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Gustavo Garzo: La Carta Cerrada

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Gustavo Garzo La Carta Cerrada

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Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Los dos acabaron casándose y viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid que Daniel, el hijo menor de la pareja, recuerda ahora con nostalgia. Vuelven a su mente los instantes mágicos en compañía de la madre, su voz y sus pasos ligeros alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo. Todo cambia el día en que uno de los hijos muere. Desde entonces, una locura callada se infiltra en la mente de Ana. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, sigue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. Daniel, testigo atento de tanto dolor callado, crece hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción. En ese mundo donde los sentimientos se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que Ana piensa aprovechar para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de Daniel como un símbolo del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede…El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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La joyería tenía una cámara de seguridad muy amplia, como una habitación. Muy cerca de allí había un monasterio en cuya capilla se guardaba la Virgen más querida de la ciudad, y ese año las monjas habían decidido que su tesoro, que había ido creciendo con las aportaciones de sus numerosas devotas, necesitaba ser restaurado y limpiado a fondo, por lo que le habían pedido al joyero que lo hiciera. El hombre se metía en la cámara de seguridad y ella le oía trabajar en ese tesoro desde la tienda. Una tarde, cuando llegó la hora del cierre, mi madre le llamó a la cámara para despedirse, y el joyero le contestó que le esperara. Enseguida oyó los engranajes de la puerta y le vio aparecer. La piel de sus manos y de su cara parecía espolvoreada de harina, pero los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Pasa, le dijo, tengo que enseñarte algo. Había terminado de limpiar el tesoro de la Virgen y las joyas brillaban sobre la mesa como brasas. Espera, continuó, y fue a la puerta de seguridad y la cerró. Luego cogió aquel manto lleno de piedras preciosas y se lo puso a mi madre sobre los hombros, para continuar enseguida con las otras joyas, los collares, los anillos y finalmente la corona y el cetro, que puso con delicadeza en sus manos.

Mi madre no sabía qué hacer. Estaba asustada, aquello no le parecía bien, pero se sentía como embrujada por el brillo de las joyas y por la imagen de sí misma que veía reflejada en el espejo. Nunca pudo saber cuánto tiempo permanecieron así pero, de pronto, el joyero se arrodilló ante ella y abrazándose a sus piernas le pidió que se fueran juntos. Vámonos de aquí, ahora mismo. Escapémonos, le dijo en un estado de gran agitación. Y añadió: He limpiado estas joyas para ti. Sorprendida por aquel ofrecimiento sacrílego, mi madre se separó bruscamente de él y, después de quitarse el manto y las joyas, le pidió que abriera la puerta de la cámara. El joyero no opuso resistencia y ella huyó, negándose a volver por la joyería. No se lo dijo a nadie porque el joyero le daba pena. Le daba pena que tuviera que vivir con aquella mujer extraña y despiadada porque cuanto más pensaba en lo que había pasado más le conmovía la idea de que aquel infeliz, que era sumamente religioso, hubiera estado dispuesto a condenarse para toda la eternidad, pues no otra cosa habría supuesto el robo del tesoro sagrado, con tal de conseguir su amor.

Marga andaba saliendo con un chico que se llamaba Javi. Tenía una caseta de tiro e iba por las ferias, sin parar más que una semana o dos en cada lugar. Y mi madre le decía que no le convenía, porque esas personas se acostumbraban a una vida errante y luego no había forma de sujetarlos en casa. Pero Marga no le hacía caso, y a todas horas le llamaba por teléfono o, si estaba en una ciudad cercana, se escapaba para ir a verlo. Decía que no podía vivir sin él, pues a su lado nunca te aburrías.

– Esos hombres -decía mi madre- son los que más te hacen sufrir. Te roban el corazón y lo abandonan en cualquier lado cuando se cansan de jugar con él, como los niños con sus juguetes.

También mi padre había sido así. Era muy guapo, y cuando iba a la cocina hablaba con todas y las hacía reír con sus bromas. Felicidad decía que era como un actor, y bastaba con que se acercara a Marga o a Irene, las más jóvenes, para que éstas se pusieran nerviosas y rompieran platos o vasos.

– Deberíamos aprender a vivir solas -decía Sara, la muchacha de la tía Marta-, sin depender de los hombres. Nos iría mucho mejor.

