Los nuevos gerifaltes trataron de construirse sus propios reinos de taifas, dentro de los cuales daban rienda suelta a todas sus pasiones. Goebbels odiaba a Goering y trataba de escamotearle los servicios de su aparato de propaganda. Goering espiaba a Goebbels y se burlaba de él, también espiaba a Röhm, aunque le temía. Röhm aumentaba escandalosamente el número de sus SA, que en 1934 tenía cuatro millones de afiliados, y consideraba que su organización debiera poseer carácter militar, más aún: ser una especie de ejército interior, mientras la Reichswehr sería destinada a la conflictividad exterior. Estos tres hombres, los más poderosos de Alemania en aquellos momentos después de Hitler y del anciano y enfermo presidente Hindenburg, eran una ruina moral.
Pronto fue notorio en los ambientes artísticos alemanes que Goebbels era un lujurioso sin escrúpulos ni freno: como controlaba el cine, toda aspirante a estrella era minuciosa y personalmente examinada por el pequeño y contrahecho ministro, que se cobraba en especie y en su propio despacho los favores políticos que otorgaba. Más famoso era Goering, morfinómano, bebedor e insaciable acaparador de riquezas: en un año se había hecho con media docena de casas, ornadas con las mejores alfombras, los muebles más lujosos, las vajillas más finas y las pinturas más sublimes. Solía pasar por los museos y solicitaba, «en calidad de préstamo», los cuadros que más le interesaban, como los dos lienzos de Lucas Cranach que se llevó de la Pinacoteca de Munich. Los empresarios alemanes no ponían obstáculos a sus demandas porque el ministro del Interior y presidente del Reichstag haría lo imposible por complacerles, siempre que el soborno fuera el adecuado.
Röhm era violento, borracho y homosexual. Tenía el complejo de no haber hecho carrera en el ejército, del que se había licenciado como capitán, y le humillaba tener que tratar en inferioridad de condiciones con generales que, en 1918, no tenían mucha mayor graduación que él y que, en 1934, disponían de fuerzas treinta veces menos numerosas.
Hitler, que pasaba por incorruptible, derrochaba el dinero. Regalaba a Eva Braun joyas, villas y coches por cuenta del Estado; movía automóviles y aviones como si fueran de su propiedad privada. Cierto que en aquellos momentos era uno de los hombres que más dinero ganaba de Alemania porque su editor y administrador, Max Amann, había descubierto la gallina de los huevos de oro: el Estado regalaba a todos los recién casados un ejemplar de Mein Kampf operación que le proporcionaba a Hitler unos 300.000 marcos anuales en concepto de derechos de autor. Para calibrar adecuadamente la enorme cifra baste decir que su sueldo como canciller apenas alcanzaba los 2.000 marcos mensuales, que el primer utilitario de la Volkswagen costaba unos 900 marcos o que una casa de campo digna de un ministro alcanzaba un precio de 30.000 marcos. Los derechos de autor de Mein Kampf debieron ser aún más extraordinarios, pues entre 1933 y 1939 fue traducido al inglés -y publicado tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos-, al italiano, al ruso, sueco, portugués, japonés, español ( Mi lucha ), etcétera.
Pero Hitler, el desinteresado Hitler, que disculpaba la lujuria de Goebbels y hacía la vista gorda respecto a la rapiña de Goering, comenzaba a estar preocupado a finales de 1933 por las ambiciones de Röhm. Los únicos poderes que existían entonces en Alemania capaces de oponérsele eran la Reichswehr y las SA y decidió unificarlas, de forma que los militares quedasen neutralizados. El segundo paso sería controlar el resultado de la fusión, para lo que amplió los poderes de Himmler, al que entregó la jefatura de toda la policía de Alemania, exceptuando la de Prusia, y la dirección de las SS, que en 1933 habían pasado de 30.000 miembros a 100.000. Al tiempo, permitía que Goering crease una policía secreta, especialmente dedicada a la represión de los delitos contra el Estado: la Geheime Staatspolizei , la Gestapo. Hitler creía en el principio de «Divide y vencerás», por eso proliferó este tipo de policías paralelas, cuyas misiones fueron siempre muy difíciles de definir, mandadas por personajes diferentes, adictos al Führer y, si era posible, enemistados entre ellos. Así, era pública y notoria la aversión de Himmler hacia Röhm y el desprecio con que éste correspondía a su subordinado. A finales de 1933, Hitler tenía su puzzle de seguridad bastante completo: Röhm, con las SA, controlaría el Ejército; Himmler, con las SS, impediría las tentaciones de Röhm; Goering, con la Gestapo, se encargaba de eliminar a los enemigos políticos del régimen o a cualquiera que se desmandara dentro de la estructura nazi.
