No sabe uno si la novela es un género literario que ha dejado de representar al hombre contemporáneo, como han sugerido algunos ilustres colegas, pero no parece que el Quijote representara mucho a la sociedad española del momento, ni nadie hubiera podido decir que El Gatopardo iba a ser posible en la Italia industrial de posguerra. Así que a uno le da igual que la novela sea ya un género del pasado, esté muerta o vaya a resucitar, porque todas las grandes obras más que abrir caminos, los cierran, cosas todas que no se ven sino pasado el tiempo. Los españoles sabemos algo de eso: después de haber tenido un Siglo de Oro nos ha costado cien años reconocer que habíamos tenido otro como quien dice ayer, que estaba casi muerto, y que tan grandes como Cervantes, Manrique, San Juan o Quevedo son Galdós, Machado, Juan Ramón o Unamuno. Ni más ni menos.
¿De qué estamos hablando? Hablamos de la vida. El tema es lo de menos. Los neoclásicos llegaron a creer que una obra se podía salvar si salía en ella una buena caterva de dioses griegos, por lo mismo que hay quienes hoy creen que las novelas han de principiar con una gachí, en sujetador o desnuda, a la que alguien haya matado con una pistola (heredada a ser posible de Bogart), sin sospechar siquiera que la vida y lo mejor de ella están siempre en otra parte, y no lo dudemos, algunas de las mejores novelas de este tiempo ni siquiera las hemos leído o las leímos y tampoco nos dimos cuenta o están, ahora mismo, escribiéndose en cualquier buhardilla, como decía Pessoa.
El mundo cambió definitivamente el día en que se extinguió el viajero y apareció el turista. ¿Qué era un viajero? Bástenos leer la correspondencia de Lord Byron. En sus viajes por Europa le seguían, o le precedían, su cama, su mesa de trabajo y una caravana de baúles insondables. Pero no todos los viajeros podían viajar con tal boato. Los había que lo hacían con lo justo, como el mendicante de Asís, siempre que encontraran en el alma la fuerza imprescindible que les empujaba hacia adelante. Cada cinco leguas cambiaban las costumbres, sayas y sombreros, las comidas, incluso las leyes, y las historias ancestrales que se contaban reverdecían de tal manera de una a otra región, incluso colindantes, que en las ciudades y aldeas esperaban con ilusión la llegada del viajero tanto como en las mismas regiones desean, cien años después, la partida de los turistas.
En ese libro delicioso que tituló Unamuno Andanzas y visiones españolas , que uno ralee estos días finiestivales por inexplicable fantasía, encontramos, al azar, estas líneas: «¿Para qué viajan la mayoría de los que viajan? ¿Hay algo más atarante, más molesto, más prosaico que el turista? El enemigo de quien viaja por pasión, por alegría o por tristeza para recordar o para olvidar, es el que viaja por vanidad o por moda; es ese horrible e insoportable turista que se fija en el empedrado de las calles, en las mayores o menores comodidades del hotel y en la comida de éste. Porque hay quien viaja, horroriza el tener que decirlo, para gustar distintas cocinas». Viajó algo Unamuno, no mucho, por imperativo de la vida, unas veces para sentir la tierra que tenía por suya, y otras desterrado de ella. En todos los casos puede decirse que lo hizo bajo uno de esos tres requisitos que justifican salir del propio país y de la propia casa, la pasión, la alegría o la tristeza.
Y así podríamos llegar al segundo de los enunciados: tanto como el viajero viaja por pasión, alegría o tristeza, lo hace el turista por aburrimiento, con la secreta esperanza acaso de matarlo allí donde llega, sin conseguirlo casi nunca, para su desesperación y su perpetua huida de termita.
Cada año, por estas fechas, hay un trasiego de gentes que van y vienen por todo nuestro civilizado mundo. Los de las mesetas bajan a las costas, los costeros buscan la cumbre, el de la villa quiere la metrópoli y el cosmopolitano busca la aldea…, pero lo más curioso es que todos esos cambios no producen sino una continuación de la vida que llevábamos: allá a donde llegamos sigue uno leyendo los mismos periódicos, oyendo la misma música en discotecas y bares tan parecidos a los que dejamos atrás como un infierno se asemeja a otro infierno, o mirando, por la noche, los mismos programas de televisión.