Y sin embargo no paraban de hablar de ellos, unas veces para lamentar las faenas que les hacían y otras para hablar de la vida a su lado. Cada una tenía sus historias. Marga, la de su novio feriante, que podía desaparecer durante semanas sin dar señales de vida y presentarse de pronto cargado de regalos, una vez incluso con un corderito que hubo que mandar al pueblo porque mi madre no se lo dejó tener en casa; Julia, la historia de su marido, que se dejaba engañar por todos, y hasta llegaba a dar el dinero que necesitaban para comer; mi madre, las historias con sus pretendientes lunáticos; y Sara, la de su hermano.

A Jandri, el hermano de Sara, lo habían matado en la guerra. Sara tenía una fotografía enmarcada en su mesilla de noche, en que se le veía con otros milicianos, sentados en el tronco de un árbol. Siete muchachos en total.

– Fíjate -me decía-, los mataron a todos menos al que hizo la foto. Fue él quien me la dio.

Fueron víctimas de una emboscada, en un pueblo de Madrid, al día siguiente de posar para aquella fotografía. No parecían a punto de morir. Miraban a la cámara confiados y sonrientes, como si nada malo les pudiera pasar.

A veces, cuando Sara se iba, las otras mujeres hablaban del amor que había sentido por su hermano. Un amor que la había apartado de los otros hombres, así que, aun siendo muy guapa y teniendo muchos pretendientes, nunca se había querido casar. Después de la guerra, se puso a trabajar de criada en casa de la tía Marta, y llevaba con ella más de treinta años. Aunque seguía conservando su pequeña casa del pueblo, en la que guardaba todos sus recuerdos. La casa daba a la carretera y la había construido su hermano, que era albañil. Era muy pequeña, pero tenía su cocina, su comedor y su despensa, y unas escaleras que daban al piso de arriba, donde estaba la galería. A mí me gustaba mucho porque me recordaba la casa de un cuento, por lo pequeña que era. Jandri se la había hecho aprovechando una parte del corral de la casa familiar, que habían tenido que vender para poder pagar los gastos de la enfermedad de la madre. Sólo les había quedado el corral. Y aunque era tan pequeño que no parecía posible construir nada en él, Jandri se las había arreglado para hacer una casa. Era allí donde habían vivido los hermanos hasta un día en que Jandri tuvo que huir a Madrid. Desde allí escribió a Sara unas cartas que nunca pudo enviarle, y que, sólo cuando terminó la guerra, uno del pueblo con quien había compartido los últimos momentos de su vida, le entregó en su nombre. Ella las conservaba atadas con una cinta, en una cajita de lata que tenía en su habitación. Jandri era muy listo y había aprendido a leer y escribir por su cuenta, y en aquellas cartas le contaba cómo era Madrid y todo lo que pasaba en sus calles, con la ilusión de que algún día pudiera leerlas. Eran tiempos de agitación. Había broncas cada día y grupos armados que entraban en las casas robando y asustando a las mujeres. También se quemaban iglesias y conventos. Él se había hecho miliciano para defender a la República, pero todos parecían haber perdido la razón.

Sara se extendía hablando de todo esto y de lo que su hermano le contaba en sus cartas. A veces decía cosas que las dejaban a todas sin habla. Como una vez en que estaban comentando el caso de una chica que se había escapado de casa con su novio, un chico que no tenía donde caerse muerto. Y Sara dijo:

– Creen estar seguros porque son dos, pero ser dos es mucho más peligroso.

Luego, cuando ella se despedía, Felicidad y las otras mujeres se ponían a cuchichear. Hablaban de aquel hermano y de la forma en que lo seguía recordando, y cuando lo hacían bajaban invariablemente la voz para que yo no las oyera.

Fue una de esas tardes cuando Marga se inventó lo de los algodones. Yo estaba siempre con ellas en la cocina, y un día debió de pensar que no era bueno que escuchara todas sus conversaciones. Pero como yo no quería irme, a Marga se le ocurrió hacer un pacto conmigo por el cual, cuando ellas hablaran de ciertas cosas tenía que dejarme poner unos algodones en los oídos para que no las pudiera oír. A mí me pareció bien y se lo prometí, de forma que cuando iban a hablar de algo que supuestamente un niño no podía escuchar, me ponían unos algodones en los oídos y bajaban la voz de tal forma que realmente no me enteraba de lo que decían. Las veía acercarse unas a otras para susurrarse cosas, y aquella ausencia de sonidos hacía que todo pareciera más lento, como si sus movimientos tuvieran lugar bajo el agua y yo, en vez de un niño, fuera un pez boqueando en el banco de sus congéneres.

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