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Andrés Trapiello: La brevedad de los días

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Andrés Trapiello La brevedad de los días

La brevedad de los días: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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Otras veces es un individuo quien se acerca tímidamente al cuadro célebre y lo acuchilla, o aporrea con un martillo de hierro el rostro seráfico de una doncella de mármol, o arroja sobre una tabla flamenca un líquido abrasivo. A veces la acción no es tan espectacular. El mayor número de intervenciones en el departamento de restauración del Museo del Prado es para despegar los chicles que los visitantes pegan a las telas de los cuadros, aprovechando el descuido de los celadores. De todo ello podríamos deducir algunos rasgos comunes: 1º Siempre buscan obras archifamosas, de una belleza admitida y compartida por muchos; 2º No quieren tanto destruir la obra, como mutilarla, para poder quedar ellos también, eternamente, en esa mutilación («el que le rompió la nariz a La Pietá », «el que abrasó La ronda de Rembrandt» y tantos otros vendrían a ser, pues, sus segundos autores, los que «evitaron» que esa obra fuese destruida enteramente, por lo que exigen patéticamente una memoria perdurable junto a la de los verdaderos artistas); y 3º No suelen hacerlo solos, sino en presencia de la gente, quién sabe si buscando que ésta les detenga a tiempo, quién sabe si buscando su desprecio.

¿Por qué algunos no pueden convivir con la belleza o con la vida? ¿De qué modo encuentran insoportables una y otra, insufribles, se diría, tanto que se arrojan desesperadamente, como fieras, sobre ellas? Podrían los asesinos de ETA acabar con todos nosotros de una vez, pues tienen modos, armas, esquizofrenia y nuestro pacifismo irreductible. Y sin embargo sólo quieren mutilar la sociedad, poco a poco, matando hoy aquí a uno, mañana allí a otro, pues saben que sin nosotros no son nada, como los pobres calófobos, que odiando la belleza y la vida, necesitan de una y otra para justificar el Mal, lo único para lo que ni las religiones, que son el nacionalismo de ultratumba, han encontrado jamás una justificación.

Llegar, pasar, marcharse

Atesora el pueblo entre sus infinitos saberes la creencia, no desmentida por la realidad, de que el hombre que roba cinco mil millones de pesetas no va nunca a la cárcel, pero no así el infeliz, el pobre, el desgraciado. Y sabe, también, que la Tierra podrá variar sus giros y órbitas, pero que la única constante de la humanidad es la que la ha dividido siempre en ricos y pobres, y que suele haber mucha más verdad en la vida de éstos que en la de la mayor parte de aquéllos.

Decía Ortega que cuando Baroja decidió novelar la existencia de los vagabundos, apenas quedaban ya vagabundos en España, pese a lo cual había decidido convertirles en los héroes de sus novelas, porque despliega mucho más dinamismo el náufrago en mantenerse a flote que una patrulla de destructores en surcar los mares océanos, y que aquello, seguir al errante y humilde hasta su cubil, conviene al género de las novelas mucho más que la vida de los banqueros, los generales o los obispos.

Quien haya leído el libro extraordinario del pintor José Gutiérrez Solana, que tituló La Españanegra , sabrá que ni siquiera habla de toda España, sino de media docena de lugares, y no los más funéreos o sobrios. Al contrario, algunos, como Santander, donde empieza su viaje por los caminos tenebrosos españoles, podrían pasar por luminosas ciudades estivales, llenas de adalides ajardinados con magnolias y aristocráticas kermeses. Lo que por contraste nos viene a sugerir Solana es que lo negro, que en su caso no es ni siquiera la miseria de lo siniestro, sino lo oscuro de la poesía, es el lado escondido del hombre, la puerta que comunica los sueños con las pesadillas.

Han pasado casi cien años de aquello, de los vagabundos barrigones, de los pueblos solanescos, y todavía, por fortuna, perviven entre nosotros vestigios de aquellas sombras, lo que quiere decir que aún, si les prestamos atención, podremos escuchar los ecos silenciosos de la vida y los sueños.

