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Andrés Trapiello: La brevedad de los días

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Andrés Trapiello La brevedad de los días

La brevedad de los días: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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Las sentencias son como las rosas, desvanecido su primer perfume, nos dejan más insatisfechos e ignorantes que antes de haberlas leído. Hablábamos el otro día de las agendas y de una en especial, la más completa y lujosa de las que haya conocido nunca, en cuyas páginas, decíamos, viene reproducida una frase, máxima o sentencia de diversos autores, destinada, suponemos, a los ejecutivos.

He leído con atención todas y cada una de las frases que éstos se encontrarán cada día al frente de lo que habrá de ser su agresiva y dura jornada. La primera observación es dolorosa. No hay nada peor que haber luchado para ser un gran hombre y acabar en una agenda recordado por una frase de una vulgaridad incontestable y ciclópea. «Sólo hay un bien, el conocimiento; sólo hay un mal, la ignorancia» no está, desde luego, a la altura de la fama de Sócrates, a quien se atribuye.

Otras parecen escritas especialmente para que el propietario de la agenda las suelte en un consejo de administración, porque pareciendo que dicen mucho, no dicen absolutamente nada, como ésta: «El futuro es la renta más cuantiosa de la imaginación», de un tal François L.C. Marin, que sospecho si no será un seudónimo del autor de la agenda.

Hace años pensé escribir un relato, que habría sido demasiado virgen para ser bueno, en el que un hombre de vida gris se ganaba la vida en comisiones editoriales oscuras, como confeccionar crucigramas para los periódicos o ésta de acopiar frases notables de autores célebres. El personaje de aquel relato terminaba él mismo, por pereza y escepticismo, escribiendo las frases vulgares o solemnes que atribuía luego a Homero, a Confucio, a Shakespeare o a otros no menos espurios, como ese Marin.

Vuelvo a leer ahora las frases de esa agenda que seguramente también este año se quedará vacía. Pienso en el hombre gris que habrá tenido que inventárselas para atribuírselas a otros a los que tal vez querría parecerse, y pienso en el raro placer que le dará ver que nadie ha descubierto su fraude y que los hombres influyentes y poderosos del mundo adecuan cada mañana su vida a esas sentencias que a él mismo no le han servido para nada.

Grandes causas

¿A quién no le han pedido alguna vez cuando va por la calle, que ponga su firma en unas cuartillas para algún grave asunto? Suelen ser muchachos que colocan su pequeña mesa de aspas frente a unos grandes almacenes o en la esquina concurrida. Se acercan a la gente enarbolando un bolígrafo y una sonrisa, y miran siempre a los ojos, porque creen -¡son tan puros!- que la verdad de los hombres nace de las pupilas. Están plantados en medio del hervidero humano y ven venir de lejos a la gente. Mientras van llegando los transeúntes hasta donde están ellos, seleccionan con la mirada y calibran quién pude tener aspecto de firmar eso para lo que piden una firma. A veces a quien le preguntan pega un pequeño respingo, porque venía distraído y teme se trate de otra cosa, de un tirón o un atraco, y sale huyendo de forma un poco cómica. Otros, en cambio, también descubren de lejos a los que hacen las cuestaciones, y al llegar a su altura aprietan el paso, y los driblan con limpieza, con la habilidad de esos esquiadores que bajan por las laderas cimbreantes entre las varas flexibles. Pese a todo, los cruzados no se desaniman cuando ven que se les escapan, y siguen sonriendo a los que vienen detrás, tratan de adivinar en dos o tres segundos a quién podrían arrancarle una firma, y se lanzan sobre él.

Desde la época de Franco, en que lo único que se podía hacer era firmar todos los manifiestos y escritos de protesta, jamás he vuelto a firmar un solo papel en la calle, por dos razones: la primera, porque la firma de uno, dada de esa manera, no vale absolutamente nada, y porque, salvo la de condenar la pena de muerte, uno ha aprendido también a desconfiar de las Grandes Causas, ya que las Grandes Causas nunca son de Dirección Única.

