Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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– Por lo menos, esta noche vamos a dormir en condiciones.

Empezaron a caminar por las callejuelas empedradas, con el horizonte de faroles al fondo, por encima de los tejados.

– ¿Qué tal en el monumento ese donde te dan clase? -preguntó a Jacobo.

– No quiere volver -dijo el padre, que también con ellos caminaba un paso por detrás.

– Ah. No te he visto en estos días. ¿Has estado enfermo? -Roncal iba mirando adelante, pero, como siempre que tenía que zarpar, parecía estar atento a todo: al movimiento del aire, a los olores, a la humedad, hasta al ruido de sus pasos sobre el empedrado.

– He estado en el Instituto -contestó Jacobo de mala gana.

– Entonces no lo has dejado todavía. Quizá lo dejes mañana. Mañana es siempre un buen día para dejar algo -daba la impresión de que Roncal pensaba en otra cosa-. La luna tiene cerco, maestro. ¿Qué significa eso?

– Significa que hay otras lunas y que ésta es sólo la de aquí -contestó el maestro con una risita ronca.

– Bien dicho. La que vale es la de dentro de veinticuatro horas, porque aquélla puede durar quince días -el cocinero, después de decir lo último, se volvió hacia Jacobo-. Entonces, ¿no te gusta el monumento?

– No.

– Es lógico. A mí tampoco me gustó.

Doblaron por una casa que tenía la puerta abierta. Vieron cuatro camas en hilera después de la puerta y dos críos jugando encima mientras el padre veía la televisión.

– Lo que no te gusta es el estilo de esa gente. ¿Verdad que es eso?

– Sí. Eso es -contestó Jacobo.

– Ni tener que estudiar cosas que no te sirven para nada.

– Exacto.

– Ni aguantar, ahora que ya tienes diecisiete años, que te digan todos los santos días lo que tienes que hacer.

– Eso es.

Llegaron al muelle. Fidel y Nano estaban junto al barco, que ya tenía las máquinas runfando. Roncal empezó a caminar más deprisa.

– El muchacho tiene razón, maestro.

– Si tú lo dices… -murmuró el otro, confundido.

Entonces, Roncal se paró de golpe y miró con sus ojos oscuros y brillantes a los de Jacobo. El muchacho pensó que había algún parecido entre esos ojos y el cielo que no podían dejar de mirar. El cocinero se quedó tan cerca que pudo olerle, un olor húmedo, como el del horizonte que tenían delante y que entró al mismo tiempo que las palabras que escuchaba.

– Ahora el muchacho ya sabe todo lo que no le gusta. Pero el muchacho no puede confundir todo lo que no le gusta con saberlo todo. Ahora ya tiene todo de algo, pero eso no es todo. Cualquiera podría ver la diferencia. ¿Verdad que cualquiera podría verla?

Jacobo no dijo nada. Roncal se le quedó mirando tres segundos más en silencio. Luego, dio media vuelta, saltó a la cubierta del Gran Sol y casi a gritos dijo:

– Así que el muchacho no se irá, maestro, el muchacho volverá, porque el muchacho sabe que no lo sabe todo.

– Adiós, hijo -se despidió el maestro, yéndose a continuación del cocinero.

Fidel y Nano se le acercaron.

– ¿Ha habido movida?

– No.

– Si no quieres volver al Instituto, no vuelvas.

– Ya he dicho que es una promesa.

Los marineros desaparecieron de cubierta al cabo de un rato. En el muelle había unas cuantas mujeres con madreñas y un par de críos chillando y corriendo. La luna tenía cerco. La luna de aquí. Vieron al patrón en el puente y poco después el Gran Sol empezó a moverse por popa. Enseguida cambió el sentido de las máquinas y enfiló de proa a la bocana. Lo siguieron mientras dejaba atrás los barcos de bajura atracados en formación, como una escuadra, y mientras pasaba al lado de un buque de carga anclado en la dársena con los masteleros llenos de luces.

– ¿Qué hacemos? -dijo Nano.

– Yo tengo hambre -contestó Fidel.

– Vamos donde doña Eulalia, que estará haciendo sopa.

