David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Hitler hablaba en aquellos precisos instantes ante el Reichstag : «El Gobierno alemán ha tomado hoy la plena e ilimitada soberanía de su ámbito nacional al ocupar la zona desmilitarizada del Rin.» Los aplausos que suscitaron sus palabras no disiparon la inmensa inquietud que sentía en aquellos momentos. Poco después se trasladó a la Cancillería, donde ya llegaban los ecos internacionales de los sucesos de Renania. En París estaba reunido el Gabinete; en Londres no se apreciaba reacción alguna, los políticos ingleses estaban mucho más preocupados por su fin de semana. Por la tarde las noticias eran inquietantes: el general Gamelin, jefe del Alto Mando del Ejército francés concentraba entre 13 y 15 divisiones ante la frontera alemana. El ministro del Ejército, Von Blomberg, aconsejó al Führer que replegara algo las tropas; Hitler, obstinadamente, le replicó que ya había calculado el riesgo y, si tenía que retirar a sus tropas, lo haría a última hora: había que sostener el desafío. Por dentro estaba menos firme. Años después confesaría: «Las cuarenta y ocho horas que siguieron a nuestra irrupción en el territorio del Rin fueron las más angustiosas de mi vida. Si los franceses hubieran atacado, habríamos tenido que retirarnos de modo ignominioso, pues las fuerzas militares de que disponíamos estaban lejos de ser suficientes para ofrecer una resistencia seria» y, en otro momento: «Yo sé bien lo que hubiera hecho de ser francés: habría actuado sin vacilar, no hubiera permitido que un solo soldado alemán atravesara el Rin.»

El domingo transcurrió como una pesadilla, mientras los informes del Ejército confirmaban la formidable concentración de las fuerzas francesas en la «Línea Maginot». Pero Hitler estaba convencido de que la clave estaba en Londres, en la reunión del Parlamento en la tarde del lunes, 9 de marzo. Al caer la noche de esa fecha, Hitler estaba de un humor excelente y comentó a Von Blomberg:

«General, puede ir usted preparando el envío de otra división la semana que viene. En Londres han condenado la remilitarización por ser contraria a los acuerdos de Versalles, pero no ven peligro alguno en nuestra acción. Francia nos enseñará los dientes, pero sin el apoyo británico no se moverá.»

Tenía razón Hitler cuando decía «en Europa no hay solidaridad, hay sólo sumisión». El ejército francés hubiera podido terminar con Hitler en marzo de 1936 en un simple paseo militar, de haber dispuesto del apoyo solidario de Gran Bretaña. Esa misma insolidaridad europea se evidencia en la Guerra Civil española, en la que la República, legalmente constituida, era atacada por parte del ejército sublevado, en colaboración con los partidos y fuerzas más conservadoras de España. El Gobierno republicano no obtuvo el apoyo desinteresado de ningún país, y únicamente pagando con sus reservas de oro consiguió el envío de armamento soviético, mientras los demás países se acogían a un acuerdo de neutralidad respetado más o menos escrupulosamente, pero que Italia y Alemania vulneraron sistemáticamente con el suministro de millares de hombres y grandes cantidades de armamento destinados al bando golpista.

Al parecer, Hitler decidió ayudar a Franco sin ningún propósito claro, al menos inicialmente. Goebbels escribe en su diario: «El Führer ha decidido intervenir un poco en España. No visiblemente. Quién sabe para qué servirá… No hemos exigido ningún pago. Más adelante se saldará.» En ese mismo diario hay docenas de muestras del maniqueísmo nazi, de su hipocresía y brutalidad. El caso del bombardeo del «acorazado de bolsillo Deutschland » por parte de aviones republicanos es paradigmático. Berlín presentó una fuerte protesta ante el Gobierno de la República, «casi un ultimátum», en palabras de Goebbels, pero no se contentó con eso:

«Ayer, a última hora de la tarde, llamado de nuevo a la Cancillería del Reich. El Führer espumajea de furor por el bombardeo del Deutschland . Tenía primero la intención de hacer bombardear Valencia. Después da la orden al Deutschland de que desembarque sus heridos en Gibraltar y al Admiral Scheer de ir hoy por la mañana a Almería, bombardear la ciudad y, si es posible, hundir el Jaime I . Ésta es nuestra respuesta adecuada. El prestigio ya no permite que nos contentemos con una protesta. Los rojos sólo quieren comprobar hasta dónde pueden llegar. Ahora se lo diremos» (31-5-1937).

