Andrés Trapiello - La brevedad de los días

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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¿Cuántas veces habremos visto esta misma escena, desde esta misma ventana, en una ceremonia que siempre nos parece demasiado breve?

Estamos hechos de repeticiones, las buscamos, nos amparamos en ellas, desde niños, desde aquellos días lejanos de la infancia en que pedíamos que nos contaran, antes de dormirnos, unos cuentos que habíamos oído cien veces, y exigíamos que nos los contaran de la misma manera y con las mismas palabras, intransigentes con las variantes.

Comprende uno que la poesía no sea para el gran público, pero todas las cosas que suceden en este oscuro rincón de la muy remota Extremadura son poéticas, tanto si se trata del hojalatesco canto de un gallo como de las voces incomprensibles que se lanzan dos hombres de un cerro a otro, el melodioso silbo de una mirla y la muchacha que viene de su huerto y cuyos senos dibujan dos pimpantes botones debajo del vestido.

Siempre nos quedarán París, las elegías de Baudelaire sobre el alumbrado eléctrico o los caligramas de Apollinaire para los ascensores, pero uno, aquí, en las puertas del otoño, se acuerda de algunos de aquellos adjetivos que usó Virgilio para calificar al ternero, al tamarindo, al rodrigón de la vid. Son en sí mismos como ruinas magníficas, como templos de mármol junto al mar, como estadios grandiosos en los que hace ya dos mil años que nadie disputa una carrera, pero cuyas piedras no han olvidado aún la vida y el deseo que hubo en ellas.

Se han ido las golondrinas, vienen las primeras nubes, el aire se enreda en las higueras y sale de ellas mucho más perfumado, casi como un almíbar. Y entonces uno se da cuenta de lo más terrible de todo. Es eso la poesía, nostalgia de lo que ya tenemos, quizá por que siempre hemos sabido que nunca fue nuestro.

Cuestiones bizantinas

I

En literatura, como en casi todo, hay un escalafón, no sólo entre los literatos, sino entre los géneros. Es un escalafón extraño, pues cambia con el tiempo y las modas, como si una temporada mandaran los coroneles y la siguiente los comandantes y los sargentos. El copete literario actual es la novela. Ha detentado su cetro durante ciento cincuenta años. Se lo arrebató a la poesía, quien a su vez lo compartía con el teatro, y desde entonces, desde los remotos tiempos del romanticismo no lo ha soltado. El pistoletazo de salida lo dio Werther, aprovechando la bala para metérsela en la cabeza.

La novela es también el género que concita hoy mayor número de lectores, casi diríamos que el único. La poesía, para usar la imagen de Octavio Paz, lleva en las catacumbas cincuenta años cultivada por sectas más o menos conspicuas, y en cuanto al teatro ha terminado siendo una cosa que oscila, según los actores y las obras, entre la arqueología más o menos noble, las deleznables y bochornosas funciones de final de curso o la pirotecnia subvencionada. La filosofía, si la poesía está en las catacumbas, sigue en las trincheras universitarias resistiendo como puede.

De vez en cuando el hombre necesita, por razones de supervivencia, extender actas de defunción, por lo mismo que para seguir vivos enterramos a nuestros muertos, incluso cuando están vivos. El de Dios ha sido el funeral que más ha dado que hablar, pero cuando Nietzsche lo ofició no estaba declarando y celebrando una desaparición, sino una presencia; la suya propia. Zaratustra necesita enterrar a Dios para que Nietzsche, y con él el hombre nuevo, siga vivo y se realice.

A lo largo de este siglo hemos asistido a numerosos levantamientos de cadáveres. He aquí, en el ámbito de la cultura, algunos. Desde luego el teatro, la poesía y el ensayo para la mayoría son carne momia. Cuando la televisión se extendió por el mundo, se dijo que había matado al cine, cuando en realidad lo resucitaba. Hace veinte años se dijo también que había muerto la pintura de caballete de la misma manera que hace cincuenta se afirmó que lo había hecho la pintura y la escultura figurativas, ante el empuje de los informalismos abstractivos. De la música seria de sala de concierto se repite periódicamente, y cada otros diez años alguien pronostica también la definitiva desaparición del toreo.

