Ya lo he dicho: no quería conocer sus secretos. Los secretos eran lo oscuro, tenían que ver con el dolor. Con mi hermano muerto, y la desesperación de mi madre; con aquello que había pasado, dejando en nuestra vida un rastro de ruinas y brasas; con el hecho de que mi padre apenas parara en casa y hubiera llegado a vivir en un hotel, cerca de la comisaría.
Sin embargo, cuando mi madre enfermó, él se desvivió por atenderla. La abrigaba cuando se destapaba, le hacía tomar las medicinas, le daba de beber y comer. Una vez le sorprendí mirándola mientras dormía. Acababan de operarla y mi padre estaba sentado a su lado en la habitación del hospital. Tenía una expresión de tristeza y derrota, como si se estuviera preguntando qué los había convertido en dos completos extraños, qué había sido de todo lo que habían vivido juntos, de aquella escena tan romántica de la joyería, de su viaje de novios, en que fueron a Lisboa y les robaron la maleta con toda la ropa que llevaban, de cuando a mi padre le ordenaron custodiar el palacio de La Granja y la metía a escondidas por la noche, como había hecho Charlot con Paulette Goddard en aquella película en que era vigilante de unos grandes almacenes. Creo que la seguía amando, que siempre la amó, aunque no llegara a comprenderla. La muerte de mi hermano trastornó a mi madre, tal vez porque nunca llegó a aceptarla. Era incompatible con su amor. Y es que la muerte te robaba lo que amabas pero no la memoria de la felicidad que habías encontrado a su lado.
La enfermedad llegó de repente. Una tarde empezó con mareos, desorientación, pérdida de atención que al principio atribuimos a sus eternos dolores de cabeza. Hasta que un día la hallamos inconsciente en el cuarto de estar. Cuando recobró el sentido, no sabía dónde estaba ni quiénes éramos nosotros. Las pruebas que le hicieron en el hospital revelaron la existencia de un tumor. Estaba localizado en una zona del cerebro de difícil acceso y la operación duró varias horas. Fue un éxito y pudo volver a hablar y a comer. Mi padre consiguió que le dieran una habitación para ella sola, y desde su ventana se veían los patios de Capitanía. Las cigüeñas sobrevolaban los tejados, y al atardecer los cables de la electricidad se llenaban de bandadas de golondrinas. Mi madre estaba en la cama y yo iba a verla cuando salía de la facultad. Me sentaba a su lado y me pedía que le contara qué hacía. Parecía que se había curado, cuando un buen día empezó a preguntarme de nuevo por lo que acababa de contarle. Mezclaba los recuerdos y no parecía distinguir el pasado del presente. La situación se agravó en los días siguientes y supimos que el mal continuaba en ella.
La última tarde me habló inesperadamente de mi hermano. Estábamos solos en la habitación y me hizo gestos para que me acercara.
– No se lo digas a tu hermano -me dijo al oído-. No quiero que sufra por mi causa.
Tenía la mano muy fría y sin fuerza. Parecía entregármela para que yo me ocupara de ella, como se hace con una planta. Estábamos en primavera, y desde la ventana se veía la calle y la torre de la iglesia. Aún quedaba un rojo resplandor en sus piedras. La cabeza de mi madre, inclinada, tenía un gesto tan humilde que me conmovió. Deseé besarla en la frente y casi iba a hacerlo cuando ella levantó la cara para mirarme. Un último rayo de sol brillaba en sus ojos.
– ¿Te acuerdas de aquella carta? -me dijo-. Hay que ver lo loca que estaba, las cosas que se me ocurrían…
Estaba muy tranquila y, tras decir aquello, se quedó dormida. Me pareció que estaba mejor, que su cuerpo volvía a llenarse de esperanza, pero esa misma noche nos llamaron del hospital para anunciarnos su muerte. Julia se había quedado con ella y fue quien nos lo dijo. Estaba tan afectada que no podía hablar. Mi padre se cubrió la cara con las manos y también rompió a llorar. Lloraba de una forma ruidosa, violenta, como maldiciendo. Nos vestimos y fuimos al hospital. Temí que fuera a ponerse a gritar a las enfermeras y a los médicos, como le pasaba otras veces. Pero apenas habló. Mi madre estaba en la misma posición en que la había dejado unas horas antes. Con la cabeza vendada tenía un aspecto un poco cómico, como si de un momento a otro fuera a levantarse para darnos un susto. Me incliné para besarla. Su frente estaba fría y tenía la suavidad untosa de la cera. Pensé en aquella carta y en el hecho de que se hubiera acordado de ella en el hospital, justo antes de morir. ¿Por qué no la leí? No lo sé o no quiero saberlo.
