Sin embargo, el 3 de abril de 1995, el semanario alemán Der Spiegel publicó que, tras la identificación, fueron secretamente enterrados cerca de un acuartelamiento soviético en Magdeburgo, junto al Elba, en la antigua República Democrática de Alemania. En 1970, el jefe de la KGB, Yuri Andropov, sugirió que los restos fueran destruidos para evitar cualquier culto fetichista por parte de los neonazis, si es que algún día eran hallados. Leonidas Breznev, a la sazón secretario general del Partido Comunista soviético, habría dado su aprobación y lo que quedaba de Hitler, Eva Braun, Goebbels y Magda fue incinerado y arrojado a un afluente del Elba.
De cualquier manera, en el año 2000, en una exposición conmemorativa del 55.° aniversario del triunfo soviético sobre la Alemania nazi, figuraban un fragmento de cráneo que se identificaba como el de Hitler y cinco piezas de oro de su dentadura. Pertenecieran al dictador o no, el escaso misterio que aún quedaba dejaba así de existir. Pero estas precisiones son útiles para desmentir la ficción que se ha complacido en situar a un Hitler vivo en diversos lugares de la tierra. Verdaderamente, aquellos primeros días de mayo de 1945 los alemanes no estaban para ocuparse de minucias tales como el paradero de los restos de algunos de sus muertos, cuando en Berlín había decenas de millares de cadáveres insepultos.
La noticia de la muerte de Hitler se fue difundiendo poco a poco, tan lentamente que llegó al cuartel general de Doenitz, en Plon, a las 15.18 h del 1 de mayo, en este telegrama: « Führer falleció ayer quince horas treinta minutos. Testamento del 29 de abril le confía el cargo de presidente del Reich… Se deja a su decisión cuándo y cómo informar a la tropa y a la opinión pública»; firmaban el comunicado Goebbels y Bormann y lo fechaban en la mañana de aquel primero de mayo, que sería el último día para ambos.
VENCEDORES Y VENCIDOS
¿Por qué Hitler designó a este marino, que no tenía vinculación alguna con el partido nazi y cuyos méritos habían sido la organización del arma submarina y, a partir de 1943, la jefatura de la Kriegsmarine , a la que Hitler profesaba un escasísimo afecto? Éste es uno de los múltiples misterios sin resolver en la trayectoria del Führer , aunque, al parecer, en aquellos días finales del búnker, Hitler comenzaba a hablar admirativamente de la Marina, cuyos capitanes perecían con sus buques.
Sea por esta o por cualquier otra causa, el hecho es que el almirante Doenitz, jefe de una Marina con muy pocos barcos, que en aquellos días se dedicaban fundamentalmente al traslado de soldados y población civil desde los puertos de Prusia Oriental hacia el oeste, fue nombrado presidente. Tenía su cuartel general en Ploen, entre Kiel y Lübeck, a unos 240 km de Berlín. Hacia allí partieron varios mensajeros con copias del testamento, pero ninguno alcanzó a tiempo su objetivo; más aún: Doenitz jamás llegó a tener en sus manos una de aquella copias que salieron del búnker durante el día 29 de abril.
El almirante se enteró de la gravísima responsabilidad que le había caído encima al anochecer del 30 de abril, cuando ya Hitler había muerto, aunque esto no lo sabría Doenitz hasta el día siguiente. De momento, lo único que tenía ante sí era un escueto telegrama que Bormann le había enviado el día 29 y que se había demorado veinticuatro horas a causa de la caótica situación alemana al final de la guerra:
«Querido Gran Almirante: puesto que todos los ejércitos han fracasado en sus tentativas de socorro y nuestra situación parece desesperada, el Führer dictó anoche el adjunto testamento político . Heil Hitler! Suyo, Bormann.»
Por aquel testamento -que llegaba con una copia del certificado de matrimonio de Hitler con Eva Braun- se enteró de que el Führer había decidido resistir y morir en Berlín y que él había sido designado presidente del Reich.