¿No es posible entonces viajar? ¿Ya sólo podemos hacer el turista? Todos recordamos, los de una cierta edad al menos, aquellos aparatos de radio en cuyo dial aparecían, iluminados por lámparas ampolladas, el señuelo de muy remotas ciudades, inaccesibles y en cuya sintonía florecía, no sabíamos por qué misteriosos mestizajes, una melodía mora. Daba igual que en las letras caladas de luz leyésemos Viena, Bruselas, Budapest, Londres, Mónaco, Riga o Varsovia, allí, en el fondo de la noche nos esperaba una maleable melodía rifeña, entreverada de fritura e interferencias que venían de unos mares insólitos y lejanos, que invitaban al sueño y al viaje.
Aquel niño, el que ansiaba poder ir al alguna de esas ciudades a las que finalmente no ha podido ir ni a enterrarse ni a desterrarse, viajó mucho más que el hombre que ahora es, desconcertado y pesaroso, que llega a cualquier parte convencido de que lo único que hace diferentes a las ciudades, como decía Ferlosio, es el rótulo de las estaciones.
Viene siendo costumbre, por estas mismas fechas, que se anuncie en televisión un gran número de cursos por correspondencia y obras en fascículo, con reclamos tan curiosos como persuasivos. Los hay para toda clase de personas y atienden un gran número de frustraciones solapadas y secretas: desde el que se compromete a enseñarnos un idioma determinado, que no acabamos de domeñar, hasta el que nos garantiza hacer de nosotros expertos maestros plantadores de bonsais o egiptólogos competentes, todo esto en menos de treinta semanas por un precio muy razonable.
El que coincidan tales campañas de instrucción con el comienzo de la escolarización en colegios, institutos y universidades sólo puede obedecer a dos razones. Se diría, en primer lugar, que aprovechan arteramente el estado de lasitud y relajo en el que nos sumieron a todos las vacaciones veraniegas, y, en segundo, que conocen la nostalgia de muchos por los remotos años de la infancia y la juventud, a las que prometen devolvernos, siquiera sea por vía de libros nuevos, sacapuntas mágicos que llenan la mesa de abanicos de cedro y cuadernos tan limpios y perfumados como los candorosos años perdidos.
Tengo entendido que la mayor parte de tales coleccionables venden un número significativo de ejemplares las primeras semanas, que luego el desaliento vence a la mayoría en las yemas cotas de los meses de invierno y que al fin se sostienen como negocios pasaderos con un puñado de adictos, no tanto al saber que les llega cada semana al kiosco, como de la neurosis de terminar lo que empezaron, incapaces de soportar ver rodando por su casa enciclopedias que empiezan en la A y se interrumpen drásticamente en la F, o completísimos estudios que se despeñan en la lección cuarta.
Uno no ha cursado jamás en tales diplomaturas, pese a lo atractivo de los programas. ¿A quién no le gustaría aprender alemán? Los que salen anunciándolo parecen hablarlo con facilidad, como quien duerme. O ruso. Podría uno leer a Tolstoi en su idioma y a Chejov, y los poemas de Ajmátova y Pasternak. Podría incluso ir a Rusia y confraternizar con las mafias rusas para que le dieran unas collejas a algún enemigo suyo medio tonto. Todos tenemos un enemigo medio tonto. A mí mismamente me ha salido uno, poeta-ferretero, más bien bisutero de la quincalla poética, y tonto completo y aun tonto y medio, en Barcelona. Pero se quedará uno definitivamente sin aprender ruso y alemán. Me gusta la carpintería. A todo el mundo le gusta también la carpintería. Las herramientas carpinteras son muy hermosas, quizá porque la mayoría de ellas son milenarias, garlopas, escofinas, berbiquís. En estos cursos suelen regalarlas. Uno podría con el sargento, artilugio que es como un garrote vil, acogotar un poco a su tonto particular, si nos incordiara más de la cuenta. Pero creo que tampoco seré carpintero.
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