Andrés Trapiello - La brevedad de los días

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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Todos los caballeros mutilados que por suerte no vimos ayer, parece que nos los tropezamos ahora a diario. Vienen hacia donde nos hallamos y nos dicen que estamos sentados en una izquierda que les pertenece sólo a ellos. Incluso nos aseguran que «no han luchado contra Franco para esto», y pretenden no tanto acabar el trayecto, sino tomar el mando de la locomotora y desviar el convoy de la Historia. Es curioso observar cómo quienes más la han despreciado siempre, suelen propender a escribirla con mayúscula, como Academia.

Son significativos, de todos modos, los paralelismos. De la vida apenas suele quedar otra cosa. Girón redactaba sus últimos discursos en su finca de Fuengirola. Los manifiestos de ahora salen de bonitas masías, con un césped rapado meticulosamente sobre el que se avían magníficas barbacoas. Dicen: «Comunistas a mucha honra», porque el valor de confesarse «leninistas» o «estalinistas» lo perdieron justamente el mismo día en que quedaron mutilados para siempre.

El futbolín, una elegía lamentable

Dicen que el albacea literario de León Felipe inventó el futbolín hace alrededor de cincuenta años en el exilio mejicano, y que la patente de ese invento le proporcionó ingentes sumas de dinero. No sé ni siquiera si esa historia es real o inventada, pero la he oído relatar muchas veces y en cierta ocasión alguien me señaló a un hombre viejo que porfiaba violentamente con uno. Llevaba unas ropas gastadas y oscuras. Me dijeron: aquél es el albacea de León Felipe. ¿El de los futbolines?, pregunté. El mismo. No parecía ni mucho menos un hombre rico. Quizá no lo había sido nunca, quizá había gastado ya su inmensa fortuna, y su furia procedía de eso, de ver cómo los juegos eléctricos habían desbancado definitivamente su invento mecánico.

Como en todas las historias hay al go en ella absurdo, tal vez la triangulación entre la Poesía, la Muerte y el Fútbol.

La vida está llena de historias parecidas, que nos gustan a todos por lo que tienen de fantásticas combinaciones: el inventor del chupachups, el de la fregona o el de las tapas de los refrescos. También, claro, el de aquellos futbolines que de una u otra forma estuvieron presentes en la infancia de todos los chicos de una cierta España.

Del fútbol grande creo que se ha dicho todo, desde todos los córners posibles, con pedantería, sin ella, con gracia, cosas ingeniosas, retorcidas, banales o metafísicas. Ha originado incluso cierto lenguaje poético, y así, al oír en la retransmisión de un partido la palabra cancerbero o la palabra esférico parece que viviéramos un sincretismo literario que ha resucitado a los griegos y a los futuristas al mismo tiempo.

Cuando Franco, se aseguraba que se usaba el fútbol para alienar a las masas. Franco murió y en unos años empezamos a ver que los mismos intelectuales que habían dicho lo de la alienación, hablaban ahora con entusiasmo del fútbol, como auténticos proletarios, porque se conoce que el fútbol que era reaccionario con Franco, sin él dejó de serlo.

Nunca he pisado un estadio de fútbol. Si me hubieran llevado de chico, tal vez le habría cobrado afición, como veo que les ha ocurrido a otros. Ahora, a mi edad, va a ser difícil que el hábito varíe.

Del fútbol sólo le quedan a uno los penosos recuerdos del colegio, aquella liguilla obligatoria jugada en frías y sombrías tardes de invierno. Perseguíamos con desgana durante una hora y media una pelota de cuero que olía a sebo y que alguien remedaba con leznas de zapatero, lo que acababa por darle un aspecto primitivo y picado. Esto, unido al estado en el que quedaban nuestras rodillas, desolladas sin piedad sobre una tierra roja y dura, arrimaba al juego del balompié un sinfín de matices heroicos y dolorosos.

Ésa fue la razón por la que uno acabó encontrando mucho más interesante, y menos cruento e ingrato que el fútbol, el juego del futbolín, pese a que el nuestro, único, viejo y sucio, lo compartiéramos doscientos cincuenta internos en tardes aún más frías y sombrías, precisamente aquellas en las que la lluvia o la nieve impedían salir a los mal llamados campos de deporte, un yermo pedregoso y polvoriento que había sido una viña de uvas agrias y en el que, aquí y allá, solían aparecer desafiantes y pugnaces algunos tiernos brotes de aquellas primitivas cepas.

