Von Blomberg, que seguía en el Ministerio de Defensa, tuvo que firmar el decreto según el cual todos los miembros del Ejército deberían prestar el siguiente juramento, del que -según el historiador H. S. Hefner- no existía precedente alguno en Alemania y que tenía una enorme trascendencia, pues sólo podía romperse con la muerte: «Juro por Dios obediencia incondicional al Führer del Reich alemán, de su pueblo y jefe supremo del Ejército, Adolf Hitler, y estoy dispuesto como soldado a ofrendar mi vida en aras de este juramento.» Von Blomberg -conocido como «leoncito de goma», por su pretensión de ofrecer un fiero aspecto respaldado por una nula energía- emitió también la orden de que todos los militares deberían dirigirse a Hitler como mein Führer . Ya sólo le quedaba a Adolf un pequeño trámite para verse investido de todos los poderes y respaldado por todas las apariencias de legalidad: ser confirmado en la presidencia por el voto de los alemanes. Para lograrlo convocó un plebiscito el 19 de agosto, convocatoria que fue respaldada por todo el aparato propagandístico del NSDAP y del Estado y por todo el brutal poder de convicción de las SA, las SS y la Gestapo. Las urnas ofrecieron el resultado apetecido: 38,3 millones de alemanes le reconocían como jefe del Estado. Pero había algo que no gustó ni a Hitler, ni a Goebbels, ni a Goering, ni a Himmler: 4,2 millones de alemanes votaron en contra y 870.000 depositaron sus papeletas en blanco, lo que constituía la muestra de un valor extraordinario, pues los aparatos represivos nazis tenían medios para averiguar en la mayoría de los casos quiénes habían sido los opositores.
EL PODER, LA GLORIA Y EL TERROR
Más brillante, y también más auténtico, resultaría el referéndum del Sarre, que estaba bajo control internacional desde su evacuación por Francia en 1930. El 13 de enero de 1935, la población del Sarre acudió entusiásticamente a las urnas y votó su reincorporación a Alemania en un 91 por ciento, decisión que fue respetada internacionalmente, aunque Francia plantease sus reticencias. Hitler, feliz, trató de eliminar cualquier suspicacia declarando que era la última cuenta pendiente que le quedaba por saldar con Francia. El 1 de marzo, el Sarre volvía al seno de Alemania.
Hitler, sin embargo, mentía. Justo con la recuperación del Sarre comenzaba su campaña internacional, que para él era sinónimo de labor de gobierno. El Führer estaba poco interesado en las actividades de sus ministerios. Les cedía competencias sin inmiscuirse en su funcionamiento siempre que sirvieran a sus planes; cuando no era así, les «puenteaba» o destituía. Hjalmar Schacht, prestigioso economista que contribuyó al acceso de Hitler al poder y que fue ministro en sus gobiernos durante una década, escribió al respecto:
«Mientras estuve en activo, tanto en el Reichsbank como en el Ministerio de Economía, Hitler nunca interfirió en mi trabajo. Jamás intentó darme instrucciones, sino que me dejaba sacar adelante mis ideas, a mi manera y sin críticas… Sin embargo, cuando se dio cuenta de que la moderación de mi política financiera era un obstáculo para sus planes temerarios (en política exterior), empezó, en connivencia con Goering, a vigilarme y a oponerse a mis disposiciones.»
Muestra elocuente de su desinterés por el trabajo del gabinete gubernamental es que las reuniones ministeriales fueran escasas y que la última se celebrara el 4 de febrero de 1938; no volvió a haber otra durante los siete años que aún perduró el régimen nacionalsocialista. Todo el trabajo del Gobierno debía, pues, estar al servicio de los intereses exteriores de Alemania, que en el ideario expresado machaconamente por Hitler en quince años de mítines y minuciosamente descrito en Mein Kampf se dividía en tres puntos. Primero, acabar con las consecuencias del Tratado de Versalles y sus ramificaciones; segundo, llevar el Reich hasta los últimos rincones de Europa donde hubiera alemanes -Austria, Sudetes, países bálticos, Alsacia, Lorena…- y tercero, el Lebensraum , el espacio vital, la expansión imprescindible para la grandeza de Alemania, territorios que habría que conquistar a expensas de Polonia, Checoslovaquia y Ucrania, en los que establecer los excedentes de población alemana -labor especialmente encomendada a los campesinos, que deberían actuar como los colonos norteamericanos de la conquista del Oeste , recuerdo de sus lecturas de Karl May-.
