– Ven a sentarte -ordenó Roncal.
Le agarró del brazo y le llevó sin ningún esfuerzo hacia el asiento.
– Ni tú, ni nadie, puede ser el padre de su propio padre.
Jacobo fue encogiéndose y abrazándose a sí mismo hasta que Roncal le atrajo y colocó la cabeza entre la almohada de sus piernas. Luego, el muchacho levantó las suyas y se acurrucó entre dos asientos, y de golpe volvió a ser el niño que recordaba el marinero. Sus ojos se cruzaron con los de la gitana que mecía al niño desnudo y luego vieron pasar la oscuridad lentamente, como otras muchas veces había visto cambiar las aguas después de una noche en cubierta, hasta que la primera mancha clara se depositó en la pared de la sala de espera y se extendió deprisa a caras y a ruidos distintos.
Ya era casi media mañana cuando les subieron a ver al maestro. Tenía un gota a gota pinchado en el brazo y no abrió los ojos. Su cara parecía tranquila, con un relumbre gris debajo de la piel. La respiración seguía tan silenciosa como cuando le trajeron. A su padre le habían puesto un ancho camisón azul que hacía desaparecer el cuerpo que envolvía. Jacobo se dio cuenta de que le costaba mirarle. En la habitación había dos camas más con enfermos y dos mujeres silenciosas a su lado. Una de ellas hacía punto. Les dijeron que esperasen la visita del médico y el médico no llegó hasta después de comer. El padre de Jacobo seguía igual.
El médico llegó con el uniforme verde de las operaciones manchado de sudor. Era un hombre alto, con barba cerrada, que les habló muy deprisa.
– De momento, no va a pasarle nada -dijo, mirando los papeles que llevaba en la mano-. Los análisis importantes no estarán listos hasta mañana o pasado mañana. Pero, como ya supondrán, el problema es que el hígado no está en buenas condiciones, con lo que eso significa, aparte, para el resto del organismo. Parece un hombre de setenta años, no de cincuenta.
Jacobo no pudo evitar oír todo aquello como un reproche cargado de desprecio. «Como ya supondrán», «parece un hombre de setenta años»… Sólo le hubiera faltado decir: «Mírenlo, ¿es que no se han dado cuenta? ¿Se puede saber qué han hecho ustedes hasta ahora?»
Pero el médico se dio la vuelta antes de que Jacobo pudiera decirle lo que estaba pensando. El hospital no era distinto del Instituto. También allí era mirado como si viniese de un lugar sucio y remoto, de un lugar donde los críos van con zapatillas de lona y cogen los libros con las manos oliendo a pescado, y donde los hombres se hacen viejos antes de tiempo porque nadie se ha dado cuenta.
Una enfermera, también muy deprisa, les informó de que el maestro estaría en observación durante setenta y dos horas, a la espera de lo que sucediera con los análisis, que allí no se podían quedar por las noches y que el paciente no abriría los ojos en un día por lo menos. Después les habló de papeles y de cosas a las que Roncal respondió que las haría enseguida.
– Tú no te preocupes por nada -le dijo el cocinero-. Voy a tramitar la baja. Ahora hay que buscar la cartilla, llevarse el petate y traer ropa.
Jacobo miró la cabeza rapada, los ojos redondos y el gesto fuerte de Roncal y, por primera vez, pudo decirse a sí mismo que aquel hombre siempre había estado allí. Estuvo en el Instituto y ahora estaba en el hospital. Roncal no era un vecino, ni un compañero, ni un buen amigo. Roncal no llegaba de fuera. Roncal siempre estaba dentro.
El padre de Jacobo se fue recuperando sin perder nunca aquella segunda piel grisácea debajo de la piel oscura. Veinticuatro horas después del internamiento, abrió los ojos y empezó a hablar y a comer con normalidad. Excepto que tenía miedo de estar allí y sólo hablaba del miedo.
– ¿Crees que estoy muy grave? -le preguntaba a su hijo o a Roncal, según se terciaba, pero, cosa curiosa, nunca cuando estaban los dos juntos.