Hace unas semanas Eduardo Mendoza, un novelista serio, aseguraba que la novela ha llegado a su fin, mientras declaraba su fe en el teatro, del que ve un resurgimiento indubitado. Aunque es algo parecido a sostener que ya no cree que Dios haga milagros, pero que tiene puesta la fe en que los siga haciendo la Virgen de los Remedios, es una opinión respetable. Las declaraciones de Mendoza han producido otras, de rechazo y de apoyo. Entre estas últimas alguien ha recordado que los lectores de novela, comparados con los que emplean su tiempo en la informática o en los videojuegos, es una minoría, como si la vitalidad de una cosa viniera determinada por el sagrado principio de la democracia, inaplicable al arte, y olvidando, de paso, que cualquier novelucha publicada esta semana va a contar más lectores que todos los que tuvo el Quijote durante un siglo y que todos los que tendrá durante este mismo año.

Dios ni existe ni deja de existir porque Nietzsche lo dictamine. Existirá cada vez que alguien, en medio de «la noche oscura del alma», lo necesite esperanzado. Y dejará de existir cuando otro, también en medio de «la noche oscura del alma», desespere y se ahogue sabiéndose vigilado por Él.

La novela no es más que la necesidad de vivir otras vidas. Mientras alguien nos las siga contando alguien habrá que quiera saber de ellas. Todo lo demás son muy palaciegas cuestiones bizantinas.

II

Tiene que haber un hombre contemporáneo como hubo un hombre renacentista y otro enciclopedista. Pensamos en el hombre romántico y nos imaginamos a un joven que ama las noches de luna llena, las ruinas góticas, los viajes por España, Tunicia o Italia, las corbatas de seda y la caligrafía inglesa, y frente al tono declaratorio de los neoclásicos, sus abuelos, el íntimo de las confidencias perentorias.

¿Cómo es el modelo de hombre contemporáneo? Es sin duda una persona fruto de una síntesis, que asegura gustar lo mismo de Velázquez que de Rothko, de los Rollings tanto como de Mozart. Lo mismo saborear unas migas mensajes que rollitos de primavera, una vichyssoise que sesos de macaco vivo. Es alguien también al que no le sorprende casi nada, porque ha estado al menos en tres de los cinco continentes. El hombre contemporáneo, además de ser un hombre ocupado, es el hombre de mundo por antonomasia, y a diferencia de otras épocas en que sólo podía ser romántico, renacentista o enciclopedista un tanto por ciento de la sociedad francamente reducido, en consideración sobre todo a las rentas del capital o del talento, hoy día, en según qué países, puede ser un hombre de esprit prácticamente todo el que se lo proponga: basta con ir a una exposición el domingo por la mañana, y por la tarde al fútbol. En cuestiones políticas es exigente: quiere siempre pagar menos impuestos y soporta impaciente el burbujeo gaseoso que le sube de su conciencia cuando se le hace testigo en los telediarios de hambrunas, inundaciones y masacres de países que tienen el pésimo y fastidioso gusto de seguir siendo medievales y no contemporáneos a la hora en la que ellos están viendo la televisión.

Detrás de la ciencia de un hombre del Renacimiento estaban, girando, los astros y las estrellas, y con ellos media docena de preguntas sobre nuestra infelicidad: quiénes somos, por qué hemos creado a los dioses o por qué somos su juguete. El contemporáneo, por el contrario, ve en la ciencia un auxiliar comodísimo para conseguirlo todo sin salir de su casa, desde detergente para la lavadora hasta el modo de satisfacer sus pasiones, por innobles o abyectas que sean si tiene tarjeta de crédito. El contemporáneo sigue siendo infeliz, pero básicamente es un ser satisfecho, si el banco se lo permite.

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