Sí, la mayor parte de esas colecciones, llegado un día, volverán de nuevo a derramarse por las salas de subastas, los mercadillos, los rastros, las almonedas. Y es bueno que así sea. Todo es un río y la fortuna es sabia porque tiene forma de rueda.
La vida no debería ser dramática ni solemne. Un día somos llamados a suceder a alguien y un día llamarán a otro para que nos suceda. Hemos ordenado el mundo y el mundo lo desbarata. El mundo es así completo, en lo que tiene de inacabado e imperfecto. Ayer fue el viejo avaro del invierno quien nos impuso su usura, pero hoy la primavera, una gran coleccionista, se lo gasta todo en flores y por una vez amor y muerte son alegres igualmente.
Imaginad a una mujer de unos cuarenta años, lo que Balzac hubiera llamado «une femme à treinte ans». Seguramente los treinta de Balzac por razón de los tiempos serían hoy cuarenta: la mujer madura, en sazón de su inteligencia y de su cuerpo, que es libre hasta donde podemos serlo todos. Lo visible, antes de cruzar con ella dos palabras, son en verdad sus ojos, dos también, como esmeraldas o aguas muertas de un lago profundo.
Hace días coincidió con un ex presidente de Comunidad Autónoma (socialista), durante una fiesta de amigos, en un chalé de Madrid. Como se ve, la Comedia Humana no se ha interrumpido. Al tiempo que el ex presidente tendía la mano hacia la desconocida quiso lanzar en las aguas profundas de ese lago el cebo de una galantería. Es posible que las plumas del colodrillo se le erizaran como en las ceremonias de cortejo. Antes incluso de decir el «tanto gusto» preceptivo, preguntó sin poderse contener: ¿Esos dos ojazos tan bonitos son todo tuyos? Sonaron aquellas palabras como el comienzo de la romanza carcelaria. «Mujeres, mariposillas locas / que jugáis con los quereres, / y vais de flor en flor»… A esa mujer, quien a propósito de sus ojos lleva treinta años escuchando bobadas, no le extrañó tanto la pequeña patosería como oírsela a una persona «progresista», y ¡a sus años! (los suyos y los del ex), y los ojos, por un instante, se le tropezaron del susto en subitánea bizquera.
Hace también unos meses fue otro presidente de Xunta (popular) el que a propósito del escote de una diputada, pronunció una de esas frases vulgares y vejatorias que sólo se destilan en las mentes de los viejos lascivos. Hace un siglo ambos ex presidentes (uno lo será en breve) se hubieran cedido el paso, «como dos caballeros», acompañándose de sombrerazo y enérgica cabezada, para entrar en cualquiera de los burdeles elegantes de la ciudad. Seguramente hoy se atacarán con saña desde sus respectivas barricadas políticas, pero lo cierto es que, aunque no lo sepan, ambos militan en el mismo partido.
No es infrecuente sorprender a las mujeres haciendo papeles verdaderamente humillantes en esta sociedad, por necesidad unas veces, otras por sometimiento y otras por gusto suyo en ello, en todos los niveles también, sociales, económicos y culturales. Éste es un pequeño artículo de quinientas palabras, que no solucionará ninguno de los problemas que hacen que en el reparto del mundo las mujeres sean las débiles y los hombres los fuertes, pero tampoco es infrecuente que las mujeres se discriminen a sí mismas, no participando en otros foros que los formados por mujeres: «mujeres trabajadoras», «literatura femenina», «colectivo feminista»…
Decía Colette que las mujeres no conseguirían nada mientras no se olvidaran de los hombres. Pero aún habría que ir más lejos: hasta que no se olviden de los hombres… y de las mujeres. Fue lo que hicieron, en cierto modo, entre nosotros, Rosa Chacel o María Zambrano… Aspiraban a ser consideradas y medidas por los mismos raseros con los que se medía al resto de sus colegas. No hablaban de mujeres ni de hombres, ni de discriminaciones, ni del eterno femenino. Escribieron su obra. Pensaron. Fueron jóvenes también. Se enamoraron. Tuvieron ojos bonitos, pero descreyeron de los «eternos femeninos», porque en esta vida nada hay eterno. Ni siquiera les molestaba que en la palabra Hombre, se incluyera al hombre y a la mujer. No fueron políticamente correctas, pero fueron libres y tal vez más sabias que nosotros.
