Gustavo García Garabal
Bichos muertos
NARRATIVAS
García Garabal, Gustavo
Bichos muertos / Gustavo GarcÌa Garabal. - 1 aed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8924-16-8
1. Antología de Cuentos. I. Título.
CDD A863
© 2022, Gustavo GarcÌa Garabal
Primera edición, marzo 2022
Ilustración de cubierta
Martín Garabal
Diseño y diagramación
Lara Melamet
Corrección
Martín Vittón
Conversión a formato digital: Libresque
Hecho el depósito que establece la ley 11.723.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin la autorización por escrito de los titulares del copyright .
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Mi agradecimiento a Susana, Martín y Victoria.
De entre los arbustos de un médano un topo sale de su cueva y mira la playa mientras una cotorra grita y vuela rasante, asustando a un gato tuerto que se agazapa esperando lo peor. Los pocos visitantes de la playa, dos parejas con sus hijos y un par de chicas amigas, toman sol y charlan.
Hace calor. Es un día de playa perfecto, esos de aguas verdosas y olas suaves. Los chicos van y vienen del mar, juegan a la pelota o corren con los baldes llevando agua que es devorada por un pozo. Un ida y vuelta sin fin. Los hombres se meten al mar mientras las mujeres, sin apuro, se embadurnan con el protector y las cremas.
Cerca del mediodía, las dos parejas preparan sus mates y comienzan a cebar. En los médanos, el viento suave apenas sacude los arbustos y un olor entre amargo y ácido baja hacia la playa.
Un perro vagabundo husmea en busca de comida. Uno de los chicos le da una galletita, el perro se acerca, la come y sale corriendo para el médano. Olfatea y se vuelve para la playa en busca de otra galleta.
Al mediodía, los papás van a buscar comida al parador de madera y las chicas vecinas sacan sus viandas de una canasta de mimbre rojo. Todos comen con ganas. El más chico de los pibes se queja porque su sándwich tiene menos queso. La mamá lo calma, Después te doy otro, le dice.
—Hay un olor raro —dice la más flaca de las chicas vecinas.
—No —contestan las amigas.
—¿A qué?
—No sé, amargo.
—No —responden todas juntas y se levantan para ir al mar.
Uno de los chicos va hacia los médanos en busca de la pelota que el amigo pateó lejos. La hermanita lo sigue pero no trepa el médano. Los otros esperan que traiga la pelota, pero no sale. La pelota y el pibe no vuelven, entonces el más grande se mete a buscarlo. Al rato lo llama, pero no contesta ni sale. Cansados de esperar, los demás vuelven abajo de la sombrilla para cavar el pozo. La nena corre al agua.
—¿Dónde están los chicos? —pregunta la mamá.
—Fueron a buscar la pelota —contesta la nena recién salida del agua.
Los hombres de las familias se despiertan de una siesta, van al mar, nadan lejos de la orilla y cuando vuelven preguntan por los pibes:
—Fueron a buscar la pelota —responden las mamás.
A las cinco se levanta un viento fuerte. Mejor guardemos las cosas, dice uno de los padres.
Todo está listo. Llaman a los chicos, pero no contestan. Le vuelven a preguntar a la nena.
—¿Los viste? ¿Para dónde fueron?
—Fueron a buscar la pelota.
—¿Adónde, para qué lado?
—A los médanos.
Uno de los papás se mete en el médano, camina siguiendo un círculo formado por los arbustos, un olor agrio se pega a su nariz. No encuentra nada. Pregunta a las chicas vecinas de la playa si los vieron pasar.
—No, hace rato que dejamos de verlos —contestan sin interés.
Las mamás salen a buscarlos, preguntan a los pocos que quedan en la playa. Nada. La nena se acerca al médano y sube, los papás empiezan a buscar por otro lado, las mamás regresan sin noticias. Se larga a llover, la desesperación de los padres les pone los ojos rígidos. Los reproches van de unos a otros. El miedo los convierte en extraños.
Deciden llamar a la policía. Vienen los bomberos. La búsqueda es intensa, dura horas y no los encuentran. Solo aparece una zapatilla, pero no es de ellos. En los días que siguen, la búsqueda continúa; empiezan a llegar los canales de la capital. Todos tienen una teoría de lo que pasó. Un linyera en la mira, los padres, las chicas de la playa, un borracho con antecedentes cae unos días en cana y después lo sueltan. Todos sospechados, pero no hay resultados. Nada.
En pocas semanas, los diarios dejan de hablar del tema, la televisión hace rato que no pasa ni una sola noticia del caso. Una de las parejas se vuelve a su casa de la ciudad. La otra mamá no soporta la ausencia y termina internada en una clínica de la zona.
Nada, absolutamente nada. No se encuentra ni una sola pista, ropa. Nada.
Una mañana, temprano, tres familias estacionan los autos y caminan hacia la playa. Se instalan debajo de dos sombrillas con muchos pibes. El sol está fuerte, no hay viento, el mar sin olas es casi una pileta. Los padres bajan las heladeras y los bolsos. Se preparan para pasar todo el día en la playa. Los chicos sacan sus palitas, rastrillos, pelotas. El perro ladra y se mueve inquieto.
Desde los médanos, los topos miran mientras las mamás les ponen protector solar a los pibes.
Eran dos. La primera vez que las vi en el balcón intentaban trepar a una maceta y hasta me habían parecido simpáticas.
Pasaron unas semanas ya y ahora están por toda la casa. Se atreven a explorar lugares insospechados; mi billetera, por ejemplo. El otro día se metieron en el lavatorio mientras me afeitaba, trepaban por la crema de afeitar, tuve que ahogarlas empujándolas hasta el desagüe. Se resistían a entrar por el agujero, nadaban moviendo las patas a bastante velocidad.
Hace unos días tomé la decisión de liquidarlas. Compré venenos que no jodan al perro, pero nada. Más venenos y nada. Ahora están hasta dentro de los zapatos, entre las medias. Todo está copado por ellas. Es más, hace unos días, sin ir más lejos, mientras viajaba en subte vi a una caminando por la manga de mi saco y otras en el bolsillo. Un asco.
Cuando llego a casa me sorprende que Capo no venga a recibirme. Está tirado cerca de la ventana que da al balcón, lo llamo pero no viene. Agoniza.
El día anterior lo había notado inquieto, asustado, le costaba respirar. Está un poco gordo y el calor seguro lo afecta, pensé, y prendí el aire acondicionado.
Está ahí, dolorido, y cuando me acerco apenas puede levantar la cabeza. Sus ojos están vidriosos. Corro a llamar al veterinario. Tarda mucho en llegar. Insisto, pero me dice que no puede avanzar por el tráfico, que mientras tanto trate de darle agua. Me siento a su lado, lo acaricio, jadea. No quiere tomar, le humedezco la boca y ahí me doy cuenta de que algo se mueve entre los pelos de sus orejas. Me agacho para mirar y entonces veo que le salen hormigas. Sí, hormigas. Primero unas pocas y luego un montón de hormigas, iguales a las que se instalaron en el balcón. Son pequeñas y muy movedizas, negras, salen de las orejas de Capo y se esconden en el zócalo justo debajo de la ventana.
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