En ese tiempo habíamos abandonado nuestra casa del barrio de San Martín, para trasladarnos al centro de la ciudad. Vivíamos en un primer piso, y la luz de la calle se colaba por las ventanas dando al aire la luminosidad del agua. Mi madre estaba sentada en su sillón de orejas, con el cojín que utilizaba para que no la oyéramos llorar. Con el paso del tiempo, todos cambiaban hasta hacerse irreconocibles, pero ella no. Ella no perdía nada, no recuperaba nada, siempre estaba igual. Me senté a su lado y empezó a hablarme de mi hermano. De si había rezado por él, de si nos estaría viendo en ese momento. Parecía que había perdido la razón.
– Me pregunto si allí arriba, en el cielo, los niños siguen creciendo. Seguro que, cuando tú y yo vayamos a verle, se habrá transformado en un muchacho muy guapo.
Yo tenía doce años, y ella me hablaba como si fuera un niño que todo se lo creía. Sin embargo desde muy pequeño supe que me estaba mintiendo. Me bastaba con observar su dolor para comprender que no creía que hubiera otra vida. Para siempre, decían aquellos esqueletos que empujaban a los hombres hacia las puertas del infierno, en un cuadro que había en la capilla del pueblo. Decenas de hombres y mujeres se amontonaban asustados ante un inmenso cajón y los esqueletos los empujaban dentro como si fueran ganado que llevaban al matadero. Ninguno de ellos volvería, porque de la muerte no se podía volver.
En el libro de Historia Sagrada, había un dibujo que representaba el milagro de la resurrección de Lázaro. Sus hermanas habían acudido a Jesús diciéndole que estaba muy enfermo, pero él se había entretenido por el camino y, al llegar, su amigo ya había muerto. Cuando Marta y María se lo recriminaron, él les pidió que le llevaran a su tumba. Habían pasado tres días y tres noches pero a Jesús le bastó con pedirle que se levantara para que Lázaro le obedeciera. Y en el cuadro se le veía abandonar la tumba de piedra con la mortaja colgando a su espalda. Era extraño que en su rostro hubiera aquella expresión de terror. No hay nada, parecía estar diciendo, como si viniera de un lugar donde sólo hubiera oscuridad. Y sin embargo Jesús había vuelto de ese mismo lugar y sus discípulos lo habían identificado al verle con el pan. Pero puede que si había tomado el pan de aquella forma fuera porque le traía el recuerdo de las espigas y del grano que llevaba al molino, y de María, su madre, cuando de pequeño le bañaba o le daba de comer, y eso fuera lo que hubiera querido decirles a sus discípulos, que ese pan en la mesa era todo lo que tenían. ¿Era poco? No, no lo era, al menos para mí. Y me bastaba con ver a mi madre en la cocina preparando uno de sus bizcochos, para que se fuera el frío que desprendía el rostro de Lázaro. No hay nada, decía, extendiendo sus brazos ateridos. Pero ella estaba a mi lado para decirme que no le hiciera caso, que nosotros teníamos las tortitas de caramelo que nos tomábamos en Zamora cuando íbamos a ver al abuelo, nuestros paseos en barca por el río, y, cuando llegaban las ferias, los caballitos y la noria. A mi madre le gustaba cuando la cesta de la noria gigante se detenía en lo alto. Sus ojos se encendían como candelas y siempre decía lo mismo:
– Desde aquí arriba, todo parece mejor.
Sí, estaba ella y estaban las otras mujeres. Las habitantes de las cenizas, como decía Marga. Julia y su hija Esther, que venían a vernos alguna tarde; Antonia, que era la cocinera; Sara, la criada de mi tía Marta; Felicidad, la costurera; la propia Marga, que fue siempre mi preferida, aunque la tuviera harta porque no me soltaba de sus faldas. O las Capellán, que eran dos hermanas que venían cada año a varear la lana de los colchones, y a pesar de ser menudas y rechonchas, tenían una gran agilidad y eran capaces de dar saltos increíbles.
