No obstante, su ejemplo ha cundido de tal modo, que en muy poco tiempo hemos visto que los comerciantes ya no quieren vender sus productos por lo que tales productos son, sino por lo que sus clientes quieren ser en el terreno moral. Nada tan rentable como prometerle el cielo a un rico.
Hace un tiempo fue una óptica, que se comprometía a hacer lo mismo con las gafas viejas de sus miopes que el otro con los pantalones usados. Van a ser ciertos los pronósticos: quien quiera vender hoy en el mundo desarrollado deberá ligar su imagen a la de causas humanitarias.
Eso es seguramente lo que han pensado los ejecutivos de cierta empresa láctica para una de las más perversas y deleznables campañas publicitarias que se pudiera imaginar. Parece estar concebida por un avieso jesuita: «Por cada litro repartiremos un litro de leche allá donde haga falta (imagen de niño negro comido por la hambruna)».
Naturalmente el mensaje es mucho más sutil: «Si usted compra la leche de la competencia, estará dejando de enviar un litro de leche a Ruanda, como habríamos hecho nosotros si hubiera comprado de la nuestra, y por tanto, está consintiendo en que hoy, ahora mismo, se esté muriendo un niño. Es usted un asesino». Imagino a la gente, asustada, eligiendo en el supermercado la botella de leche que le apunta al corazón con la pistola de la mala conciencia.
Creo que todos nosotros hemos de ser solidarios, pero no ha de saber nuestra mano izquierda lo que hace la derecha, y si hay algo más obsceno que la exhibición de la riqueza, es la exhibición de la caridad. Por eso habría sido más convincente que esas marcas de leche o de camisetas o de gafas, volvieran a la vieja formula, inventada hace mucho, en la que sin decirle nada a nadie e independientemente de lo que vendan o dejen de vender, entregaran el diezmo de todas sus ganancias a los pobres o a cualquiera de esas admirables ONG tan necesitadas de ayuda como sobradas de pregoneros. O mejor aún: que el Parlamento exigiera a las empresas por ley ese diezmo, para evitarles en lo posible el pecado de orgullo, o el de soberbia o el de vanidad, tan contrarios siempre a la caridad que tan entusiasmados quieren ejercer por su cuenta.
Desde hace cuatrocientos años, pero principalmente en los últimos cien, hombres de todo tipo se han acercado a la inigualable historia del caballero andante don Quijote de muy diferentes modos; con respeto, con amor e incluso con descacharrado juicio, unos para leerlo y otros para estudiarlo.
Podría suponerse que ambas funciones, de lectura y estudio, no son incompatibles, e incluso que podrían ser complementarais, pero uno conoce el gremio de los cervantistas y sabe que a menudo éstos ni siquiera han leído el Quijote y sí, en cambio, todo lo que sobre ese libro se ha escrito, llegando a interesarles esto mucho más que el original, al que sólo se acercan armados de sus potentes lentes filológicas, históricas o críticas, de manera que salen de tales encuentros, convencidos de que las cosas en el Quijote son todas descomunales, como molinos de viento o como chinches, según las leyes estén dispuestas para aumentar o para disminuir.
El Quijote fue, como todo el mundo sabe, un libro que apareció con infinitas erratas y descalabros, unos imputables a los tipógrafos e impresores y otros únicamente a su autor, un hombre descuidado para esos y otros detalles intrascendentes en el fondo. Y sin embargo, así se leyó entonces y así se ha leído durante algunos siglos.
No obstante los cervantistas han tratado de ir sacando de sus páginas tales defectos, como quien desaloja carcomas, y es cosa de agradecer. El último de estos trabajos, en verdad ciclópeo, ha aparecido hace unas semanas en papel fumadero y aseada tipografía. El sínodo de los cervantistas, reunido, acaba de elaborar ahora esta nueva edición, que ha erizado de áridas notas, prólogos gratos y comentarios no siempre fértiles, de tal modo que se diría que tratan no sólo de facilitar la lectura del Quijote , sino de defenderla de posibles invasores y entorpecerla. La han presentado incluso como «la definitiva», «la mejor», «la insuperable», porque al hombre le gustan los adjetivos vacíos como al mercader el oro. Lo cierto es que dentro de diez o quince años, vendrán otros cervantistas que creerán haber hallado significados ocultos y nuevos fallos, y prepararán una nueva edición del maravilloso libro, convencidos incluso, como lo estarán muchos de los que ahora nos han dado esta edición, de que el Quijote no se podrá entender cabalmente si no es leyéndose esos miles de páginas de comentario sapiente, porque esa es otra de las características de algunos cervantistas. En el fondo piensan que Cervantes se lo debe todo.
