Gustavo García Garabal - Bichos muertos

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"Los cuentos de Gustavo Garabal tienen la fuerza de un animal de carga que se soltó y anda pechando alambrados, tranqueras, árboles, bosques. Son breves y contundentes, aunque también pueden descansar como en una larga charla de sobremesa o de vermut.
Rozan, todo el tiempo, y como sin querer, esa delgada tela astillada que hay entre la vida animal, salvaje, y las palabras más repetidas, mejor repetidas, por todos, en un bar o en una mesa familiar.
Cuando los leo encuentro precisión y vacío. También encuentro humor y máscaras. Por momentos, máscaras detrás de las que hay una cara bonachona y cándida. Por momentos, máscaras que ocultan algo siniestro.
Lo que mejor maneja Garabal en estos primeros cuentos que publica es el arte de la tensión y la fuga" (Félix Bruzzone).

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Alberto está nervioso, sabe que el árbol se puede caer arriba de la casa. Mira y trata de pensar la mejor ubicación del tractor. Tiene experiencia, por eso sabe que cada árbol reacciona de manera diferente.

—Che, miren bien, no boludeen. Después nos tomamos unas cervezas —nos ordena.

El Colorado llegó de Corrientes cuando tenía doce años. Vino con la mamá y tres hermanitos más chicos. La mamá es una gringa de ojos verdes y pelo rojo. Los hombres del pueblo de lo único que hablaban era de ella, y ella lo sabía. Se instalaron en una casita humilde al lado de la cooperativa agraria y en un par de semanas la mamá consiguió trabajo en los silos. Todos decían que el gerente, el Gordo Rubén, andaba medio enamorado de ella. Algo pasaba porque el Gordo bajó de peso, se vestía más moderno y hasta salía a correr en el Club Sportivo Castillo. El Colorado fue a la escuela con nosotros, enseguida se hizo amigo de varios y, al tiempo, vino a trabajar al campo. Siempre callado, nunca le conocimos una mina. A la única que le tiraba los ganchos era a la hermana del Negro, Viviana, pero la pendeja, ni bola. Mi viejo le tiene mucho cariño, dice que es un pibe derecho, laburador.

—Tensalo bien, dale vuelta a la torniqueta. Más, más… si está flojo el cable, no sirve, se te viene el árbol para el lado de la casa.

—Colorado, cortá el tronco, entrale con la sierra inclinada. ¡Dale! ¡¿Qué pasa, estás dormido?! —grita Alberto mientras mira hacia dónde arrancar con el tractor.

—¡Muñeco, dejate de pelotudear y prepará algo fresco, ya casi terminamos! —me ordena desde arriba del tractor.

Buen tipo Alberto. Hace años que trabaja en el campo como capataz. Sabe hacer de todo y todo lo hace bien. Es soltero. Un par de años atrás estuvo viviendo con la hija del comisario Medina, una morocha a la que le gusta la sacudida como el dulce de leche. Alberto no sabía cómo conformarla y la pendeja se le rajaba a los bailes. Dos por tres la veía arrinconada en algún auto. Encima, como era hija del comisario, la flaca tenía pista libre. La pasó mal Alberto, se puso hecho un palo y con un carácter podrido hasta que una mañana se levantó y la flaca no estaba en la cama. Cuando salió al patio, la vio prendida a Carlitos, un peón nuevo. El tipo la manoseaba lindo y la morocha bramaba. Cuando lo vieron, el chango salió corriendo y ella entró a la casa y, antes de que dijera nada, el Alberto le dio para que tenga y guarde. Medina lo metió en cana una semana y cuando salió, nunca más la vio.

El Colorado afirma la sierra y le manda el corte más profundo. El árbol se inclina, el Alberto grita: ¡Lo llevo! ¡Tengan cuidado! El tractor tira con toda la potencia, la fuerza lo hace enterrarse en el barro. El árbol cruje y se balancea para un costado, medio que rota a la derecha, pero el tractor lo tira para el lado opuesto de la casa. El Negro lo tiene bien atado, hay mucha tensión en el cable, el acero brama al estirarse. La sierra entra y gira con furia. Los cuatro miramos el tronco, solo se escucha el rugido de la sierra.

Un chasquido de látigo de acero estalla el aire. La sierra se detiene. Al instante se escucha un golpe seco, como un disparo, y el tronco está en el piso. El Colorado mira y lanza un vómito negro, se desmaya. Alberto gira en su asiento y grita como un animal herido. Golpea el volante del tractor y se abalanza sobre el árbol caído. Al lado del tronco está la cabeza del Negro. Y al lado del perro ovejero que lo mira y huele, el cuerpo cubierto de sangre.

