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Andrés Trapiello: La brevedad de los días

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Andrés Trapiello La brevedad de los días

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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Si en la primera parte es obvio que Ruano se equivocaba, y el articulista y el escritor deben saber siempre de qué están hablando, es posible que en el segundo enunciado tuviera más razón, y uno mismo debería suprimir de un tajo todo el párrafo anterior. Pero uno no es Ruano, uno no vive en aquella otra España (aunque siempre estamos a tiempo para ir un poco a peor) y uno cree que hasta los artículos malos deben consagrarse a una causa.

Hace unos días ha concluido el Ramadán. Un buen artículo debería informarnos de quiénes están detrás de los integristas islámicos argelinos que han vuelto este año a asesinar a cientos de personas inocentes, niños, mujeres, hombres humildes, musulmanes también. En la primera de las matanzas de enero fueron cuatrocientos los muertos. Bajaron de las montañas donde se han hecho fuertes y saquearon dos o tres aldeas, aldeas misérrimas, de aspecto medieval, con tapias torci das y calles llenas de barro. Entraban en las casas, asesinaban a los hombres, a las mujeres, a los niños, y robaban a las muchachas para violaras en sus campamentos, todos con la misma, como explicaba una de ellas, que logró escapar.

Las imágenes que solían sacar en la televisión, cuando no eran los primeros planos de las víctimas, dejaban entrever un país hermosísimo. Salían paisajes intensos y vastos, aldeas perdidas, gentes que vestían largas túnicas y turbantes en la cabeza como lunas crecientes. Las mujeres nos miraban desde un oscuro pozo con ojos a un tiempo brillantes y sombríos, los niños incluso sonreían y los hombres, cuando lograban olvidar la tragedia que estaban viviendo, sonreían también a su modo, con resignación y una insobornable dignidad de patriarcas bíblicos. A veces sacaban también un caminito polvoriento por el que venía alguien montado en un borrico, con las piernas colgando y una vara pequeña para avivar el paso de la caballería, y eso sólo parecía borrar, en su belleza genuina, todo el espanto del que se nos estaba hablando.

Uno, cuando se le hace testigo de tales hecatombes, querría ser solidario, pero no sabe de qué manera. Y se nos hace testigo de muchas hecatombes al mismo tiempo, de Chiapas, del África, del País Vasco, de Argelia, del Irak, de la Persia. Seguramente el buen articulista es aquel que logra movilizar nuestras conciencias durante algo más de tiempo del que tardamos en leer ese artículo.

Oímos el recuento de los muertos, escuchamos el lloro de los niños que sobrevivieron a los cuchillos y vemos cómo guarda silencio esa muchacha violada, y sin embargo nos fijamos en lo hermosa que es la aldea y el camino que conduce a ella. Quizá el nuestro es el mal artículo, pero tal vez lo único que puede vencer en su mismo terreno al desorden, no es la justicia, sino la belleza, en este caso la belleza de una aldea, de un camino, de un asnillo de pasitos alegres, y de unas gentes que hasta hace un mes estaban vivas.

Agenda

I

Hay dos regalos tristísimos que se suelen hacer en Navidades. Uno es un frasco de colonia y el otro una agenda. Yo no recuerdo que nadie me haya regalado nunca un frasco de colonia ni uno de esos perfumes con el que se pueda tener ciertas esperanzas de salir solo y volver a casa con una joven escultural y sedienta de experiencias sexuales, enloquecida por los humores y efluvios que trasminan de unos pectorales de acero y unas axilas oscuras. Se conoce que quienes podían hacerme un regalo así ven mi aspecto físico y comprenden que es mejor dejar que la Naturaleza siga su curso en mí sin demasiadas alteraciones. En cambio cada año acaban llegando aquí dos o tres agendas, todas absurdas.

Si se tiene una vida organizada, si se sale, si se conciertan citas y almuerzos de trabajo, si se llama a unos y a otros, la agenda es útil. Si se lleva una vida como la mía, en la que se levanta uno temprano y no se sale de casa, trabajando todo el día solo en una mesa vieja y desordenada, con pocos viajes de vitola, haciendo en casa las tres comidas y acostándose temprano, la agenda no es sólo algo absurdo sino una dolorosa constatación que nos recuerda lo poco que somos en la sociedad, en el mundo.