Un sueño formidable al que dedicaba todas sus energías y argucias. En palabras de Alan Bullock,
[…] del mismo modo que el partido nazi había sido el instrumento mediante el cual el Führer adquirió el poder en Alemania, el Estado iba a ser ahora el instrumento mediante el cual se proponía alcanzar el poder sobre Europa.»
Para conseguirlo necesitaba de un poderoso ejército y un armamento adecuado, por lo que estimuló los medios para conseguirlos: reclutamiento obligatorio, instrucción acelerada, política industrial armamentística, excelentes comunicaciones al servicio de la industria y el ejército. Todo eso determinaría un extraordinario desarrollo de los programas de investigación, de producción industrial, de construcción de autopistas y ferrocarriles. La revolución social soñada por los sectores más obreristas del partido había sido burlada, más aún, fue un fraude del NSDAP, pero no había lugar a la protesta pues los sindicatos de clase habían sido exterminados, los líderes comunistas, los socialistas y los sindicalistas estaban en la cárcel o el exilio, la Gestapo y las SS lo controlaban todo y, además, la sociedad alemana estaba alcanzando un bienestar social superior al de los mejores días de la República de Weimar.
El paro, una de las lacras de la Alemania de entreguerras que catapultó a Hitler hacia el poder, disminuyó rápidamente, hasta desaparecer por completo a finales de 1938. Más aún, había tantas cosas que hacer que los estudiantes, obligados a prestar tres meses de su trabajo al Estado desde 1933, vieron aumentada la cuota a seis meses en 1936. Uno de los empeños más populares fueron las autopistas, las mejores del mundo en su época, por las que pronto circularían los populares Volskswagen , cuyos famosos «escarabajos» salieron al mercado en 1936 al módico precio de 900 marcos. Sin embargo, no todos los alemanes -en contra de lo que rezaba la propaganda oficial- podían acceder a ellos porque el nivel adquisitivo de los obreros incluso disminuyó en estos años.
El circuito en el que se movió la economía nazi fue muy sencillo y muy eficaz para sus fines. El Estado se convertía en el gran cliente de autopistas, ferrocarriles, vehículos y armas. Las fábricas trabajaban a plena producción e, incluso, debieron crearse numerosas nuevas industrias para satisfacer las demandas estatales. El paro desaparecía. El pleno empleo otorgaba a todos los alemanes una aceptable capacidad adquisitiva, que se mantendría casi fija hasta el comienzo de la guerra. Los salarios no aumentaron, pero la inflación fue insignificante debido a los controles gubernamentales de los precios. Por medio de la propaganda y el gravamen de los artículos de lujo se consiguió estimular la capacidad de ahorro de los trabajadores, que canalizaron sus economías hacia las inversiones en Deuda Pública. Ahí se cerraba el circuito y el Estado volvía a hallarse en condiciones de invertir nuevamente.
El pleno empleo permitía vivir a todos, aunque no todos vivieran mejor. La falta de libertades hacía sufrir a muchos alemanes; sin embargo, la mayoría se sentía razonablemente satisfecha con la sensación de progreso, orden y prestigio internacional. Para ello, 1936 fue el año clave: el 7 de marzo se remilitarizó Renania; el 9 de mayo se iniciaban los vuelos transoceánicos mediante los grandes dirigibles, correspondiéndole al Hindenburg el viaje inaugural; el 19 de junio la gloria boxística germana de los grandes pesos, Max Schmeling, ganaba por KO al campeón norteamericano, Joe Louis, en el duodécimo asalto (combate que tendría su contrapartida dos años más tarde, con victoria del «Bombardero de Detroit» en el primer asalto, pero eso lo pasó por alto la propaganda del doctor Goebbels); el 16 de agosto se inauguraban los Juegos Olímpicos de Berlín, cuya perfecta organización y fastuosidad fueron un elemento propagandístico de primer orden para el régimen nazi, al que únicamente le faltó un ario para ser proclamado rey de los Juegos, papel que desempeñó, para fastidio de los racistas, un maravilloso atleta negro norteamericano, Jesse Owens, que consiguió cuatro medallas de oro. Ese mismo año Alemania se atrevía a salir de sus fronteras y a intervenir en España, al lado de los militares sublevados el 18 de julio contra la II República; en la península Ibérica combatió la Legión Cóndor, unidad que contó con unos seis mil hombres y que estaba dotada de modernos aviones y artillería antiaérea. Cerraba ese año triunfal de Hitler la firma con Mussolini de un tratado de cooperación, que fue conocido como Eje Berlín-Roma.
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