David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Desde su llegada al poder Hitler activaba las conspiraciones de los nacionalsocialistas austriacos contra el canciller Engelbert Dollfuss, pues mantenía viva la idea -cultivada durante su juventud en Viena, expuesta en el programa nazi de 1920 y descrita detalladamente en el primer capítulo de Mein Kampf - de unir Austria a Alemania y el pequeño canciller austriaco, al que burlonamente llamaba Millimetternich -un juego de palabras compuesto por milímetro y Metternich- constituía el máximo obstáculo para sus propósitos anexionistas. Los nazis austriacos, apoyados con dinero y agentes alemanes y alentados a la acción desde Berlín, planearon secuestrar al Gobierno austriaco y sustituirlo por otro más próximo a los intereses de Hitler y, a la vez, que tuviera las simpatías de Mussolini, enemigo declarado de cualquier operación contra el canciller austriaco, del que era amigo y vecino en la estación termal italiana de Riccione, donde ambos estaban citados precisamente para el 26 de julio.

El día 25 de julio de 1934, poco antes de las doce, tres grupos de las SS austriacas pusieron en marcha su plan para eliminar al Gobierno. Uno debía tomar el Ministerio del Interior, otro la emisora de radio y el tercero, la Cancillería, pero el plan había sido descubierto y las fuerzas de policía y del ejército capturaron a dos de los grupos y sólo parte de los conspiradores del tercero, unos 150, consiguieron entrar en la Cancillería, donde no hallaron reunido al Gobierno, pues los ministros, ante el aviso de la policía, habían retornado cada uno a su ministerio. Sí encontraron, sin embargo, al canciller Dollfuss, que fue gravemente herido en la refriega entre asaltantes y fuerzas de seguridad.

Mientras Dollfuss se desangraba, los conspiradores nazis se atrincheraron en el edificio y sostuvieron su resistencia -sin permitir que el canciller fuera auxiliado por un médico ni retirado a un hospital- hasta las 19.30 h, en que entregaron las armas a cambio de un salvoconducto para alcanzar Alemania. Cuando entró la policía en la Cancillería y halló muerto al canciller, Kurt von Schuschnigg -que se había hecho cargo de la jefatura provisional del Gobierno- no se consideró obligado a cumplir la promesa dada a los magnicidas, que fueron encarcelados, juzgados y trece de ellos ahorcados. De cualquier forma, los responsables del fracasado golpe de Estado lograron huir y refugiarse en Alemania.

Mussolini recibió la noticia de la muerte de Dollfuss poco más tarde de las 20 h y, acompañado de su esposa, Donna Rachele, se dirigió al cercano chalet donde Frau Dollfuss cuidaba de una hija enferma, mientras se retorcía de angustia ante las alarmantes noticias que llegaban de Viena. Mussolini, personalmente, le comunicó la muerte de su marido y puso un avión a su disposición para que se trasladara a Viena, mientras Donna Rachele se hacía cargo de la niña enferma. Horas después, el Duce puso en estado de alerta a las tropas del norte de Italia, con la orden de marcha hacia la frontera alemana para el día siguiente. Se trataba sólo de «un farol», porque Mussolini sabía que Gran Bretaña no le apoyaría en una guerra y el Duce conocía muy bien las limitaciones de su ejército como para embarcarse en una aventura militar de consecuencias impredecibles.

El envite italiano situó a Hitler al borde del precipicio. El Führer se hallaba en Bayreuth asistiendo al festival wagneriano cuando se enteró del golpe nacionalsocialista austriaco. Por un lado se sintió satisfecho pero, por otro, comenzó a encontrarse muy incómodo: no tenía aquella situación bajo su control y, por tanto, desconfiaba que pudiera salir bien; además, no había calibrado las consecuencias de la conspiración. El 25 de junio asistía a la representación de El oro del Rin cuando fue informado de que los asaltantes de la Cancillería de Viena estaban cercados, mientras el Gobierno austriaco tenía plena libertad de acción. Se sintió muy contrariado, aunque continuó en el teatro. Cuando terminó la obra le comunicaron la muerte de Dollfuss, ante lo que resolvió irse a un restaurante y sostener su programa para aquel día como si los sucesos de Austria no tuvieran nada que ver con Alemania ni con su canciller.