En Madrid, como en casi todas las ciudades españolas, quedan aún viejas calles, llenas de humedad y miseria, en las que se huele a orines y maderas podridas. De vez en cuando, en esas calles, nos tropezamos con algún viejo comercio: un escaparate exiguo y polvoriento, unas maderas descuadradas y un oficio del que a menudo ya sólo tenemos noticia por los museos de etnografía: boterías, carpinterías destartaladas, mesones de otro mundo, cererías, guardicionerías, bodegones, despachos de carbones, esparterías, herbolarios, corseterías, los talleres oscuros donde se industriaba la vida. Siempre que pasamos a su lado, nos quedamos suspensos un instante, dudando si son tales lugares los que han logrado sobreponerse a las insidias del tiempo o si somos nosotros, sólo sombras, los que hemos escapado a la muerte. Y es entonces cuando todos sentimos nacer de lo más hondo un sentimiento puro y gozoso, al comprender que la vida es eso: llegar, pasar, marcharse. Y, paradójicamente, no es éste un sentimiento póstumo o apelmazado, sino de celebración y recuerdo para todos los que llegaron, pasaron y se fueron.

Algo así puede sentirse al pasar, en la calle de Cervantes, de Madrid, por delante del Almacén de Licores de David Cabello, con sus botellas viejas puestas en las estanterías como los libros de un bibliófilo, cubiertas por el polvo, la indiferencia y el olvido. Sólo ese nombre, David Cabello, nos recuerda que Galdós y Cervantes no son literatura. Escrita con una tiza, a mano, en la misma fachada, hay una lista de ofertas. Se anuncian en ella los vinos, moscateles y brindis, y su precio variable. Puesta así parecía el listín de la bolsa. Dentro, esperando tal vez, había un hombre parado detrás del mostrador, alguien como una sombra, como todos nosotros, viendo, desde hace dos siglos, llegar, pasar, marcharse a toda la humanidad.

El triunfo de la vanidad

¿No recuerdan mucho los gestos de Fidel Castro a los de Benito Mussolini, cuando habla, cuando discursea y alza los brazos o los cruza sobre el pecho, al tiempo que levanta la barbilla y contrae la boca en un rictus ambiguo de suficiencia y asco? A veces vemos en la televisión imágenes viejas del Duce, sombras y luces aún tajantes y aceradas, y masas que braman enardecidas cuando el petimetre realiza ademanes que a nosotros se nos antojan nada más que grotescos. Y, sin embargo, en aquel tiempo, con cualquiera de aquellas muecas ridículas podía ordenar la invasión de Etiopía o rendir a sus pies, abrasándola de deseo, a la más hermosa y disputada de las mujeres.

Hace unos días volvimos a ver el documental que la directora de cine Leni Riefenstahl hizo sobre Hitler y que tituló El triunfo de la voluntad , película de una perversidad perturbadora. Quien haya contemplado una vez aquellas imágenes jamás podrá olvidarlas. Todavía ahora resultan inquietantes y desagradables. Miles de soldados en perfecta formación militar, en larguísimas hileras, como en un campo de trigo. Todos sus movimientos están sincronizados. Esto es verdaderamente demoníaco, comprobar que tantos hombres pudieran mover un brazo al mismo tiempo, y la prueba irrefutable de la naturaleza malvada de los ejércitos: nada humano hace lo mismo que su semejante.

En esa película aparece Hitler, claro, en incontables planos: desde arriba, desde abajo, por el cogote, en silencio, gritando a las turbas. Sus palabras son acogidas siempre con delirantes expresiones de entusiasmo y fervor. Son palabras que nacen también al unísono, heil, heil, heil, como certeras balas que buscaran el corazón de la Humanidad. Pero no es esto lo que más impresiona de esa película, sino el propio Führer, con el rostro poblado de tics. Uno de éstos le hacía guiñar nerviosamente un ojo, y al guiñarlo, aquel bigotito suyo subía y bajaba también de una manera nerviosa, imitada de Charlot. Y entonces se preguntaba uno lo mismo: no cómo aquel hombre habría podido llevar al mundo a su guerra más devastadora, sino de qué modo había seducido al pueblo alemán, muchas de cuyas mujeres le encontraban irresistible y apolíneo.

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