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Andrés Trapiello: La brevedad de los días

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Andrés Trapiello La brevedad de los días

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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El tren tuvo sus grandes apologetas en los escritores del novecientos, en Machado, en Azorín, en Baroja, trenes viejos y lentos con paradas en todas las estaciones, asmáticos trenes de madera, estrepitosos y silentes al mismo tiempo, con silbatos que llevaban hasta Castilla el bucle sonoro de los lejanos barcos, melancólicas y fúnebres sirenas que parecían justamente despedir aquellos viejos veleros y aquellos herrumbrosos buques que iban desapareciendo de los mares. Arrumbada la galera, desenganchada la tartana, el tren era el transporte de unos hombres fundamentalmente líricos y sentimentales. Y montaban en ellos sin saber muy bien a dónde iban, porque tampoco sabían muy bien de dónde venían.

Aquello se olvidó y vinieron los tiempos de las hélices, los émbolos y las turbinas ultraístas que aborrecieron la lírica con el graznido de las urracas pintas. De ese modo a los hombres del Novecientos vinieron a sucederles las gentes de las vanguardias, exaltadores del aeroplano, los ruidos y el automóvil. Antonio Machado cantó su vagón de tercera y Ortega se compró un Chevrolet, he ahí una diferencia de vida y de literatura, la revolución que va de la poesía al arte invertebrado, y de la filosofía que va al encuentro y la que huye: un tren siempre llega a alguna parte conocida; el coche no, el coche, si no te deja tirado en el camino, es sólo, como cierta modernidad, algo sin tradición, o sea, una respuesta a una pregunta que no se ha formulado.

Durante unos años se pensó que los aviones y los coches arrumbarían a los trenes, por lo mismo que el ferrocarril acabó con la diligencia. Alguna vez ha dicho uno aquí que el único lugar del mundo occidental donde aún queda un poco de silencio es en las iglesias, casi siempre vacías. Pero uno, la verdad entra poco en las iglesias, porque en ellas huele a cera y huele a incienso, dos cosas que están en contradicción con el silencio. Quedaban igualmente, es cierto, los trenes, pero también los infectaron de vídeo e hilos musicales, y uno, que era un sentimental, dejó por esa sola razón de utilizarlos o si los utilizaba, lo hacía con la misma dolorosa resignación que si montara en el avión artero. Fue un duro golpe, porque hasta entonces subíamos a los trenes no tanto para viajar hacia un lugar, sino al pasado, más hospitalario por lo general que el presente. En toda esa quimera, el silencio jugaba un papel fundamental, porque tanto como viajar en tren nos hacía bien viajar en silencio, aquel «maravilloso silencio» que halló don Quijote en casa del mozo hospitalario.

Acaba de llegar un amigo de hacer un viaje por Holanda. Allí ha montado en trenes, cuenta, en los que han restituido unos vagones para viajeros silenciosos, en los que no hay vídeo ni músicas ni conversaciones. Suben a ellos gentes que quieren estar solas y en silencio. Suben y bajan discretamente, como hacen las vidas misteriosas y poéticas, y mientras permanecen en él acompañan sus mediaciones con un traqueteo que tiene mucho de los hexámetros de Homero, larga, larga, breve, larga, breve, un hexámetro y otro, un canto y otro canto, dioses y hombres, hasta llegar al infinito, que el poeta llamó Ítaca.

Y uno, que es sentimental y romántico, piensa ya en esas partes de la ciudad que preservarán dentro de poco de todo ruido que no sea natural, donde sólo se oigan los pasos de la gente o sus palabras solas, con ese silencio que acompaña siempre a toda palabra verdadera como su misma sombra.

Las dos mitades

Aún recordamos todos la ilusión que de niños nos producía el estreno de un nuevo cuaderno escolar. Veíamos sus páginas sin mancilla, «más blancas que los astros», sus esquinas perfectas, sin aquel abarquillado doloroso, la espiral del alambre como un euclidiano serpentín no aculatado por el uso, y, sobre todo, percibíamos el embriagador olor a nuevo que desprendían sus páginas, aquel perfume a engrudo, a papel recién prensado y cizallado, a almidón y a apresto. Recordaremos también cuánto cuidado poníamos en no mancharlo demasiado pronto.