– Deberíais dedicaros al circo -les decía Felicidad, que, tal vez por no haber hecho nada en su vida que se saliera de lo normal, tenía una rara admiración por las locuras ajenas.
Yo solía quedarme en mi cuarto jugando con los soldados, pero dejaba las puertas abiertas para sentirme acompañado por sus palabras. Y de vez en cuando, me acercaba a verlas. A veces las sorprendía en medio de conversaciones que no debían de considerar adecuadas para mí y se callaban bruscamente. Yo no hacía nada por enterarme de lo que ocultaban. Sabía que las personas mayores tenían secretos, pero no quería conocerlos porque siempre tenían que ver con el dolor.
Esther tenía un año menos que yo y venía a mi cuarto mientras su madre se quedaba en la cocina hablando con las otras mujeres. Yo desplegaba mis soldados por el cuarto, simulando emboscadas y batallas, y ella seguía atentamente las maniobras de aquellos ejércitos diminutos. Era una niña muy callada, de ojos transparentes y vivos. Julia, su madre, recogía su largo pelo en una trenza que le colgaba por la espalda. Luego dejaron de venir por casa, y éramos mi madre y yo quienes las íbamos a ver. Julia regentaba una tintorería y se pasaba el día trabajando. Cuando Teo, su marido, murió, Julia y su hija se quedaron casi en la calle, pues Teo trabajaba sin contrato. Fue mi padre quien las ayudó. Acababan de cerrar una tintorería y se las arregló para conseguirles el traspaso. Y Julia se hizo cargo de ella. Era muy trabajadora y tenía mucha mano con los clientes. Sacó adelante el negocio a costa de matarse a trabajar. Pero estaba feliz porque decía que no dependía de nadie.
La tintorería se llamaba La Servicial y estaba muy cerca del mercado de Portugalete. Mi madre compraba en ese mercado la verdura y la carne, y cuando tenía tiempo se pasaba por la tintorería. Muchas veces ayudaba a Julia a planchar y a doblarla ropa. No paraban de hablar y se reían mucho. Decían que era por el percloroetileno, el disolvente que se empleaba para la limpieza en seco y que te ponía como borracha. Cuando hablaban de sus cosas, bajaban la voz, y el sonido quedo de sus conversaciones recordaba el correr del agua en las acequias. Mientras mi madre ayudaba a Julia, yo subía a ver a Esther. A su casa se llegaba por unas escaleras estrechas que había en el patio. Eran de madera, y siempre había algún gato dormitando, pues Esther les daba de comer y acudían de los tejados próximos. Esther no salía de allí, ni siquiera iba a la escuela. Sufría ataques repentinos de asma que la ponían al borde de la muerte. Dormía en el mismo cuarto que su madre. A veces se quedaba sin respiración y Julia tenía que echarle un caldero de agua fría para que se recuperara. Se acostumbró a vivir de esa forma desde que era pequeña. Sobre todo, desde que murió su padre y su asma se hizo más intensa y angustiosa, como si tuviera que ver con esa muerte. Una vez, presencié uno de esos ataques. Estaba en su cuarto cuando vi que no podía respirar. Sus ojos se pusieron en blanco y llegó a perder el equilibrio. Se quedó como muerta y yo bajé dando gritos. Julia y mi madre subieron enseguida a atenderla. Cuando regresé, Esther ya estaba tan tranquila junto a la mesa. Sonreía de una forma extraña, como si supiera cosas que nosotros no sabíamos.
Había ido a la escuela, pero sufrió uno de aquellos ataques y ya no quiso volver. Julia, su madre, no la obligó porque vivía obsesionada con la idea de que pudiera pasarle algo sin que ella estuviera a su lado para ayudarla. Esther tenía un refugio en su casa. Un cuarto al que se subía por unas escaleras interiores. Daba a una pequeña terraza a la que se salía por la ventana. Cuando hacía buen tiempo, se pasaba allí las horas muertas. Era un lugar muy hermoso desde el que se veía la torre lejana de la catedral y la estructura metálica del mercado de Portugalete, elegante y leve como la quilla de un barco. Mi madre me había dicho que lo había construido el mismo arquitecto que hizo la torre de París.
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