Pero yo sabía que no se limitaba a cumplir con su oficio y a ir detrás de delincuentes y timadores, sino que había algo en ese mundo suyo de lo que no me quería hablar. Y por las mañanas, cuando aún dormía, miraba en sus bolsillos. Sus ropas olían a humo y a perfume barato y cuando yo me disgustaba y hacía pucheros, me cogía en sus brazos y se reía de mí. ¿Dónde piensas que paso las noches?, me preguntaba con una sonrisa, ¿en el palacio arzobispal? Una vez se enfadó conmigo. No te has casado con el dueño de la casa, sino con su perro guardián, me dijo con brusquedad. Fue una época en que estuvo muy nervioso, por lo que veía hacer en la comisaría. Eran tiempos duros. Se acababa de ganar una guerra y se trató con extrema dureza a los que se oponían al nuevo régimen. Incluso se creó una unidad especial dentro de la policía, la Brigada Político Social, para controlarles. Esa brigada se regía por normas distintas a las otras. No tenían que justificar sus actos y podían retener a la gente en los calabozos el tiempo que les viniera en gana. Había torturas y los que estaban en esa unidad eran por lo general arbitrarios y crueles.
Los otros policías no tenían nada que ver con esto. Se ocupaban fundamentalmente de los pequeños delitos. No perseguían por saña, ni por las ideas. Incluso tenían tratos afables con delincuentes y prostitutas. Se mezclaban con ellos, y se ganaban su confianza, en gran parte porque los casos se resolvían gracias a la información que éstos les pasaban. Un policía podía encontrarse con un delincuente al que había detenido, y éste le invitaba a tomar una caña en el bar. Eran como actores a los que les hubieran tocado papeles distintos en la obra, pero que se respetaban.
Poco después de casarnos, hubo en Zamora una gran represión. Había guerrilleros en las montañas, y se habló de que recibían ayuda desde la ciudad, por lo que se decidió actuar con contundencia. Empezaron las detenciones y los interrogatorios. Metían en la cárcel a cualquiera que fuera sospechoso de haber colaborado con la República. Fueron unos meses muy duros, en los que tu padre se vio envuelto en asuntos que no le gustaron, pues, desbordados como estaban por tanto trabajo, los de la Brigada Político Social tuvieron que echar mano de las otras brigadas, entre ellas de la suya. Incluso pensó en dejar la policía. Un compañero suyo estaba en Madrid, en un puesto muy importante en un ministerio, y le bastó con llamarle por teléfono para que le ofreciera un trabajo. Ya teníamos la casa medio empaquetada cuando a la tía Marta se le ocurrió invitarnos a Valladolid. Eran las fiestas, y quiso que fuéramos para que la familia de tu padre me pudiera conocer un poco más, pues desde el día de la boda no nos habíamos visto. Y para acá nos vinimos. Fíjate, veníamos a pasar unos días y nos instalamos aquí toda la vida. Fue porque tu padre enfermó. Una tarde empezó a toser y cuando miró el pañuelo estaba lleno de sangre. Pensamos en una tuberculosis, que en aquel tiempo era una enfermedad prácticamente sin cura, y empezaron las consultas médicas, aquel ir y venir de un hospital a otro. Yo estaba embarazada de cinco o seis meses y la angustia por que pudiera pasarle algo a tu padre no me dejaba vivir. Resultó que no era tan grave su mal: se trataba de una antigua lesión, una herida que se había abierto, sin gran importancia, pero las cartas ya estaban echadas. La tía Marta se fue de monja y nos dejó su casa. No sólo eso, sino que los hermanos de papá le pidieron que se quedara en Valladolid donde, en caso de necesidad, podría contar con la ayuda de la familia, y hasta le buscaron un nuevo empleo. Papá aceptó quedarse en Valladolid, pero no quiso renunciar a su trabajo de policía. Y yo le apoyé en esta decisión, porque me aterraba la idea de que pudiera perder el control de su vida. Le trasladaron a la Brigada de Información, que era la menos conflictiva de todas. Aunque allí no duraría mucho, pues tu padre no estaba hecho para pasarse el tiempo moviendo papeles, sino para andar por la calle hablando con unos y con otros.