SEÑOR DE HORCA Y CUCHILLO
El deseo hitleriano de incorporar las SA a la Reichswehr se saldó con un fracaso. Hindenburg, aunque apenas se enteraba ya de nada, tuvo fuerzas para decirle: «Señor canciller, ocúpese usted del Gobierno, que del Ejército todavía puedo responsabilizarme yo». Fracasada la vertebración por decreto, se entablaron arduas negociaciones secretas entre el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Von Fritsch, y el jefe de las SA, Röhm, alcanzándose un acuerdo: soldados veteranos se encargarían de la instrucción militar de las SA; el ejército proporcionaría armas a las SA si fuera necesario, pero seguiría siendo dueño de tal armamento, que estaría bajo su inspección y control. Hitler, aunque prohibió drásticamente a Röhm que siguiera aumentando las filas de las SA, cuyo presupuesto resultaba monstruoso, estuvo conforme con el acuerdo, que fue firmado en febrero de 1934. Sin embargo, jamás se puso en práctica.
Hitler comenzó a considerar que Röhm sería demasiado peligroso si sus SA estuvieran dotadas de armas de guerra, por más que aquellas pertenecieran a la Reichswehr . Su tremenda desconfianza se vio confirmada cuando Röhm, fanfarrón e incauto, comentó en una sobremesa que los acuerdos con el ejército estaban paralizados porque Hitler era prisionero del «morfinómano» Goering y del «politicastro» Goebbels, que trataban de impedir la evolución de las SA porque le odiaban y envidiaban. «Pero -siguió-esta situación no va a continuar. Si Adolf no quiere, emprenderé yo la marcha y más de cien mil me seguirán.» Horas después, tan imprudente declaración estaba sobre la mesa del ministro del Ejército, Von Blomberg, y poco después llegaba a manos de Hitler.
A partir de ahí fueron enrareciéndose las relaciones entre el ejército y las SA y, al mismo tiempo, Röhm comenzó a ser evitado por los personajes del partido y seguido minuciosamente en todas sus actividades por un colaborador de Himmler: Reinhard Heydrich, un teniente de navío de extraordinaria inteligencia que desempeñaba la jefatura del servicio de seguridad de las SS. Este hombre, consumido por la ambición, veía que la inminente ruina de Röhm entregaría a las SS la preeminencia dentro de las fuerzas paramilitares nazis y, por tanto, impulsaría poderosamente su carrera política. En adelante concentraría todos sus esfuerzos en desprestigiar a Röhm, en difundir rumores sobre sus vicios reales o inventados y en rodearle permanentemente de un aire de conspiración. Von Blomberg comenzó a recibir un rosario de informes falsos o parciales, trufados con algunos datos verdaderos pero irrelevantes o conocidos, cuyo efecto era teñir de verosimilitud aquella conspiración. Según ellos, las SA se armaban en secreto, con el propósito de asaltar el poder. A finales de junio de 1934, Heydrich pisó el acelerador: el día 23, un telegrama anónimo llegaba a la oficina de información de la Reichswehr ; según él, las SA debían armarse con toda urgencia, pues «había llegado la hora». La maniobra era tan burda que los jefes del ejército intuyeron pronto quién la había organizado pero la inquietud estaba sembrada y más cuando interceptaron listas -supuestamente dirigidas a los miembros de las SA- con los nombres de los militares que deberían ser eliminados cuando triunfase el putsch .
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