Andrés Trapiello - La brevedad de los días

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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Se entra a ellos por una cancela de hierro, como se entraría a un jardín. De hecho la verja que los cerca les da ese aspecto. Suelen ser también verjas que tienen cien o doscientos años, de lanzas herrumbrosas y de poca altura, probablemente para que puedan saltarlas los chicos, como prueba el hecho de que sus puntas sean romas y su filo embotado.

Hace años, en Hampstead, al norte de Londres, donde pasamos un verano, vivimos muy cerca de un cementerio precioso. La gente solía atravesarlo cada mañana para tomar el metro e ir al trabajo. Preferían aquel itinerario no sólo porque les ahorrara unos minutos, sino porque el paseo era agradable. El contraste de aquellos seres que se apresuraban a sus negocios diarios y el de los muertos en su perpetua inamovilidad, era, o así me lo parecía a mí, algo muy hermoso, un homenaje que le hacía la vida a la muerte, con el acompañamiento añadido de todos aquellos mirlos que silbaban sin desmayo.

A mediodía, cuando el frío sol inglés se mostraba más benigno y considerado, bajaban al cementerio algunas de esas mujeres que les dan de comer a las palomas y a los gatos vagabundos, y unos viejos con sus bastones. A éstos, en cambio, daba un poco de congoja verles pasear aquellas sendas, porque ofrecían la penosa impresión de estar eligiendo ya un lugar propicio y perentorio. En cualquier caso, sorprendía que los muertos formasen parte tan activa de la vida de los vivos, a contrario de lo que sucede entre nosotros, donde los cementerios están siempre a las afueras de los pueblos, metidos entre cuatro tapias viejas con aspecto de corral de cabras, como si además de muertos fueran apestados. No obstante, alguna vez los muertos entre nosotros vuelven a la vida, a formar parte de la que llevamos, apresurada también y sin sosiego.

Hace ya muchos años, seguramente cuando morir en un accidente de carretera no dejaba de ser un hecho excepcional, se extendió la costumbre de poner una cruz de piedra en el lugar del suceso. Algunas de esas cruces todavía se conservan, sobre todo en las carreteras pequeñas cuyo trazado no ha variado en los últimos cincuenta años. Entre el pueblo de la Herguijuela y Santa Cruz de la Sierra, puede verse aún, al salir de una curva inesperada, una de esas cruces. Es un paraje umbrío y romántico, como la misma carretera, entre encinas de un paisaje infinito. Si alguien preguntara, como yo lo he hecho, es probable que nadie supiera darle razón de esa muerte, ya lejana, que todos parecen haber olvidado. Y sin embargo, cada año, por estas fechas veraniegas, al pie de la cruz, alguien deja unas flores sabiendo que apenas tardarán unas horas en marchitarse bajo el calor extremeño. Cada año también, al pasar por esa carretera, volvemos a tropezarnos con una muerte del pasado, revivida, pero lo que sentimos en realidad es más bien aquella vida, ya pasada. «Sosegaos, dormid; dormid, si es que podéis. / Acaso Dios también se olvida de vosotros», escribió Cernuda de los muertos de uno de aquellos cementerios ingleses. Nuestros muertos esperan aún en una remota carretera. Son como nosotros. Somos nosotros incluso, pero antes, al recordarles, han querido que fuésemos como pequeños dioses que no olvidan.

Abdicaciones veraniegas

Si pensamos en los veranos de nuestra infancia y de nuestra juventud, nos viene a la memoria casi siempre un conjunto de sensaciones, un clima como si dijéramos, acaso tal o cual suceso, a menudo unido sentimentalmente a nosotros, pero no la secuencia especial de ninguno de ellos. Por eso con frecuencia nos referimos a «los veranos» y no a tal o cual verano, como si hubiéramos conseguido hacer uno de todos ellos, reuniendo hechos, experiencias y aventuras de muchos en uno solo.

