Andrés Trapiello - La brevedad de los días

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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Hablábamos, nos despedíamos y dejábamos de vernos, a menudo hasta seis meses o más, pero siempre sabíamos que teníamos eso, que en la calle nos esperaba alguien, aunque no lo encontráramos.

Se ha metido en La Red, la nueva logia de la fraternidad universal. Al principio me habló mucho de eso, de la navegación, de los rincones del mundo, de las esquinas de la vida. Parecía un ballenero, en medio de la calle, haciendo planes para zarpar, o mejor, el segundo contramaestre de La Hispaniola. Hace un año que no le he visto. Quizá haya encontrado el tesoro, quizá le haya matado Moby Dick.

Lo que es evidente es que ya no necesita de los buzones amarillos.

Yo también he entrado en la logia. Hemos dejado de vernos por el barrio. Podríamos encontrarnos alguna vez en la pantalla del ordenador, pero sé que jamás volveremos a vernos. Como yo, ha pasado de ser un transeúnte real a ser una sombra virtual. Al menos antes la vida no sólo era un simulacro.

Nos veíamos al caer la tarde, hablábamos, nos separábamos siempre en la misma dirección, la de ninguna parte. Pero ¿ahora? Lo llamamos navegar, pero todos sabemos que estamos parados en un punto infinito de La Red, el de nuestra propia nada triangular de las Bermudas.

Menor menor menor enorme

Los más generosos y admirables gestos de amistad para con nosotros son aquellos que amplían de manera decisiva nuestras coordenadas vitales y nos hacen, en cierto modo, mejores. La vida es demasiado breve como para que lleguemos a conocer todo lo que de nosotros y de nuestros semejantes nos inquieta, para bien o para mal. Saber es poder contra la muerte. Por eso uno siente una gratitud infinita cuando un amigo nos hace entrega de algo para nosotros desconocido, un libro, un disco, una pintura, una ciudad, una persona, obras y seres que pasarán a formar parte de nuestra vida. En cierto modo, incluso, esta vida nuestra es la historia de tales descubrimientos, cuando leemos por vez primera tal libro, el día en que conocimos a una persona, el año en que viajamos a una ciudad, fechas que recordamos para no desfallecer ya nunca, cuando la extenuación y la desesperanza nos acosen.

Hasta hace unas semanas el nombre de Cécile Chaminade no significaba nada para nosotros, puesto que ni siquiera sabíamos que existiese. Tampoco conocemos mucho más ahora que esos tríos para piano y algunas piezas cortas, también para piano, que de una manera natural se han resistido a desalojar la disquetera durante los últimos días. Recuerda algo esa música a Schumann, a Brahms, quizá. No sé. Uno ama la música de una manera instintiva, con pocos conocimientos. Sabemos que no es Mozart, que no es Beethoven ni Schubert. Pero cuántas cosas que no son Mozart ni Beethoven ni Schubert son tal vez tanto o más valiosas, siendo inferiores. Lo milagroso de los genios es que todos ellos tuvieran maestros que valían mucho menos que ellos. Gracias a ese principio la vida puede seguir y mejorarse, contra las voces que periódicamente nos anuncian el fin de la novela, del cine, de la poesía. Ah, el encanto de lo menor. ¿Quién no se recuerda pronunciando de niño la palabra monja para ver surgir de ella, como por arte de magia, como una loncha de seda roja, la palabra jamón? Lo mismo podríamos hacer con la palabra menor de donde nace enorme. Eso ocurre, pues, con mucho de lo menor, que es enorme.

Chaminade era mujer, desde luego. Nació en 1857 y murió en 1944 y entre una y otra fecha compuso no menos de cuatrocientas obras, de las cuales la mitad fue para piano solo y más de cien para canto y piano. La exigua biografía que se incluye en el disco insinúa que su matrimonio, con un editor de música, fue de conveniencia. Es posible que no fuese feliz, por tanto. ¿O sí lo fue? Los que creemos todavía en la novela, sabemos que no siempre la convención es sinónimo de desdicha.

