Cuando Austria fue incorporada al Reich, en mayo de 1938, se aplicaron allí las mismas políticas que en Alemania. También hubo decenas de sacerdotes, religiosos y religiosas muertos en defensa de la fe, auxiliar a judíos o mantener posturas antinazis defendiendo la vida o la libertad. Peor sería la suerte de la Iglesia en los territorios ocupados durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en Polonia, pero también en Francia, Italia y demás países sojuzgados, donde fueron asesinados muchos millares de sacerdotes, religiosos y religiosas.
La idea que sobre la Iglesia católica tenía Hitler era clara: exterminio siempre que no se plegara a sus designios. En diciembre de 1941, cuando aún pensaba que su victoria militar era indudable, fantaseaba sobre el futuro y veía que uno de los objetivos que le quedarían por cumplir sería la extinción del catolicismo: «La guerra llegará a su término y yo, ante la solución del problema de la Iglesia, tendré la última gran tarea de mi vida.» La Iglesia había negociado con el monstruo suponiendo que podría dominarlo y sólo se ganó su desprecio. La Iglesia no fue la única engañada: las democracias occidentales también hubieran podido frenarle y optaron por tratar de convivir con él hasta que se hallaron abocados a la guerra.
De cualquier forma, éste es un asunto sobre el que la Historia todavía no ha escrito su versión definitiva: quedan por investigar los papeles de la época, que el Vaticano pondrá a disposición de los investigadores a partir de 2003. Pero no adelantemos acontecimientos.
LA INQUISICIÓN NAZI
Volvamos a aquella aprobación de la Ley de Plenos Poderes por el Reichtag en la tarde del 23 de marzo de 1933. Con tal arma en sus manos ya nada podría detener a Hitler. Los primeros destinatarios de su furor y poder omnímodo fueron los judíos. El primero de abril de 1933 se convocó una jornada de boicot contra ellos; se promulgó, a continuación, una serie de decretos que ordenaban abandonar a todos los «no arios» sus puestos en la Administración, la Universidad, la Jurisprudencia y la Medicina. Esas medidas afectaron a muchos millares de judíos, que hubieron de cambiar de trabajo o se exilaron. El caso más espectacular fue el de Einstein, profesor de Física en Berlín, que emigró a Estados Unidos en 1933. El propio presidente Hindenburg, que apenas si se enteraba ya de lo que estaba ocurriendo, escribió a Hitler una carta protestando por aquellas medidas y recordando los relevantes servicios de los judíos durante la Gran Guerra: «… Si fueron dignos de luchar y desangrarse por Alemania, también debe considerárseles merecedores de seguir sirviendo a la patria desde sus trabajos profesionales.» Hitler esgrimió ante el presidente sus razones, le prometió ser clemente y no revocó ninguna de sus disposiciones, aunque momentáneamente pospuso el paquete de medidas antisionistas que ya tenía meditadas.
El siguiente paso afectaría al mundo de las ideas. Goebbels, ya para entonces ministro de Propaganda, organizó la quema de obras literarias, políticas o filosóficas de todos aquellos autores considerados contrarios a las ideas nacionalsocialistas. En las piras que se encendieron en Berlín, primero, y luego en toda Alemania, ardieron las obras de Mann, Remarque, Proust, Wells, Einstein… Ni siquiera literatos del pasado, como Heine o Zola, se salvaron de la quema. El mismo destino les estaba reservado a los cuadros de los pintores odiados por Hitler, como Kandinsky, Klee, Nolde, Dix, Picasso, Kokoschka o Van Gogh, que se salvaron de las llamas porque Goebbels convenció al Führer de que lo interesante era retirarlos de la vista del público y, luego, venderlos en el mercado internacional, ya que había gentes dispuestas a pagar elevados precios por ellos.
La segunda parte de este ataque nazi llegó al mundo de la enseñanza. Todos los jóvenes de ambos sexos, desde los diez a los dieciocho años, debían integrarse en las Juventudes Hitlerianas, aunque la afiliación no se hizo obligatoria hasta 1939. Comportaba tales desventajas no afiliarse que la mayoría de los niños y jóvenes alemanes terminaría por figurar en ella. En la Universidad, los estudiantes fueron obligados a integrarse en la Organización de Estudiantes Alemanes, a trabajar para el Estado cuatro meses al año y a pasar otros dos más en un campamento de las SA.