Estaban unidos, en primer lugar, claro, al calor, a las siestas tediosas de agosto, al frescor de las noches estrelladas, a las comidas frías, a los sabores exclusivos de ese tiempo, el sabor del azucarado melón o el de la roja sandía con sus azabaches vivos, y a ciertos olores estivales como el de las rosas silvestres o el más vanguardista de los churros fritos, en las barracas de feria en alguna de aquellas noches estrepitosas y verbeneras.

En cada uno de nosotros la palabra verano va unida también al lugar en el que pasamos la mayor parte de ellos, el mar, un apartamento de la costa, un pueblo del interior, la casa de unos abuelos, los amigos definitivamente perdidos, los primos con los que jamás volveríamos a intercambiar una sola palabra de entendimiento o de complicidad, las chicas o los chicos a quienes robamos unos besos que estuvieron a punto de hacernos enloquecer… Todo eso, desde luego va unido al recuerdo de nuestros veranos, pero van unidos los veranos mismos, sobre todo, a una abdicación: era el tiempo de nadie para hacer nada. Y no sólo porque las vacaciones metieran una tregua en los estudios, sino porque veíamos que era un tiempo en el que nada era definitivo.

De hecho nada de lo que sucede mientras veraneamos nos lo parece. De algún modo creemos que hemos vuelto a nuestra infancia, a nuestra juventud, sólo porque la inacción nos lleva hasta ellas, cuando una y otra las sabemos irremediable y fatalmente perdidas.

Leemos en el periódico noticias que hace tan sólo unas semanas nos atañían de manera directa, pero lejos del lugar a donde habitualmente las ligamos, las encontramos irreales, remotas y extrañas a nosotros, abdicadas ellas también, guerras horribles, estadísticas preocupantes, crímenes urbanos, avivados por el furioso calor, apenas nos incumben porque estamos de vacaciones.

Es muy probable que el hombre necesite de esta pequeña tregua para seguir viviendo. Una de las consignas más hermosas, quizá por lo que tiene de chaplinesca, fue aquella que hizo fortuna hace años: «Parad el mundo, que me bajo». La posibilidad de que la vida fuese como un tranvía del que podíamos descender nos parecía no sólo utópica sino imprescindible.

Dentro de un mes volveremos a la vida diaria, las guerras, la hambruna de buena parte del planeta, la intransigencia religiosa, el terrorismo, el paro, serán algo mucho más triste y firme de lo que son ahora. Habremos cesado de nuestra abdicación, pero es muy probable que para entonces, para sobrevivir al duro invierno, necesitemos de algún recuerdo preciso de esta tregua.

Ha empezado a correr el verano como todos los veranos, y tiene uno miedo de que acabe confundiéndose con los otros veranos de una manera precipitada e informe. Es ya de noche y miramos las estrellas. De algún lugar lejano nos llegan los hilos de una música que el viento mueve e hincha como a visillo. Cantan los grillos y un poco más allá baten las olas, monótonas y tranquilas, también en una tregua, igual que las palabras amistosas que se oyen cerca. Y uno, que teme que el momento pase demasiado deprisa, se aferra a él y pide a los dioses que le conserven su recuerdo al menos hasta la próxima primavera.

El mosquitero

Es tal vez uno de los signos irrefutables de refinamiento y sibaritismo: un amplio velo de gasa transparente cae como una cascada ingrávida sobre el lecho. Es más, las camas sobre las que se desmayan tan vaporosos tules dejan ipso facto de ser ese lugar en el que reposan los comunes mortales, para convertirse en lechos, que es el nombre que las camas adoptan cuando quienes tratan de reconciliar el sueño en ellas son césares, emperadores, mesalinas, meretrices y cortesanas de alto copete o primeras actrices de Hollywood en el rodaje de Mogambo, Las minas del rey Salomón o Memorias de África .

Desde fuera, es decir, desde este lado de la historia o desde aquellas salas de cine de nuestra infancia saturadas de ozonopino, el mosquitero iba emparejado a decadencias apoteósi cas o al turbión de unas pasiones que la levedad de su vuelo no podía ocultar.

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