Nos instalamos en casa de la tía y tu padre mejoró tanto que muy pronto pudo volver al trabajo. Todos los días, cuando regresaba, salíamos a pasear aunque lloviera, aunque cayeran rayos y centellas. Una tarde, el cielo se puso negro y empezó a granizar. Caían trozos de hielo del tamaño de huevos de paloma, que abollaron los coches y rompieron los cristales de las ventanas. Todo el suelo se llenó de aquellas bolas blancas que daban ganas de llevarse a la boca. Era todo tan hermoso. Fíjate, en ese tiempo hasta me parecía bonito Valladolid. A menudo el parque estaba lleno de madres que llevaban a sus niños pequeños, y yo me preguntaba qué sería estar entre ellas llevando al mío. Me daban un poco de pena, porque me parecía que ninguna sabía qué hacer con esos niños ni cómo protegerlos de los peligros. Pero me bastaba con sujetarme más fuerte al brazo de tu padre para olvidarme de esos pensamientos tristes. Todo vibraba de vida, el estanque parecía uno de esos lagos de los cuentos, llenos de patos, de cisnes y de misteriosos peces. Salían a la superficie cuando te aproximabas, como si vinieran a contarte algún secreto acerca de lo que pasaba allí abajo cuando la ciudad dormía. Y tu padre estaba más cariñoso que nunca. Creo que quería compensarme de la decepción que había supuesto el que no fuéramos a Madrid, y el que su familia me lo hiciera pasar tan mal, y se desvivía por tenerme contenta. Cuando volvía del trabajo no nos separábamos ni un solo momento. Íbamos juntos a todos los sitios, hasta cuando iba al servicio. Quería hacer pis y para allá me iba con él, porque no admitía que nada nos pudiera separar. Paseábamos por la orilla del río, íbamos al teatro y al cine. Sobre todo al cine, porque aunque teníamos una casa para nosotros, nos gustaba besarnos en la oscuridad. ¡Cuántas películas pudimos ver! Nos gustaban todas, las de vaqueros, las de espías, pero sobre todo las de amor. Recuerdo que yo lloraba sin parar, porque casi todas terminaban mal. Lloraba por las cosas que les pasaban a aquellos pobres enamorados, pero también porque a nosotros pudiera pasarnos lo mismo y algún día llegáramos a enfadarnos, o que a tu padre le mataran de un disparo, o que una desgracia cambiara para siempre el sentido de nuestras vidas. Y tu padre se reía de mí cuando se lo contaba. Qué tontos son los enamorados cuando piensan que su amor los protege. Son como esos soldados novatos que se ponen de pie en las trincheras, convencidos de que nada malo les puede suceder porque sus pensamientos pueden más que el odio y las balas. Pero los pensamientos no pueden nada, son como esas hojas que se lleva la corriente del río. Hojas y más hojas que se mezclan con otras para desaparecer todas juntas vete a saber dónde. ¿Te imaginas? ¿Tantos hombres desde el comienzo de los tiempos dando en pensar y pensar, construyendo en sus pensamientos mundos de los que ahora no queda nada? ¿Has reparado alguna vez en lo hermosos que tuvieron que ser muchos de esos pensamientos? Pensamientos de los niños que no se podían dormir, de las pobres muchachas enamoradas, de los hombres de ciencia, de los generales, de los sacerdotes abriendo el sagrario. ¿Te imaginas lo que sería poder conocerlos? Un árbol, cualquier árbol es real pero, a la vez, ¿qué sería sin los pensamientos de los pastores que se refugian en su sombra, de los enamorados que graban sus nombres en su corteza, de los niños que escalan sus ramas para buscar sus nidos? ¿Te imaginas qué pasaría si se juzgara a los hombres no por lo que tienen ni por el éxito que han logrado en sus profesiones sino por lo que guardan en lo más hondo de sus pensamientos? Y sin embargo los hombres necesitan levantar catedrales, construir puentes, lanzar cohetes al espacio, escribir hermosos poemas que les digan que lo que soñaron fue real. Me dan pena los hombres, reuniendo sus rebaños a las orillas de ríos, encendiendo hogueras en la noche, construyendo campamentos llenos de rumores y aromas que a la mañana siguiente tendrán que levantar para volver a partir. Me dan pena cuando se enamoran porque todo lo confunden con sus propios sueños. Un mundo de larvas, capullos y huevos que sólo florecen en sus pensamientos, así es el mundo de los enamorados. Porque el amor es estar perdido, llevar a un niño en los brazos, un niño que vive en una jaula de plata. Y tu padre y yo sólo vivíamos para complacer a ese niño. Le dábamos las cosas que le gustaban, le preparábamos las comidas más ricas, poníamos su cama donde nos pedía, le escuchábamos cantar por las noches. No hacía ruido, era tierno y alegre como esos conejitos que tienen los ojos rojos. Recuerdo que de niña me regalaron uno así. Lo tenía siempre en mis brazos y él todo se lo dejaba hacer, pero me daban pena aquellos ojos porque me parecía que estaban así de tanto llorar. Se acordaba de las laderas de los montes, del olor del romero y el cantueso, de las huras en que vivían los suyos, y se pasaba las noches llorando. Y aquel niño, nuestro amor, era como él. Su mundo era el mundo de los tejados y las azoteas, el mundo de las guaridas en el bosque y el de las copas de los árboles, el mundo en que viven los animales, y me parecía que si no volvía pronto a él terminaría enfermando, que no teníamos derecho a obligarle a estar con nosotros.
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