En la madrugada del 31 de mayo, el acorazado de bolsillo Admiral Scheer y cuatro torpederos dispararon unos 300 proyectiles sobre el puerto, las baterías y la ciudad de Almena, causando 19 muertos, 55 heridos y destruyendo 49 casas, además de provocar graves daños en un centenar de viviendas y en las instalaciones portuarias. Tan salvaje represalia apaciguó a Hitler, según Goebbels comenta en su diario: «… gracias a Dios se ha calmado. El Führer está muy contento con el resultado.»

En algún momento Hitler debió concebir la esperanza de que España, bajo Franco, sería una prolongación de la Alemania nazi o de la Italia fascista, lo que justificaría el esfuerzo bélico, pero pronto perdió toda esperanza en Franco como político y como ideólogo: «El Führer ya no cree en una España fascista. Porque Franco es un general y no tiene ningún movimiento detrás de él. Sólo cuenta para lograr la victoria» y, más adelante, «Franco constituye su partido. Enteramente militar. Él no entiende nada. Es un mero militar. ¡Qué más se puede esperar de él!» Al final de la guerra, Berlín era consciente de que no había sacado nada claro de España:

«Por la tarde, con el Führer . Habla largamente de la cuestión española. Barcelona está a punto de caer. Sobre si Franco será capaz de dirigir el ataque final. Una España nacional nos garantiza, en un próximo conflicto, al menos neutralidad.»

Si la política exterior y la preparación con vistas a una guerra -que él creía que Alemania podría afrontar hacia 1943- absorbían buena parte de las energías de Hitler, aún le quedaban fuerzas para proseguir en su obsesión antijudía. Tras las leyes de 1933, que expulsaban de numerosos empleos estatales a los no arios, es decir, a los judíos, éstos tuvieron un ligero respiro, pero el 15 de septiembre de 1935, con ocasión del congreso del partido nazi en Nuremberg, Hitler presentó un conjunto de medidas, que fueron bautizadas como Leyes de Nuremberg, destinadas a «excluir a los judíos de toda participación en la vida política de Alemania», convirtiéndolos en ciudadanos de segunda clase. Entre las medidas que imponían esas leyes estaba la prohibición de contraer matrimonio con judíos, de mantener relaciones sexuales con ellos e, incluso, de realizar trabajos domésticos en las casas de los judíos; a éstos se les prohibía emplear la bandera del Reich y sus colores, participar en las elecciones, ocupar cargos públicos o cualquier puesto de responsabilidad civil. Los soldados judíos debieron abandonar el ejército y sólo tuvieron derecho a percibir subsidios los soldados y oficiales que hubieran estado en el ejército antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Si hasta este momento el éxodo de los judíos alemanes fue importante, a partir de las Leyes de Nuremberg se tornó masivo, pero ni siquiera les era fácil ya abandonar Alemania. Si tenían bienes y los donaban al Estado, se les abrían de par en par las puertas de las fronteras; si no los tenían o se negaban a renunciar a ellos, sus permisos de salida se eternizaban.

Hitler apretaría aún más el dogal antisemita. Entre la puesta en marcha de las Leyes de Nuremberg y la «Noche de los cristales rotos» -el 9 de noviembre de 1938-, la vida de los judíos en Alemania se iría convirtiendo paulatinamente en una pesadilla. Se les prohibió acudir a los conciertos, al cine, al teatro, a las escuelas estatales; se les retiraron los permisos de conducir y el ejercicio de profesiones como dentista o veterinario; se les impidió el acceso a los exámenes profesionales para las cámaras de comercio, industria y artesanía. Los nazis legislaron incluso la lista de nombres entre los cuales podían elegir los judíos; quien llevara ya nombre de pila diferente a los autorizados debía añadir Israel , en el caso masculino, y Sara en el caso femenino. La mayoría de cuantos tenían algo eligió el camino del exilio, pero muchos no poseían nada y les era difícil encontrar el dinero para irse o hallar quien les rescatara desde el extranjero. Algunos, finalmente, con más de diez generaciones enraizadas en Alemania y pequeños negocios como única propiedad y oficio, prefirieron pensar que aquella mala época pasaría y se quedaron en espera de tiempos mejores. En noviembre de 1938 comprenderían, finalmente, la futilidad de sus esperanzas.

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