Todo esto fue posible porque Hitler cubrió sus movimientos con un tupido telón de mentiras, de gestos apaciguadores, de hábiles maniobras pacifistas, de sutil aprovechamiento de las debilidades y contradicciones de las demás potencias. Hitler, con su escaso bagaje cultural, con su brutalidad tabernaria, fue mucho más astuto, decidido y sagaz analista de la situación internacional que sus rivales, salidos de las mejores universidades europeas y placeados en los más brillantes salones de la diplomacia continental. Inmediatamente después de instalarse en el poder, adoptó una posición internacional pacifista procurando que todos los países cumplieran los acuerdos de desarme y, como no lo consiguiera -tampoco esperaba lograrlo-, inició un discurso victimista: sólo Alemania estaba manteniendo los acuerdos internacionales, sólo Alemania estaba inerme, sometida a un papel internacional subalterno e imposibilitada para atender a su propia defensa; el paso siguiente fue retirarse, en 1933, de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de Naciones. Gran parte de la prensa internacional aceptó como lógica la postura alemana.
Hitler comenzó entonces una discreta política de rearme, tratando, sobre todo, de no alarmar a nadie y, para eliminar cualquier suspicacia, encomendó a Goering una aproximación a Polonia, el país más amenazado por el resurgimiento alemán a causa del corredor de Dantzig, que partía Prusia Oriental. Goering viajó varias veces a Varsovia y se ganó la confianza del Gobierno polaco, tratando incluso, de manera informal, de una posible alianza germano-polaca para atacar a la URSS. Ese estrechamiento de relaciones desembocó en un pacto de no agresión con Polonia en enero de 1934. La firma de ese acuerdo causó cierto malestar en Alemania, que Goebbels permitió exteriorizar suavemente a la prensa para que el taimado Hitler pudiera decir en el Reichstag : «Alemanes y polacos tendrán que aprender a coexistir.»
El Pacto de no agresión con Polonia desmantelaba el tinglado francés de alianzas, pero más alarmante era aún para París la opinión británica de qué debería concedérsele a Alemania la igualdad de armamentos con las restantes potencias europeas. Hitler, cuyas angustias con ocasión del asesinato de Dollfuss han sido objeto de mención, se sintió obligado a continuar disimulando. Ante el diputado por el departamento del Sena, Jean Goy, que le visitó en noviembre de 1934, entonó un canto a la paz y el trabajo. El NSDAP, con su política de pleno empleo y bienestar social, había hecho más por Alemania que ninguno de los caudillos que llevaron al país a docenas de conflictos. «Usted y yo sabemos bien la inutilidad y los horrores de la guerra.» La prensa francesa dedicó amplias informaciones a la visita y a los comentarios de Hitler. París comenzaba a tranquilizarse, sobre todo porque su ministro de Asuntos Exteriores, Louis Barthou, enérgico anti-germano y nada proclive a creerse los gestos pacificadores de Hitler, cayó asesinado y su cartera pasó a manos de Pierre Laval, un experto en negociaciones y componendas. En este ambiente, se produjo el mencionado plebiscito del Sarre y su reincorporación a Alemania, el día primero de marzo de 1935.
Las siguientes maniobras de Hitler serán más decididas, pero apoyándose siempre en algún punto fuerte. Anuncia públicamente que Alemania se está rearmando; sin embargo, invita al Reino Unido a discutir la ampliación de las seguridades colectivas. Ante el anuncio alemán, Londres replica con una ampliación de sus presupuestos militares y Hitler, que invita al ministro británico de Asuntos Exteriores a visitar Berlín, anuncia casi simultáneamente que Alemania cuenta ya con una fuerza aérea. En el Parlamento británico se levanta una ola de indignación, pero el Gobierno la controla asegurando que visitarán Berlín para apretar a Hitler las clavijas. Mientras tanto, Francia duplicaba el período de permanencia en filas de sus soldados, con lo que al Führer se le daba la oportunidad de mover ficha y lo hacía el 16 de marzo de 1935, anunciando que se proponía reinstaurar el servicio militar obligatorio y organizar un ejército de 550.000 soldados, eso sí, para poderse defender de los demás, que nunca habían cumplido los acuerdos de desarme y que habían comenzado a incrementar sus presupuestos militares y la cantidad de tropas alistadas.