Uno, que ama esa novela más que ninguna otra, ha leído buena parte ya de la nueva edición, sobre todo el feamente llamado «aparato crítico», y en realidad lo visto tiene, salvo las siempre honrosas excepciones, mucho de esos prospectos que acompañan los electrodomésticos, páginas que son a un tiempo necesarias y ociosas. Necesarias mientras no se leen, y ociosas cuando se han leído.
Pero el Quijote no es un vídeo ni un ordenador. Es sólo una vida que «funcionó» desde el principio sin manuales de uso. Es más. Es un libro, como en él mismo se advierte, que sirve a todos los lectores, viejos y niños, mozos y maduros. Y para todos ellos es algo diferente, como lo es para nosotros cada vez que lo leemos. Por eso yo, que he perseguido años la edición ideal del Quijote , vuelvo a mi viejo ejemplar del editor Afrodisio Aguado de 1956 sólo porque es del tamaño de mi mano y de mi memoria, sin notas ni comentarios, en papel marfileño y sutil y tipos claros. Parafraseando aquel verso, «solos el mar y yo», solos Cervantes y yo. Tiene algunas erratas, desde luego, pero a uno le gusta así, porque lo cervantino es eso, perfecto e imperfecto: completo.
La vida que lleva uno es finita y curva, como el espacio, volviendo sobre sí con la fatalidad de un nudo, pero no un nudo gordiano, sino simple, uno de esos lazos corredizos que se desharán al instante cuando alguien tense y tire de los dos cabos. Así se desvanece la vida para todos nosotros. Cada día, al acabar la tarea, hacia las siete de la tarde, me bajaba a la calle y vagaba sin rumbo fijo durante una hora. No iba a ninguna parte, no miraba escaparates, no entraba en tienda ninguna, no me sentaba en los bancos de la vía pública. Sencillamente iba por ahí, como un pequeño Soares, pero sin la rúa de los doradores, sin la Baixa, sin nada que no fuese el áspero y frío viento del Guadarrama o el ardiente airón de Toledo. No sacaba conclusiones, no pensaba en España ni si España me dolía un poco, señal de que seguramente no me dolía en absoluto, así que ni siquiera tenía que fingir un dolor insincero. Tampoco entraba en ningún bar, porque me habría deprimido beber solo, al lado de personas que también beben solas, que vagan igualmente en esos momentos fatales de los atardeceres urbanos, y a los que quizá, de estar junto a ellos, hubiera tenido que preguntarles por la vida que llevaban y las razones por las cuales estaban en ese momento ahí, a mi lado, hablando con un desconocido, y a los que habría tenido que contarles mi vida y las razones por las cuales hablaba en ese instante con ellos, cuando en realidad tendría que haber estado solo, porque hablar con los desconocidos me deprime.
A veces, no obstante, me encontraba con un amigo que era un poco como yo mismo. Bajaba también a esa hora terrorífica de las siete de la tarde. No sé lo que hacía. Creo que salía también un poco desesperado, con una carta en el bolsillo que decía que iba a echar en el buzón, aunque él y yo supiéramos que siempre era la misma carta, que llegaba al buzón y no la echaba nunca, y se volvía con ella a casa, para poder salir a la calle al día siguiente y decir que iba a hacer algo. Por eso, aunque jamás nos lo confesamos, nos alegrábamos de vernos, pero jamás pasó nuestro trato de ese quedarnos de pie en la acera hablando, a veces durante media hora. A ninguno de los dos se nos ocurría decir, vamos a entrar en ese bar a beber, porque en cierto modo éramos el uno para el otro un desconocido, y el ir a beber juntos nos habría obligado a contarnos nuestra vida, y hubiésemos dejado de ser vagamente desconocidos, el estado perfecto.
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