– Y vemos a las chicas un rato. ¿Qué te parece, Jaco?

– Me da igual. Donde digáis.

– Un día tenemos que preguntarles por qué se han hecho putas -dijo Nano.

– Como si ellas lo supieran -contestó Fidel-. Y si les preguntas cosas que ellas no saben, a lo mejor te ponen el plato de sombrero.

Se fueron por la callejuela del almacén, buscando el chamizo de doña Eulalia.

– Si piensas en lo que no sabes, te vuelves loco -dijo Jacobo mucho más tarde.

5

Sentía el cuerpo dolorido y un sueño de mil demonios cuando don Máximo, un sacerdote que iba a darles filosofía, una réplica bien conseguida de Yul Brynner, pero en gordo, le hizo levantarse del asiento. En ese momento, y viendo al cura enfrente, se le ocurrió que el infierno consistía en que todo el mundo se fijara en ti. La noche anterior habían acabado en lo de doña Eulalia, tomando la sopa, escuchando a las putas, y durmiendo con Fidel y Nano en un colchón atravesado en el suelo de la entrada.

– Tú, por ejemplo. Fuera de los libros de texto, ¿has leído a algún filósofo? -don Máximo iba con sotana, y su cara brutal, más que la de un filósofo, parecía la de un asesino de filósofos.

– Los que me han mandado.

Notó que la clase se movía, pero estaba demasiado cansado como para preocuparse de eso. En el fondo, Jacobo pensaba que ya se había ido del Instituto, aunque estuviera allí. Pensaba que no había vuelto, que había caído en ese sitio como podía haber caído en cualquier otro esa mañana.

– Dime uno que te hayan mandado -dijo don Máximo sin inmutarse, quizá decidiendo simplemente si aquella pieza se la iba a comer cruda o cocida.

– Platón, si le parece bien.

– ¿Tú has leído a Platón? -el cura no cambió de cara, pero Jacobo sintió que se volvía más atenta.

– Sólo un poco.

– ¿Y te gustaba?

– Me gustaba que los personajes hablaran.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– Quizá porque querían saber.

– No lo sé. En todo caso, porque no les gustaba lo que sabían.

Don Máximo apoyó su corpachón cruzando las manos sobre la mesa y acercó la cabeza como si fuera a embestir.

– ¿Te gusta la filosofía?

– No, señor.

– ¿Por qué?

– Porque no me gustan los filósofos.

– ¿Por qué?

– Porque a la mayoría lo que le gusta es decir frases.

– ¿Y qué tienes tú contra las frases?

– No tengo nada contra el que pesca un pez. Pero yo no le llamaría pescador.

Don Máximo no cambió de postura, pero estuvo segundos mirando al muchacho alto, vestido de azul, con el pelo cortado a tazón, y los ojos brillantes, castaños y absolutamente desafiantes.

Cuando don Máximo se marchó, Jacobo cerró los ojos y reconstruyó la escena. Seguramente el cura no le preguntaría más. Él no tenía nada que decir, él no quería contestar a nada. Podían dejarle en paz ahora que ya no estaba allí. Pero enseguida empezó a sentir la presencia cercana, aquellos ojos que, aunque cerrase los suyos, seguían mirándole y entonces a él no le quedaba más remedio que zambullirse en el aguamarina. Pero eso era asunto suyo mientras mantuviera su juramento de no acercarse a ellos, de no obligar a que le mirasen.

Después de la humillación del Alcatraz, ella le había dicho:

– La conozco bien. Es tía mía. Disfruta así.

Él no había contestado y, a partir de ese momento, ella, que se llamaba Christine y que tenía un apellido francés, había aceptado su silencio de los días siguientes sin mayor esfuerzo. A medida que Jacobo sentía lo que a él le pareció indiferencia, más se convencía de su juramento y más, también, pensaba en ella.

Con los ojos todavía cerrados, escuchó a uno de delante que se volvía y le decía a Christine:

– Anoche, cogimos el Alfa Romeo del padre de Joaquín y fue una pasada. Por cierto, ¿por qué no viniste?

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