La ideología nazi se dejó sentir profundamente también en el contenido didáctico de todos los niveles de la enseñanza. Fueron tergiversadas la Historia, la Literatura y la Lengua alemanas y el fanatismo llegó hasta la Biología, cuyos capítulos sobre genética hubieron de soportar las manipulaciones de los teóricos nazis sobre la superioridad aria. No menos drástico fue el ataque sufrido por el profesorado poco adepto o de origen semita: de los 7.700 profesores que componían las plantillas de la Universidad, más de 1.100 debieron dejar las aulas; entre ellos estuvieron los premios Nobel Albert Einstein, Thomas Mann, Gustav Hertz, Fritz Haler y James Franck. De los que se quedaron, cerca de un millar estaba afiliado al partido y otros se mostraron entusiastas del nuevo sistema, como el filósofo Martin Heidegger, rector de la Universidad de Friburgo, que llegó a decir: «Las ideas y los dogmas no deben ser la razón de vuestra existencia. El Führer y sólo él es el presente y el futuro de la realidad alemana y su única ley.» El famoso filósofo se mostraba en plena consonancia con las ideas nazis sobre la educación: «El principal objetivo de la escuela es la de formar a la juventud en el espíritu del nacionalsocialismo para el servicio de la nación y el Estado.»
La tercera serie de medidas de Adolf Hitler para hacerse con el poder absoluto no contestado fue la disolución de los partidos políticos. La primera de las leyes nazis en este sentido fue la del 26 de mayo de 1933, que confiscaba las propiedades del Partido Comunista. Un mes después era declarado ilegal el Partido Socialista y el 14 de julio se promulgaba la ley definitiva en este campo: se prohibía la formación de nuevos partidos políticos, lo que dejaba al NSDAP como la única fuerza política organizada. Simultáneamente, se suprimían los sindicatos de clase, se ocupaban sus locales y se embargaban sus bienes, mientras se creaba el Frente Alemán del Trabajo (DAF), que englobaría a todos los trabajadores del país, y Goebbels se apuntaba otro triunfo propagandístico con la creación, el primero de mayo, del Día Nacional del Trabajo, jornada festiva con grandes manifestaciones nacionalsocialistas.
Por fin Hitler podía respirar tranquilo: ya no existía organización alguna que pudiera disputarle el voto de sus compatriotas, por lo que convocó elecciones al Reichstag el 12 de noviembre de 1933. Los alemanes fueron invitados a votar por la «lista del Führer », lista monocolor, «lista parda», que obtuvo el apoyo plebiscitario del 95 por ciento del censo electoral, pues a aquellas alturas los alemanes ya sabían del extraordinario riesgo que comportaba cualquier tipo de oposición a Hitler: votar No o abstenerse podía ser motivo de detención e internamiento en los campos de concentración que se estaban abriendo en todo el territorio del Reich. Hitler pudo así disponer de un Reichstag cuyos miembros tenían el carnet nazi y, por unas dietas de 800 marcos mensuales, aprobaban sus leyes, escuchaban los discursos que pronunciaba en aquella Cámara y cantaban los himnos nacionales y del partido. En los discretos y escasos ambientes antinazis circulaba por aquellos días este chiste: «El Reichstag es el coro más caro de la tierra.»
Como su sed de poder era ilimitada y como no quería ver barrera alguna ante su tiranía, una de las primeras medidas que adoptó Hitler fue desmontar el sistema bismarckiano de gobiernos estatales. Hitler quería una Alemania unida y controlada por un férreo poder centralizado, el suyo. Para ello, a partir del 31 de marzo de 1933, fue emitiendo leyes que cercenaban las grandes prerrogativas que tenían los Länder . El proceso centralizador concluyó con la Ley para la reconstrucción del Reich de 30 de enero de 1934, que terminó con el Estado federal. Los parlamentos de los Länder fueron disueltos y sus gobiernos, supeditados a Berlín. Manteniendo sus apariencias de legalidad, Hitler obtuvo del Reichstag la disolución de la Cámara federal o Reichsrat . Este diluvio de leyes y de cambios tenía atónito y admirado al país. La situación económica no había mejorado y el paro seguía siendo muy grave, pero gran parte de los alemanes estaban llenos de esperanza porque el nuevo sistema parecía hacer cosas y sus teatrales gestos despertaban expectativas nuevas. Sin embargo, quienes trataban íntimamente a los nuevos dueños de Alemania se sintieron pronto aterrorizados, pues vieron su crueldad y su soberbia. La más leve crítica al nuevo régimen significaba la cárcel, y ésta, con frecuencia, suponía la muerte. El sistema judicial fue minado y corrompido, los juristas que no se plegaron fueron destituidos o eliminados y la justicia se convirtió en un capricho del régimen nazi, que ni siquiera se ocupó de redactar su propio Código.
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