No veas lo que me hicieron sufrir. Todo lo mío les parecía mal: cómo me vestía, mi forma de reírme, que me pasara todo el santo día pegada a papá. Terminarás por hartarle, me decía la tía Marta, un hombre necesita estar solo, salir con sus amigos, tener sus propios entretenimientos. Pero yo no le hacía caso y me pasaba el día colgada de su brazo. Incluso iba a verle a la comisaría. Pasaba por aquí, les decía a sus compañeros haciéndome la distraída, y he entrado a ver a mi marido. Ellos sonreían al escucharme porque se daban cuenta de mis mañas, pero se portaban como caballeros. Me cedían sus sillas para que me sentara, me ofrecían agua, contestaban a mis preguntas con la paciencia con que los maestros contestan a los niños en la escuela.
Se llamaban Gancedo y Ramírez. Gancedo era regordete, calvo, y siempre estaba sudando; y Ramírez todo lo contrario, delgadísimo y con la piel curtida y seca como la estopa. Era muy hablador y tenía esa manía, no sé cómo se llama, de repetir lo último que oía. Decías: Aquí hace demasiado calor. Y él te contestaba: Demasiado calor. Siempre se apropiaba de las últimas palabras, como si fuera un eco. Papá compartía con ellos un despacho con tres mesas, y cada uno tenía la suya. Y cuando yo iba a ver a tu padre, ellos enseguida daban una excusa para dejarnos a solas. Me sentaba a su mesa y hacía como que era él. A ver, decía, que pase el asesino de la estufa -que fue un caso muy célebre de alguien que mató a su mujer y la cortó en pedacitos y los fue quemando en su propia estufa-. Y papá me dejaba revolver en los papeles, abrir los cajones y que cogiera su pistola. Ten cuidado, me decía, que está cargada y podemos tener un disgusto. Me moría de ganas de preguntarle si alguna vez la había utilizado, pero no me atrevía a hacerlo porque tenía miedo de que me dijera que había matado a alguien con ella. Me gustaba aquel despacho, con una ventana que daba a una escalera de incendios, me divertía que todo estuviera un poco desvencijado y que los tejados próximos, cuando llegaba el otoño, se poblaran de estorninos. Se posaban en los cables de la electricidad y parecían letras o notas musicales. Pero lo que más me gustaba era que me dejara leer sus informes. Tu padre escribía muy bien, y no se limitaba a contar escuetamente los hechos, sino que incluía en ellos los detalles más sorprendentes. Me acuerdo de uno de esos informes. Una mujer había aparecido muerta en un portal, pero su asesino, antes de abandonarla, había puesto su cabeza sobre un cojín de seda. Y tu padre hablaba de ese cojín, de su color azul, y de lo extraño que era que el asesino hubiera tenido ese gesto de delicadeza. A mí me gustaba escucharle, pero a la vez me daba miedo tanta oscuridad y prefería que no tuviera tratos con ella. Pero ¿era posible algo así? No, porque esa oscuridad no estaba sólo en las cosas sino en nuestro propio corazón. Pero entonces yo estaba demasiado enamorada para pensar en esto. Tenía en mis manos todo lo que podía desear. ¿Te acuerdas de Romeo y Julieta? Hay un momento en que Julieta está esperando a Romeo en su jardín, y se siente tan dichosa que exclama: Sólo deseo lo que tengo. Y era justo eso lo que me pasaba a mí, que no quería otras cosas que las que tenía. Y por eso no me gustaba que fuera policía y desde que éramos novios le pedí que lo dejara. No me gustaba que se pasara noches enteras sin volver a casa, ni la gente con la que estaba, ni las cosas que se veía obligado a hacer y de las que nunca me hablaba. A ver, le preguntaba, qué has hecho esta noche. Nada, mi trabajo, qué voy a hacer, me contestaba.
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