Un día sugerí a uno de esos chicos que pedían firmas para acabar con la Burocracia, que podían falsificarlas todas y que nadie se daría cuenta, pues en el lugar donde luego las entregan no operan como en un relato de Kafka, comprobándolas, sino que las arrojan directamente al cajón de un ujier, donde dormirán un sueño de quince o veinte años. El muchacho, escandalizado, me dijo con una seriedad adorable que no podían hacer lo que yo le sugería, porque «las cosas había que hacerlas bien», que es lo que dicen los burócratas.

Hace unos días, junto a un quiosco, estaban dos o tres de estos peticionarios, y también un mendigo venerable, de esos con un gabán amplio y raído y unas barbas amarillentas y luengas, uno de esos viejos que piden para vino, con sus buenas narizotas gordas y rojas y una expresión de bondad inalterable. La gente huía de los chicos, pero dejaba sus céntimos en la mano sarmentosa del pobre. Lo tenía a mi lado, mientras compraba una revista. Entonces uno de los chicos le dijo de muy buen talante que lo iban a contratar, porque tenía don de gentes. El mendigo se les quedó mirando. Yo creo que al principio no entendió lo que quería decir. El muchacho siguió bromeando. La juventud es la edad en la que miramos a los ojos y en la que nada nos quita el buen humor. Le dijo, textualmente, «abuelo, te fichamos».

El mendigo sonrió también, porque estaba solo, y dijo que la gente le daba limosna porque sabía que se lo iba a gastar en vino, en cambio ellos iban a tener siempre el mismo problema, porque «¿de qué sirven los papeles?», y añadió: «¿De qué me han servido a mí?». Se quedaron los tres sin decir una sola palabra, porque seguramente pensaban que aquel mendigo tenía que haber sido el primer solidario con su causa. El viejo debió de darse cuenta también de que les había hecho daño, rebuscó en un revoltijo de bolsas, sacó una botella de vino y se la tendió al que había hablado con él, pidiéndole su solidaridad en ese instante supremo de tener que emborracharse solo.

Mutilaciones

El principal escollo de la filosofía ha sido siempre, más que encontrarle una finalidad a todo esto que llamamos vida, hallar el origen del mal, la razón por la que el mal existe. Si las religiones no tienen muchos más adeptos es precisamente por eso, porque ninguna de ellas puede explicar de una manera convincente la razón por la cual el mal prende de pronto, de modo inesperado, entre nosotros, como esas células que un día, sin que medie una causa en ello, alteran su composición proteínica, y se transforman en temibles y devastadoras depredadoras cancerígenas, capaces de devorar en unas pocas semanas un cuerpo sano y desprevenido.

El mal se manifiesta de muchas maneras y en grados infinitos, desde el que nos pisa a sabiendas en el autobús, para después pedirnos perdón hipócritamente, hasta el que se acerca a una persona con la que jamás ha habla do, a la que apenas conoce de vista, para dispararle por detrás, en la nuca. Hay quienes creen que el mal es efecto de una causa. Un hombre conduce a gran velocidad y tiene un accidente, a resultas del cual muere. Pensamos entonces que la causa de esa muerte es el exceso de velocidad, pero sabemos que la causa real la conoceríamos si supiéramos la razón por la que ese hombre conducía tan deprisa, o por qué ha bebido antes de subirse a su coche o por qué se distrajo. El mal no tiene una explicación nunca. El bien nos parece lógico a todos, cosa también absurda, pero para el mal jamás hallaremos una causa razonable.

Cada cierto tiempo se publica en los periódicos la noticia de que tal o tal obra de arte ha sufrido la acometida de un furioso, y eso es algo que nos anonada a todos, pues no llegamos a comprender el beneficio que alguien puede obtener de una acción como ésa, o sea, el origen luciferino de un crimen de tal naturaleza. Hace poco fue, una vez más, una de las esculturas de la fuente de Bernini, en la plaza Navona de Roma, la que sufrió uno de esos atentados absurdos por parte de alguien que lanzó sobre ella un adoquín.

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