Se estaba produciendo el comienzo de la carrera armamentística que duraría hasta el inicio de la guerra, en la que Alemania iba claramente a la cabeza. El Reino Unido tenía en 1935 un presupuesto militar raquítico, apenas un 2 por ciento, que aumentó progresivamente hasta el 10 por ciento del presupuesto nacional en 1939. Francia se gastaba en Defensa el 5 por ciento en 1935 y aumentó los gastos hasta el 8 en 1938, para pasar al 23 en 1939, pero esa inyección de dinero llegaría muy tarde. Hitler destinó en 1935 el 8 por ciento al rearme; en 1936 y 1937 se gastó el 13; en 1938, el 17 y en 1939, el 23 por ciento. Es decir, los gastos militares alemanes durante el régimen nazi fueron superiores a los del Reino Unido y a los de Francia juntos.
Ese rearme acelerado crearía una marina de guerra compuesta por cuatro acorazados, tres «acorazados de bolsillo», tres cruceros pesados, seis cruceros ligeros, 34 destructores y 57 submarinos. No era gran cosa para medirse a británicos y a franceses, pero en ese tiempo se creó la tecnología y la estructura para construir millares de submarinos durante el conflicto y para introducir en la guerra submarina los adelantos más sofisticados. La aviación, de la mano de la firma Heinkel, comenzó a fabricar biplanos o monoplanos de ala alta, como los modelos He-45 y He-46, que combatieron en la Guerra Civil española en igualdad de condiciones con los que llegaban desde la URSS a las fuerzas republicanas. Pero a partir de 1935 comenzó a construirse el Messerschmitt BF 109, el avión de caza que con diversas mejoras constituyó la espina dorsal de la aviación alemana durante toda la Segunda Guerra Mundial. Las factorías Junker, Heinkel, Dornier y Messerschmitt fueron preparadas en este período para dotar a Alemania de una superioridad aérea que se manifestaría evidente durante los dos primeros años del conflicto. En esa etapa comenzaba a balbucear el arma acorazada alemana, alma de la Blitzkrieg -la «guerra relámpago»- con el diseño de los carros de reconocimiento y de combate PzKw, modelos I, II, III y IV, que constituyeron un conjunto insuperable en la guerra acorazada hasta 1943. Con ellos colaboró una pieza antiaérea, el cañón 88 mm Flak, que llegó a ser empleada por la Legión Cóndor en la Guerra Civil española y que durante la Guerra Mundial se convirtió en la mejor pieza anticarro, y en el cañón que armó a los blindados alemanes más avanzados, los modelos Tiger y Panther.
Pero todo ello hubiera sido poco y no explicaría el fulminante éxito militar de Hitler en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial si no hubiese contado con la vieja Reichswehr , cuyos cien mil soldados y oficiales constituyeron la médula de la Wehrmacht , el ejército de Hitler. Ellos se convirtieron en los cien mil suboficiales y oficiales que instruyeron a los dos millones de soldados que el Führer había reunido en 1939 y los que idearon una nueva concepción de la guerra muy superior a la de los ejércitos que tuvieron enfrente hasta 1943.
Sin embargo, esas formidables fuerzas no existían sino en la mente de Hitler al final del invierno de 1936, cuando decidió remilitarizar la orilla izquierda del Rin. A mediados de febrero ordenó al jefe del Estado Mayor del Ejército, general Von Fritsch, que preparase nueve batallones de infantería y tres grupos de artillería para proceder a una ocupación simbólica de las guarniciones renanas. El 2 de marzo indicó al militar que debería añadir algunas unidades de caballería y de aviación para que la remilitarización fuera completa, aunque por el reducido número de las fuerzas el asunto seguía siendo meramente simbólico, y que estuviera preparado, en espera de órdenes inmediatas, que le fueron transmitidas el día 6 de marzo. A las 12.50 h del sábado, 7 de marzo de 1936, las botas claveteadas de los soldados, las herraduras de los caballos del ejército y los transportes de artillería retumbaron sobre la estructura del puente Hohenzollern, que cruza el Rin en Colonia. El ejército derrotado que cruzó ese puente hacia el norte en 1918 retornaba; eran pocos, pero simbolizaban el tremendo poder que Hitler estaba forjando dentro de Alemania. Así lo entendieron los habitantes de la ciudad, que se precipitaron a la calle para vitorear a los soldados, mientras Goebbels, rodeado por una corte de periodistas llevados allí para que fuesen testigos del acontecimiento, se hacía fotografiar sonriente con los soldados desfilando al fondo.
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