Sin embargo, pasó las horas siguientes en una inquieta espera, hasta que su embajada en Roma informó que, sin duda alguna, las tropas italianas estarían al día siguiente en la frontera. Mussolini estaba dispuesto a considerar cualquier petición de ayuda por parte de Austria. Eso sumió a Hitler en una profunda angustia. Si Austria pedía apoyo a Italia y ambas atacaban a Alemania podían ocurrir dos cosas: que el agonizante Hindenburg rechazase la guerra, en cuyo caso ofrecería a los austriacos su cabeza y sería arrojado de la Cancillería por la Reichswehr , o que decidiera combatir. Si había guerra, Alemania lucharía en una tremenda inferioridad numérica, pues los ejércitos austriacos e italianos les triplicaban en número y en medios de combate, ya que Italia disponía de aviones, artillería y buques de guerra, armas prohibidas a Alemania por la paz de Versalles y, por tanto, escasas, aunque Berlín hubiera estado vulnerando los acuerdos con ayuda de Moscú. Más aún, en los mercados internacionales austriacos e italianos hallarían quienes les vendiesen cuanto necesitaran, mientras que Alemania se encontraría sola. La derrota era, pues, más que probable y su ocaso político, fulminante. Hitler se retorcía de impotencia y de cólera. No podía permitir una declaración de guerra que le sería nefasta. Había que buscar una salida política. Entonces se acordó de Von Papen, probablemente el único hombre en Alemania que podría negociar en Viena y que estaría dispuesto a hacerlo en nombre de Hitler.

El 27 de julio Franz von Papen llegó a Bayreuth y expuso sus condiciones, que el Führer aceptó sin pestañear: destitución de Theo Habicht, un nacionalsocialista austriaco que gozaba de prebendas y honores en Alemania y máximo responsable del magnicidio; compromiso de negar toda colaboración a los nacionalsocialistas austriacos y la renuncia alemana a cualquier intento de obtener por la fuerza la anexión de Austria. Tan sólo eso bastó para desinflar el contencioso en las fronteras. La anexión de Austria era cosa de tiempo, pero estaba decidida; las encuestas de opinión daban mayoría a los partidarios de la unión con Alemania y, a aquellas alturas, las potencias vencedoras en la Gran Guerra no se opondrían a ella.

Pero Hitler había perdido, momentáneamente, interés en este asunto. Respiró aliviado cuando comenzó la misión de Von Papen e, inmediatamente, debió de ocuparse de otro asunto perentorio: Hindenburg se moría. El Presidente había abandonado Berlín a comienzos de junio, y aún pudo hacerlo por su propio pie, para dirigirse a su finca de Neudeck, en Prusia, donde deseaba morir y ser enterrado, porque allí estaba sepultada su mujer. A finales de junio ya no podía levantarse de la cama y, a mediados de julio, los médicos suponían que su fallecimiento se produciría de un momento a otro. El 30 de julio, el vencedor de Tannenberg agonizaba. Hitler suspendió su temporada de ópera y se dirigió a Prusia, llegando a Neudeck el día 31. Pese a la negativa inicial de los médicos, Hitler porfió hasta que se le permitió ver unos minutos a solas al Mariscal. Cuando abandonó la habitación, aseguró que Hindenburg había tenido un momento de lucidez y que había hablado con gran serenidad. Los médicos dudaron mucho de que tal lucidez se hubiera producido, pero la propaganda de Goebbels sacó partido a aquellos minutos, asegurando que Hindenburg había reconocido a Hitler y que le había dado ciertas recomendaciones.

La agonía de Hindenburg concluyó a las 9 h del 2 de agosto de 1934. El médico, Sauerbruch, que velaba a su cabecera, aseguró que horas antes pudo escuchar cómo el anciano musitaba « Mein Kaiser, mein Vaterland » -«Mi káiser, mi patria»-. Pero no se había enfriado aún el cadáver del presidente cuando el Boletín Oficial del Reich publicaba un decreto según el cual el cargo de presidente quedaba vinculado al de canciller y, por tanto, todas las atribuciones presidenciales «convergen en la persona del Führer -canciller Adolf Hitler, el cual nombrará a sus más allegados colaboradores», cosa que se apresuró a hacer designando un nuevo Gobierno, en el que la mitad de los ministros eran nazis. Así obtuvieron sus carteras Hess, Seldte, Darré y Rust, además de los que ya las tenían: Goering, Goebbels y Frick.

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