Uno, que hace ya muchos años dejó de ser joven, conoció los tiempos en los que se escribían aún con palillero y un plumín que hacíamos abrevar en tinteros de loza blanca, de modo que aún puede uno recordar el terror que llegaba a producirnos el fantasma de un borrón de tinta en aquel cuaderno recién inaugurado. Nos asustaba su inoportuna y desagradable irrupción como la de un murciélago alevoso, aunque no supiéramos a ciencia cierta cómo eran los murciélagos alevosos y sigamos sin saberlo de una manera cabal. Pero ése era el terror, verle asomar al pájaro siniestro en la impoluta y nívea página, como un vampiro que succionara la inocencia del blanco, de modo que cuando lográbamos dejar atrás el viejo cuaderno, acribillado de tachones, enmiendas y gotas de tinta en forma de huevos fritos, éramos felices, porque en un instante creíamos que también nosotros éramos conciencias limpias, proyectos de largo alcance, ímpetus sin freno. Era también como una nueva oportunidad que se nos daba a los malos estudiantes para equipararnos con aquellos otros cuya única ciencia venía a ser muchas veces que sólo eran más aseaditos, y así, con el cuaderno todos en blanco nos disponíamos a arrostrar un nuevo trecho de las penalidades.

El año nuevo es también un poco como los cuadernos nuevos. Uno se hace la ilusión de que el anterior, viejo, sembrado de raspaduras, pasajes ilegibles y poco honorables, cuentas mal cuadradas sobre las que el bolígrafo rojo del profesor-realidad ha rubricado un enérgico e inapelable «mal», se hace la ilusión, digo, de que el viejo y maltratado cuaderno ha quedado olvidado para siempre, de una manera definitiva, y que ante nosotros tenemos un año entero, limpio, recién abierto, perfumado de estaciones intonsas.

¿Qué deberes le llevaremos, cuáles serán nuestras sumas y restas, de qué hablaremos en nuestras redacciones? Incluso cabe preguntarnos si lograremos terminarlo, pero esa es una pregunta que no ha de formularse jamás, si hacemos caso a Horacio, el poeta latino que escribió ese corto y hermoso canto que conocemos como la oda del carpe diem , la oda del «apresa el día». Es una buena filosofía, seguramente la única que podemos tener. Y añade Horacio: «No pretendas saber el fin que a mí y a ti nos tienen asignados los dioses. Mejor será aceptar lo que venga, sean muchos los inviernos que Júpiter te conceda o sea éste el último, y adapta al breve espacio de tu vida una esperanza larga». Y sin embargo…

Horacio ya ha muerto, y Leucónoe, la mujer para la que escribió ese poema, y Mecenas y Augusto. Han muerto todos, pero no esos versos, que Horacio habría canjeado por volver a la vida. «Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso. Vive el día de hoy. Aprésalo. No fíes del incierto mañana», nos pedía también, pero uno, que tiene ante sí el cuaderno viejo y el cuaderno nuevo piensa que no puede vivir el día de hoy sin el día de ayer, indestructible como una sombra. Al fin y al cabo es todo lo que tenemos, junto al hoy, su larga sombra, extraño fruto. Así lo recordó el horaciano Caeiro: «He cortado la naranja en dos, y las dos mitades no pudieron quedar iguales. ¿Para cuál he sido injusto, yo, que voy a comerme las dos?».

El mal artículo

Decía González Ruano, que escribió más de diez mil artículos, que los mejores artículos en su caso no trataban de nada en especial. Lo decía, naturalmente, como un alarde, como esos pintores que plantan el caballete en una plaza pública y ejecutan en diez minutos, con sorprendente soltura y por dos mil pesetas, la caricatura de ese transeúnte que está dispuesto a pagar dos mil pesetas por una caricatura de sí mismo. Es probable que el consejo de Ruano, que escribió en una época y en un país en el que era mejor no pensar nada de nada, pudiera ser valioso entonces. No lo creo, pero pudiera ser. Decía también que los artículos sólo había una manera de hacerlos: escribirlos, terminarlos y una vez terminados, decapitarles la primera frase, que era la frase forzada, la frase fría, en la que el articulista hacía su gimnasia previa e inelegante. El artículo que salvaba la primera frase era un mal artículo, según él.

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