La mujer de cuarenta años no supo qué responder, quizá porque cuando se es inteligente no se sabe qué contestar a las pequeñas vejaciones, y esos silencios son precisamente los que nos hacen débiles, seamos hombres o seamos mujeres, frente a los fuertes, que no son ni hombres ni mujeres, sino sólo fuertes, y con la palabra presta para el insulto, para el chicoleo.
Todos conservamos cerca de nosotros unos pequeños álbumes donde ponemos esas fotografías que hemos ido haciendo o que nos han hecho a lo largo de nuestra vida. A veces, con nuestros recuerdos, es todo lo que queda de ella, y quizá por eso, por evitar una constatación tan melancólica, espaciamos su visitación durante años.
Porque nuestra memoria es pequeña y se debilita con el paso del tiempo, necesitamos hacer nuestras colecciones particulares, nuestros amados álbumes, de ciudades, de personas, de películas, de atardeceres, con el fin de revisitarlos de vez en cuando para constatar que no todo ha sido pérdida.
Conocí en cierta ocasión a un viejo homosexual que había hecho la lista de todos sus amores, desde que era un adolescente. Había en ella muchos nombres, quizá más de ciento cincuenta, pero cabían todos en un folio, escritos con su pequeña letra, por las dos caras. En las muchas horas que pasaba solo en su desolada casa de Madrid, repasaba esa lista, y evocaba aquellos días en los que amó y fue amado, o engañado, o no correspondido o sencillamente ignorado. Todo, incluso convivir con espectros del pasado, antes que olvidar y quedarse a merced de una soledad cada día más penosa.
En estos últimos años se ha puesto de moda hacer también listas de los libros fundamentales de la literatura universal. Al fenómeno se la ha dado el nombre de canon. Percibimos en tales canones un como ocioso divertimento escolar, pues otro de los componentes del coleccionismo es su insoslayable carácter infantiloide: creer que las cosas de este mundo tienen principio y fin, como las colecciones de cromos.
Los dos últimos publicados apenas hace unas semanas, son extraordinariamente demenciales. Uno es de los cien libros mejores del siglo y el otro de las cien obras maestras, también de este siglo desdichado nuestro. En una de estas listas se incluye un libro de Hitler, al lado de uno de Kafka, y uno de Tintín al lado de otro de Rilke. Ambas, se supone, las ha confeccionado gente sesuda, preparada, competente. En la otra el bote de sopas Campbell de Warhol comparte pódium con La montaña mágica o con En busca del tiempo perdido , y los nunca del todo muy denostados Walt Disney o Salvador Dalí, tan iguales, posan junto a El jardín de los cerezos de Chejov.
¿No es todo demasiado extraño? ¿Vivimos todos en el mismo planeta, en el mismo siglo, hemos leído los mismos libros? ¿Qué nos ha sucedido? Quien acaparaba a Proust y a Mann con Kerouac o Agayha Christie, ¿lo hacía en serio o no era más que uno de esos personajes que planearon en los años sesenta verter cierta cantidad de ácido lisérgico en los depósitos de agua en Amsterdam? ¿Es la vida un sueño, una pesadilla o una broma sin gracia?
Ni siquiera se trata de añadir todo lo que uno echa a faltar en tales enloquecidos memoriales, porque a los locos es mejor seguirles la corriente. Pero se pregunta uno algunas cosas. Es más que probable que la finalidad de tales listas sea la de conseguir que la gente candorosa se las tome tan en serio, que acabe por hacerlas verdaderas. Pero lo que denotan es un odio visceral: no están hechas a favor de la literatura, sino contra ella, no para conseguir muchos y buenos lectores, sino pocos y mediocres, y las han confeccionado pescadores de río revuelto que no pudiendo sufrir la grandeza de Proust, tratarán de reducirlo a la pequeñez de éste o de aquél.
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