Al principio, hace muchos años, yo mismo llegué a comprarme una pequeña agenda, con el convencimiento de que quizá ella contribuiría a cambiar mi vida insatisfactoria y sin alicientes, en el sentido de que me obligaría a mí mismo a llenarla, para dar un sentido a todos y cada uno de mis días aburridos y rutinarios. Recuerdo que en enero, aunque de cosas absurdas, llenaba algunas páginas, pero luego, poco a poco, las anotaciones desaparecían, y las páginas correspondientes a los ocho o nueve meses últimos se quedaban indefectiblemente vacías, o peor, con lamentables garabatos que trataban de disimular la falta de proyectos, los blancos espacios delatores.

Hay muchas clases de agendas, buenas, malas, caras, baratas, pequeñas, grandes, pero todas ellas suelen acopiar al final una serie de informaciones que se consideran interesantes para los hombres activos, pero que sin embargo cuando las lee alguien como uno resultan absurdas y dolorosas, como la diferencia horaria con todas y cada una de las ciudades importantes del mundo, Sydney, Tokio, Burkina Faso, o el nombre de esas monedas con las que jamás compraremos nada, o las coordenadas bursátiles que no sabemos manejar o los prefijos telefónicos de ciudades donde no hay nadie que sepa que existimos.

Este año han llegado dos. Una de ellas es una agenda importante, seguramente muy cara, impresa a dos tintas, con los cortes de oro y una cinta escarlata, y una encuadernación en piel peculiar, suave y mullida. No es como acariciar a una joven sedienta de experiencias sexuales, pero tiene mapa de las carreteras de España y Europa, mapas del mundo y santorales, el nombre de los días en español, inglés, francés y alemán y, esa es la novedad, en cada página una frase de un hombre notable o de un sabio, trescientas sesenta y cinco sentencias o máximas prudentes y elevadas para llevar un poco de sabiduría y serenidad a la vida trepidante y atascada de los ejecutivos y políticos para quienes está pensada una agenda como ésa.

Son citas de clásicos y modernos, proverbios chinos o galicianos (de la parte de Lugo, que también los hay), palabras lapidarias para gente que tiene poco tiempo para la meditación, encaminadas a facilitar su rutilante vida de éxito, frases de gran decoración, como cuernas de un venado. Alguna, como una de Plutarco, digna de Maquiavelo, le ha permitido a uno pergeñar una teoría de la cita, que vendrá la semana que viene, como anoto en esta misma agenda. Dice así: «Quien disimular no pueda, que no gobierne».

II

El de Oráculo manual , el libro de conceptuosas y quintaesenciadas máximas de Gracián, es uno de los títulos más felices de nuestra literatura para una de las obras más hermosas, quizá porque es al mismo tiempo una de las más inútiles, pues nada hay tan inútil como una máxima, así llamada porque es mínima, o un aforismo o una greguería o una sentencia o un proverbio.

Todavía recuerdo con asombro y admiración el efecto que me producían de chico aquellas películas del oeste en las que pistoleros de toda laya desgranaban proverbiales sentencias de la Biblia antes, durante y después de haber acabado a tiros con un infeliz, pistoleros que eran abatidos a su vez por un chérif o un predicador, quienes también echaban mano de los Proverbios o de los Salmos o del Eclesiastés para llenarle el pecho de plomo o darles cristiana sepultura.

Fue entonces quizá cuando comprendí que la Biblia era también uno de los libros más hermosos, quizá porque sirviera por igual a los pistoleros y a los predicadores, en lo que declaraba su palmaria inutilidad.

Todos los libros de máximas, de aforismos, de sentencias, son por lo mismo unos grandes libros, porque no sirven para nada, y tal vez por eso uno le tenga tantísima afición a eso que hemos llamado la filosofía del pobre, la de Joubert, la de Nietzsche, la de Leopardi, la de Lichtenberg, cuyas deslumbrantes palabras brillan de pronto en la noche como aquella luz que Hansel y Gretel, perdidos en el bosque, buscaban con tanta congoja. Llegaron a la casa gracias a esa luz, pero no les sirvió de nada. Fue incluso peor.

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