Le quitaron el gota a gota y comenzó a moverse por los pasillos con una bata de lana, comprada por Roncal, encima del camisón en el que desaparecía su esqueleto.
– Nunca voy a salir de aquí -decía, mirando por los cristales al fondo de la bahía.
El médico de la barba había repetido lo mismo todos los días en la visita. Hasta los análisis, nada que decir. Y Jacobo nunca había dejado de sentir el reproche en cada una de las palabras clínicas que pronunciaba aquel tipo.
Jacobo no fue al Santa Clara durante tres días. En el último, tuvieron la entrevista con el médico, el alta, y Roncal ya se había marchado.
El cocinero metió veinticinco mil pesetas en el bolsillo de Jacobo. Esta vez no había parte para el maestro. Se había puesto enfermo en la primera maniobra y ya no se levantó de la litera. Se lo devolverían cuando les pagaran la baja.
– Cuida de tu padre, pero acuérdate de lo que te dije. Nadie es padre de su padre. Ocúpate de recuperar el tiempo en el Instituto.
Jacobo se limitó a pensar en Christine. Le pareció que ya había perdido para siempre aquellos ojos, que cuando volviese a verla ya no sería la misma. Esa clase de cosas. Tal vez, habían permitido a otro sentarse en su sitio, de la misma manera en que a él se le permitió sentarse a su lado. Las palabras de Roncal tuvieron la virtud de ponerle nervioso, porque de pronto se le ocurrió que tendría que conseguir ocupar su sitio antes que nadie cuando fuera al Instituto al día siguiente. ¿Y si era ella la que había cambiado de posición? ¿Y si le había pasado algo con su sitio, como dijo el Alcatraz?
Cuando ayudó a vestirse a su padre, la tarde en que le daban el alta y en que tenían la entrevista con el médico, Jacobo tuvo entre las manos los pies del enfermo. Se dio cuenta de que nunca había visto los pies de su padre. Quizá los había visto, pero nunca los había mirado. Y también se dio cuenta de que eran dos pies de anciano, mucho más ancianos que su cara. Dos pies con una blancura mate, atados con venas muy azules, de huesos esquinados y dedos prensiles. Los sintió extraños y monstruosos entre sus propias manos.
Su padre, cuando supo que iba a salir del hospital, cambió radicalmente de humor. El médico todavía no les había dado el diagnóstico, pero al maestro eso no parecía importarle demasiado.
– A casa, a casa. Y quince días de vacaciones hasta que vuelva el Gran Sol.
– Espérate a ver qué nos dicen.
– A casa, a casa -y daba botecitos sobre la cama mientras Jacobo le ponía los zapatos.
El médico dijo, sentado en su despacho y sin mirarles apenas:
– Según la biopsia y el contraste radiológico, es una cirrosis con tejido fibrilar al cuarenta y cinco por ciento. Con toda seguridad es de origen tóxico, no vírico.
A Jacobo le pareció que aquella forma de hablar era una forma de decirles que a ellos qué les importaba, que de qué les valía saber lo que estaba pasando. ¿Es que harían algo? ¿Es que aquella calcomanía humana sería capaz de hacer algo aunque lo entendiera?
– No le comprendemos -dijo Jacobo tratando de controlarse.
– ¿Usted tampoco lo entiende? ¿No sabe qué es una cirrosis? -preguntó el médico al hombre mayor.
– Bueno, sí. Sí, claro.
– A mí no me importa saber qué es una cirrosis -dijo Jacobo con los dientes apretados-. No quiero hacer el selectivo de medicina. Yo sólo quiero saber cuál es su cirrosis, qué le pasará a él con ella, qué hay que hacer. Y todo eso dicho de forma que hasta nosotros lo entendamos.
El médico le miró unos segundos y después al padre. Durante esos instantes pareció que trataba de comprender algo.
– El alcohol ha ido matando las células del hígado y estas células han sido sustituidas por un tejido muerto. Prácticamente, el hígado de tu padre sólo funciona al cincuenta por ciento.
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