones de la primera planta del búnker.
Serían las 14.30 h cuando Hitler decidió comer. Eva, pálida y elegante, con su vestido azul de lunares blancos, medias de color humo, zapatos italianos marrones, un reloj de platino con brillantes y una pulsera de oro con una piedra verde, le acompañó hasta el comedor, pero no quiso tomar nada y prefirió volver a sus habitaciones. En aquel almuerzo postrero acompañaron al Führer las dos secretarias que habían permanecido en el búnker, Frau Trauld Junge y Frau Gerda Christian y su cocinera vegetariana, Fräulein Manzialy. Fue un almuerzo muy frugal, muy rápido y silencioso. Comieron espaguetis con salsa, en unos pocos minutos y ninguna de las supervivientes recordaba que se hubiera dicho allí una sola palabra.
Terminado el almuerzo, Hitler regresó a sus habitaciones, pero en el pasillo se encontró una nueva despedida. Allí se reunieron las tres mujeres que le habían acompañado durante la comida, a las que se unió Fräulein Krüger, secretaria de Bormann, que había acudido desde un búnker próximo. También estaban sus viejos camaradas del NSDAP, Goebbels y Bormann, los generales Krebs y Burgdorf, el vicealmirante Hans-Eric Voss -representante de la Marina en el Cuartel General de Hitler-, Hans Rattenhuber -jefe de la guardia personal de Hitler-,Werner Naumann -un subordinado de Goebbels que hacía labores de enlace entre el ministerio y la Cancillería-, el diplomático Walter Hewel -viejo miembro del partido y enlace entre Exteriores y la Cancillería-, el ayudante Günsche, el mayordomo Linge, el piloto Baur y el chófer, Kempka. Eva, delante, abrazaba a las mujeres, mientras los hombres le besaban la mano. Estaba pálida, pero lograba dominar su emoción e incluso era capaz de exhibir una mínima sonrisa. Hitler, muy tenso, estrechó fríamente las manos de todos en un profundo silencio y, tras su mujer, penetró en el despacho. Todos se retiraron, salvo Günsche y Linge, que tenían órdenes del Führer de velar su puerta hasta después de su muerte. Eran, aproximadamente, entre las 15 y las 15.15 h de la tarde del 30 de abril de 1945.
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