Doenitz no era un hombre brillante, tampoco poseía experiencia política y desconocía tanto las labores de gobierno como las relaciones internacionales. Tenía, sin embargo, un alto concepto del deber y era consciente de que en aquellos momentos de agonía había que hacer algo con rapidez y buen juicio. Esparcidos por toda Europa, desde Noruega hasta Creta y desde el Cantábrico hasta Yugoslavia, aún había más de tres millones de soldados alemanes con las armas en la mano. Cada día que pasaba, millares de ellos perdían la vida combatiendo sin esperanza y en una inmensa inferioridad de medios.
Doenitz tenía fama entre sus hombres de valiente, campechano y simpático. La pesada herencia recibida, según las notas del conde Lutz Schwerin von Krosigk -ministro de Exteriores en aquel gabinete fantasma y principal mentor del presidente Doenitz en los veintitrés días que duró su régimen- cambiaron su carácter, ensombrecieron su risueño rostro y curvaron su espalda, sobre la que comenzó a pesar el destino de millones de alemanes.
De cualquier forma, el almirante realizó probablemente cuanto pudo hacerse en aquellas circunstancias de derrota, caos y odio de los vencedores. En su avance por Alemania, británicos, norteamericanos y franceses estaban descubriendo todo el horror de los campos nazis de internamiento y de exterminio. La prensa mostraba a los soldados británicos en Bergen-Belsen, donde contaron millares de víctimas aún sin enterrar. El propio jefe supremo de los aliados occidentales, general Eisenhower, había paseado pálido y crispando los puños de cólera ante los montones de cadáveres de prisioneros de guerra y de civiles, abandonados por las SS en el campo de Ohrdruf, instalación dependiente de Buchenwald. La prensa aireaba, exactamente en aquellos días, el espanto del Lager Dora-Mittelbau…
Las circunstancias eran, probablemente, las peores que podían darse; pese a ello había que llegar a un alto el fuego inmediato. Mas la situación era tan complicada que deponer las armas de cualquier forma hubiera resultado suicida, pues las tropas alemanas inermes podrían ser víctimas de la venganza de la población civil en los países ocupados. Otro problema que se le presentaba era repatriar a las guarniciones aisladas en los países bálticos, pues de todos era conocida la dureza de la vida de los prisioneros de guerra en la Unión Soviética. No era más fácil la situación de las inmensas bolsas de población civil que caminaban hacia el oeste, protegidas por agotadas tropas que se replegaban combatiendo contra los ejércitos soviéticos.
Doenitz tenía, además, otros problemas. Primero, hacerse reconocer como nuevo jefe del Estado, para lo cual llamó a su cuartel general a Himmler, que aspiraba al cargo, logrando su reconocimiento. Segundo, lograr la fidelidad de los jefes de la Wehrmacht y de la Luftwaffe , para evitar la indisciplina y el caos. Tercero, designar un gobierno que se encargase de resolver los múltiples asuntos que aún podían tener solución. Cuarto, buscar a unos militares competentes que manejaran con destreza las mínimas posibilidades de maniobra que la rendición podía ofrecer.
Veinticuatro horas más tarde había resuelto los tres primeros problemas. En el cuarto hubo de quedarse con los dos hombres de confianza de Hitler al frente del OKW (Alto Mando de las Fuerzas Armadas), el mariscal Keitel y el general Jodl, porque no logró encontrar en la confusión de aquellos días a los mariscales Von Bock y Von Manstein. Fue una grave contrariedad puesto que estos últimos tenían un prestigio militar que admiraban los vencedores, al tiempo que no suscitaban la animadversión de los dos primeros, profundamente vinculados a Hitler.
A las 15.18 h del 1 de mayo Doenitz recibió la señal para ponerse en marcha. Procedente del búnker de la Cancillería, y firmado por Bormann y Goebbels, llegaba el telegrama que le confirmaba en la presidencia: « Führer falleció ayer 15 horas 30 minutos. Testamento del 29 de abril le confirma el cargo de presidente del Reich […].»
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