La casa está intacta.

Bichos muertos

Hay que buscar bien en las cuevas que están en el monte, en la parte húmeda, ahí, debajo de los árboles más grandes, decía mi primo. Yo llevaba los perros para que olfatearan la tierra y cuando nos acercábamos a las cuevas se ponían como locos, rascaban y ladraban. Entonces mi primo empezaba a cavar hasta que veía la cola, agarraba con fuerza y tiraba al peludo para afuera. Pobre bicho, luchaba hasta caer dentro de la bolsa de arpillera. Listo, uno para el domingo, decía Alberto, y volvíamos con la tarea cumplida.

A la noche llegaba el turno de las liebres. Me daba mucha lástima, pero no podías decir eso estando rodeado por cinco tipos que preparan escopetas, la chata y los reflectores para ir a cazar. Manejaba mi viejo y atrás iban, preparados, mi hermano más chico y los tres tiradores. Yo manejaba el reflector.

Era noche cerrada y en el rastrojo del trigo la camioneta se sacudía de lo lindo. Hacía frío, frío seco, ese que te deja las manos duras y los mocos helados en la cara. El viejo recorría el lote y aprovechaba para fumar sin mamá cagándolo a pedos. Saltaba la primera liebre, desesperada corría y zigzagueaba iluminada por los faros de la camioneta. Prendé el reflector, me decía mi viejo, y la luz seguía a la liebre. ¡Buscala, buscala!, gritaban mis hermanos apuntando las escopetas, mientras la bruma y la tierra escondían al bicho.

Ahí estaba. El bicho se quedaba un instante parado, miraba la luz encandilado, hasta que sonaba un ruido fuerte que te retumbaba en el oído y la liebre, agujereada, volaba por el aire. El más chico, Matías, se bajaba a buscarla mientras comenzaba el festejo de los tiradores. Dos, tres, cinco veces el mismo ritual: persecución, encandilamiento y muerte. No había manera de que escaparan. Cuando las cargaban, si alguna quedaba viva y se sacudía desesperada colgando de las orejas, yo le decía a Matías cómo tenía que rematarla, con un golpe en la cabeza, seco, duro, contra el borde de la camioneta.

De vuelta en casa, mamá nos tenía preparadas unas cervezas con algo para picar. Mis hermanos fanfarroneaban con su mejor tiro.

El jueves a la noche se pusieron de acuerdo para ir al día siguiente, bien temprano, al campo del otro lado de la ruta. Hay perdices a rolete, dijo mi hermano mayor, y yo les dije que no contaran conmigo, que salía temprano para el pueblo y que los vería a la tarde para terminar de arreglar el tractor. Para mí vas por otra cosa, dijo mi viejo, y todos se rieron.

Cuando nos fuimos a dormir, el viejo se quedó desollando las liebres con ayuda de mi vieja, que las trozaba para frizarlas.

—No me gusta la liebre porque tiene la carne oscura —dijo mamá—. Ojalá mañana cacen buenas perdices, ya sé que son oscuritas, pero esas sí me gustan.

Había olor a sangre en toda la casa.

Al otro día, ellos se fueron para el campo a cazar y yo partí para el pueblo. Fui al banco y a la cooperativa a pagar el crédito de la moto. Cuando salí, me encontré con Marcela y la invité a tomar algo. Estaba muy linda. En el bar de Morales pedimos una cerveza con un plato de queso y aceitunas. Y en eso estábamos, tratando de arreglar para salir a la noche, cuando se escuchó el ruido de un auto viniendo fuerte. Debe de haber doblado antes porque no pasó por el bar. Segundos después, el auto de mi viejo. Dobló tan rápido que casi se sube a la plaza.

—Esperá —le dije a Marcela.

Salí del bar, caminé hasta la esquina y vi que el auto del viejo y la camioneta de mis hermanos estaban parados en la otra cuadra, al lado de la iglesia, en la puerta de la clínica del doctor Peralta.

Corrí.

Había perdices muertas, plumas por toda la camioneta, un pibe boqueando sangre que decía: Me muero. Un pibe que era mi hermano. Y gritos y armas y manos llenas de sangre y más gritos.

Y mi hermano, ahí, entre los bichos.

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