Dicen que si los juegos prenden en los hombres es por su valor simbólico. El del fútbol debe de ser muy grande, puesto que tantos millones viven pendientes de él. El futbolín debió de tener también el suyo. Quizá fuese sexual, con aquellas manipulaciones y los giros violentos y las acometidas de pelvis. ¿Quién podría decirlo? Supongo que llegará un día en que ya no quede ni uno solo de aquellos armatostes pesados y ruidosos, y se olvidarán de ellos, y del albacea del poeta León Felipe, y de León Felipe, y de ti, lector, y de mí, o sea, lo de siempre, el viejo juego de una elegía lamentable.

La mortaja de Antonio Machado

La idea general es ésta: la vida de un escritor es irrelevante. ¿Qué sabemos de Homero? Ni siquiera estamos seguros de que no fuese una invención de la antigüedad, una feliz y poética patraña como lo fueron Hércules o Prometeo. Ahora bien, si llega a nuestro conocimiento algo de esas vidas, es legítimo que nos sirvamos de ello para comprender mejor la obra.

Aunque no conociéramos nada de la vida de Shakespeare ni de la de Cervantes, ambas igualmente misteriosas y ambiguas, leeríamos sus obras con el mismo asombro, gratitud y placer. Un día, sin embargo, sale a la luz una carta, un documento, un dato precioso e inesperado. No es legítimo que la vida interfiera en las obras de los escritores, de los pintores y artistas, y sería injusto que ese nuevo dato viniera a mermar nuestra consideración por ellas. Al contrario, lo que conocemos de esas vidas nos ayudará a entenderlas. Nos es indiferente que Cervantes fuese, por ejemplo, judío u homosexual, y que ambas cosas pudieran probarse de manera irrebatible. Si fuese así, condicionaría nuestra lectura de algunos pasajes, desde luego. ¿Esto sería bueno? Quién sabe. Quizá fuese preferible que de momento no se pudiese probar ninguno de los dos extremos: cuando la gente supiera que además de haber escrito el Quijote era judío y marica, tendrían una disculpa más para no leerle, sin contar con la desagradable propaganda que tendríamos que soportar de todos aquellos que justamente porque Cervantes perteneció a su misma logia, encontrarían irrelevante leerlo, entusiasmados por tenerlo en la facción.

Pero no siempre la revelación de un dato modifica el pasado hasta dejarlo irreconocible. Normalmente lo completa, como nacen las sombras cuando se acerca una llama.

Viene, en un libro modesto de hace veinte años, un pequeño dato que jamás habíamos leído en ninguna otra parte. El autor, Carlos Sampelayo, un periodista exilado, rememora un momento en la vida de Antonio Machado. En realidad es de su muerte de lo que habla. Cuenta Sampelayo cómo llegó él a Colliure, desde un campo de concentración, el mismo día en que el poeta acababa de morir. Le dieron la noticia en un café de ese pueblo Zugazagoitia y Cruz Salido. Las circunstancias de esa muerte, como todo el mundo sabe, fueron penosas: el poeta y su madre acababan de entrar en el exilio por la puerta grande: viejos, sin dinero y enfermos. Los acogieron en un hotelito de ese pueblo. Al morir Machado, la madame que lo regentaba pidió que lo sacaran de allí, porque un muerto causaba enorme desprestigio al establecimiento. La convencieron de que aquel hombre era un sabio y un poeta célebre e importante y se avino de mala gana al velatorio. Luego la madre. Sin embargo, fue ella quien pidió a estos tres hombres que buscaran un hábito de San Francisco para amortajar a su hijo. Tardaron en encontrar un sayal viejo y sucio al que faltaba el cordón. Sirvió en su defecto una soga burda que prestó la madame. Lo amortajaron, cerraron la caja y pusieron por encima la bandera republicana. Es probable que haya sido la única vez en la historia que se enterró a alguien amortajado de franciscano bajo aquella bandera. Al día siguiente murió su madre y a los dos días llegó, desde otra bandera, su adorado hermano Manuel y la mujer de éste, quien, a su vez, en vida, acabaría vistiendo, ya viuda, parecido sayal.

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