No sabemos el lugar que la Historia de la música le ha reservado, porque uno da el mismo crédito a la Historia que a los ujieres de las Academias. Tampoco suelen oírse las composiciones de Clara Schumann, Fanny Mendelssohn o Alma Malher o las más raras aún de Rebecca Clark o Lilly Boulanger, que vivió poco más que una violeta. Todas ellas compusieron obras bellísimas que raramente se interpretan en las salas de concierto. No se sabe qué les hizo más daño: ser mujeres en un mundo de hombres o haber tenido un alma grande. Parecería que penan aún ese doble delito en la siniestra galería del olvido, si no fuese porque un día un amigo, el azar o la vida, nos ponen en la pista de sus biografías y obras y nos recuerdan que en la estela del Espíritu no hay interrupciones, pese a todas las galernas. Ni siquiera las últimas galernas vanguardistas, con su germen gestado o su virus breton.

Es entonces cuando se cumple un rito sagrado: el del encuentro. Leemos ese libro, escuchamos la sonata inaudita, paseamos la ciudad nueva, conversamos con el desconocido y la vida se llena de brotes como aquel olmo viejo al que Machado dedicó sus memorables versos para cerciorarse de que el invierno y la muerte habían quedado definitivamente atrás.

Caballeros mutilados

Los que tengan una edad parecida a la mía recordarán todavía aquellas pequeñas placas de latón dorado que había en los asientos de los trenes o debajo de las ventanillas de los vagones más viejos del metro: «Reservado para los caballeros mutilados por la Patria».

Durante todos los años en que viajé en alguno de aquellos asientos de madera destinados como magro botín de guerra a quienes habían dejado un pedazo de sí mismos en cualquier trinchera, no dejé de sentirme un usurpador, pero también he de confesar mi decepción porque en todo ese tiempo jamás vi a uno solo de aquellos mutilados a los que sus acciones y gestas en una guerra pasada daba derecho a intervenir en tiempos de paz sobre mi presente, y aun usurpármelo, si se lo proponían, pues la ley les amparaba. Me decía, ¿por qué su guerra puede decidir mi paz? Así que durante el tiempo en que iba intimidado en uno de aquellos asientos reservados estaba más pendiente del caballero mutilado inexistente que del viaje, y escrutaba el rostro de todos los que venían hacia donde yo me encontraba preguntándome si serían o no mutilados, si vendrían o no a reclamar sus rentas, si me creería o no que lo fuesen, en caso de que me lo confirmaran, y si cedería o no mi lugar, en el caso de que probaran que, en efecto, se trataba de un auténtico soldado mellado por y para la patria. Les imaginaba un poco como los pintaba Gila en unos chistes ingenuos y feroces: partidos por la mitad, sobre un cajón de tablas e impulsados por los brazos a modo de remos, o con la manga vana de la chaqueta prendida por un imperdible al hombro, o con el muñón de la pierna clavado a una estaca. Pero jamás vi uno solo de ellos.

Poco a poco los letreros fueron desapareciendo, seguramente porque la mayoría de los mutilados se fue muriendo también, y porque las guerras acaban todas olvidándose, incluso las más cruentas, y sólo por eso, porque se olvidan, vuelven a hacerse y a llenar la tierra de mutilados y muertos que reclaman a los vivos su parte en el botín de paz, un simple asiento.

En España, de tres o cuatro años a esta parte, han vuelto a aparecer los gloriosos caballeros mutilados, cuajados de condecoraciones. Reclaman también su asiento en los transportes públicos y doble cartilla de razonamiento en atención a todos los miembros de su cuerpo a los que ya no podrán alimentar.

Provienen, naturalmente, de una guerra, la última, la de las ideologías, la que dirimió su postrer batalla, su Waterloo como quien dice, en la caída del muro de Berlín, amenazada por los coros y danzas del 68. Hablan incluso igual que aquellos otros ex combatientes que en torno de su Jefe, Girón de Velasco, se congregaban hace treinta años en las postrimerías del Régimen, y nos amenazaban con un dedo artrítico y pedían nuestro arrepentimiento: «No hemos hecho la guerra para esto».

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